Por Roberto Bornacelli
Especial para EL NUEVO SIGLO
Recién instalado el Consejo Nacional Electoral, periodo 2002 -2006, una de las primeras cuestiones que debió abordar fue el estudio de las personerías jurídicas de los partidos y movimientos políticos, con base en las elecciones de Congreso de la República del 10 de marzo de 2002.
Con fundamento en el artículo 4°de la Ley 130 de 1994, “Estatuto Básico de los partidos y movimientos políticos”, el Consejo debía estudiar y resolver qué colectividades habían obtenido, a través de sus candidatos, por lo menos cincuenta mil (50.000) votos o que mantuvieran o alcanzaran representación en el Congreso de la República en esas elecciones.
En caso contrario, de no cumplir con la satisfacción de alguno de los dos requisitos enunciados, la consecuencia era decretar la pérdida de la personería jurídica del partido o movimiento.
El asunto, aparentemente, es de naturaleza formal, objetivo: constatar quiénes cumplieron o no con las previsiones legales y proceder de conformidad, con base en los informes que para este efecto suministra la Registraduría Nacional del Estado Civil, por intermedio de la Dirección Nacional Electoral.
Pero ese rasero, por supuesto, no podía aplicarse de esa manera al partido Unión Patriótica, entre otros, por las razones aducidas por el Representante Legal de esa colectividad, todas atendibles y válidas, por el carácter excepcional de las mismas; además, constatables históricamente por el peso de los acontecimientos en el escenario de la Nación.
Dicho de manera coloquial, las razones explicitadas por el Representante legal de la Unión Patriótica no necesitaban demostración, eran del tamaño de un meteorito que había impactado hondamente la superficie de la democracia colombiana, así, en ese momento, la indiferencia campeara ante tal aberración histórica.
Había que contribuir a poner fin al genocidio, por lo menos enviar ese mensaje, por parte de la máxima autoridad electoral, que tiene en sus manos hacer realidad el precepto constitucional de “Velar… por los derechos de la oposición y de la minorías, y por el desarrollo de los procesos electorales en condiciones de plenas garantías”, de acuerdo al artículo 265 de la Carta.
Pero, infortunadamente, el Consejo Nacional Electoral aplicó a rajatabla la norma a que nos hemos referido; se trataba, como quedó dicho en el escrito que contiene el salvamento de voto, de escoger entre dos opciones: (una) el ámbito meramente formal de la ley, aplicar el numeral 1° del artículo 4° de la ley 130 de 1994; o, la otra, hacer prevalecer los principios democráticos del pluralismo, para respetar en el escenario de la democracia electoral, los derechos de la oposición, de las minorías.
Como se dijo en el disenso, esa determinación amparada en el respeto a lo sacramental de la ley iba en contravía de la realidad, del derecho viviente, esto es, el que compagina y atempera el rigor de letra fría de la ley con la realidad, en este caso la situación de emergencia, por el exterminio físico que padecía esa agrupación política.
La alternativa
Inclusive, en los debates que precedieron a la decisión mayoritaria, que decretó la pérdida de la personería jurídica, propuse una fórmula intermedia que zanjaba el error que estaba a punto de cometerse, con los costos democráticos que ello acarreaba para el Estado colombiano a nivel interno e internacional.
Consistía en aceptar las razones esgrimidas por la Unión Patriótica, todas legítimas y válidas, y con base en ellas mantener la personería jurídica hasta el próximo certamen electoral, para que refrendaran su permanencia dentro de los parámetros legales o, en caso contrario, decretar la pérdida de la personería jurídica.
La fórmula era práctica y legal, bajo el auspicio constitucional de la hermenéutica de los principios y valores constitucionales del pluralismo y del respeto a las minorías y a la oposición; cómo concebir la democracia sin el respeto de las minorías y de la oposición -se reitera- por los hechos monumentales que acreditaban una situación de fuerza mayor o de caso fortuito, no era posible la exigibilidad de otro comportamiento a esa agrupación política; la ley tenía que ceder ante el imposible de cumplir las exigencias legales, por un grupo al que se había y seguía exterminándose.
Pero se escogió ciegamente el atajo más fácil, la guillotina de la ley borró el último vestigio de respeto por la oposición en el escenario de la legalidad formal, porque a la Unión Patriótica, en verdad, ya le había sido cancelada, de otro modo, su “personería jurídica”, como consecuencia del exterminio físico de sus dirigentes y militantes, al punto que para los comicios del 2002 al Congreso no tuvieron a quien inscribir.
Cualquier ciudadano desprevenido advierte que era imposible para la Unión Patriótica acreditar el número de votos exigidos por la ley o representación en el Congreso, si los parlamentarios que fueron elegidos dentro del juego y las reglas de la legalidad formal, fueron exterminados de manera sistemática.
Luego, fue el miedo físico el que impidió que no se inscribieran ni salieran a las plazas para la contienda de 2002; no se les podía exigir que siguieran prestándose para el holocausto a que fueron sometidos, por lo menos, si no con la complicidad, bajo la indiferencia del Estado que prefirió mirar para otro lado, quizá, porque la oposición es oposición.
Ahora, como simple ciudadano, no como Magistrado del Consejo Nacional Electoral de la época, me resta destacar que, en buena hora, el fallo del Consejo de Estado oxigena el proceso de la mesa de negociación de La Habana, Cuba; pero, al tiempo nos recuerda el error histórico y la vergüenza que significó el genocidio de la Unión Patriótica y, así mismo, nos obliga a tener presente ese capítulo bochornoso de la vida nacional, para impedir su repetición.
Todos los colombianos, honorables, que creemos en la paz negociada, como fin del conflicto interno que vivimos desde hace tantos años, que ya es cotidiano convivir con él, como si no existiera, celebramos el retorno a la arena política de la oposición, encarnada en la Unión Patriótica. Es mejor la palabra que las balas.