Por Juan Carlos Eastman Arango (*)
Especial para EL NUEVO SIGLO
El debate sobre las migraciones es indudablemente sensible y controvertido. No se trata solamente de la forma como se vienen desarrollando en los últimos años, en especial hacia los países con una imagen más próspera en la Unión Europea, a pesar de sus dificultades para consolidar su modelo comunitario, o hacia Estados Unidos, a pesar de su crisis y decadencia integral; también se trata de su causalidad estructural y de las causalidades particulares asociadas o desprendidas de aquella. Si hubiera opciones y condiciones sostenibles de carácter individual y familiar, y en consecuencia, social, ¿las personas quisieran en realidad huir de sus países y territorios tradicionales o ancestrales? En mi criterio, de forma mayoritaria, la respuesta es no. Y destaco la palabra “huir” porque esta es la decisión de miles de seres humanos.
El principal debate, oscurecido en muchos casos, ignorado en otros, gracias al drama e intensidad de las condiciones en que la huída termina calificada como migración “ilegal”, es precisamente sobre la causalidad estructural y la emocionalidad que embarga a las familias e individuos que huyen de sus países. Es una desgracia, en realidad, que los “nacionales” de diferentes lugares del mundo hayan sufrido la traición más grande por parte de sus propios gobiernos y la indiferencia de aquellos conciudadanos que se acomodaron a las circunstancias impuestas y aprendieron a vivir en medio de sociedades fracturadas, la precariedad institucional y democracias muy limitadas en sus prácticas y reducidas en su percepción de beneficios colectivos.
La ausencia de conciencia política sobre esto es lo que nos permite afirmar que las medidas diseñadas para enfrentar la presión social y política de miles de migrantes en diferentes geografías del mundo, están condenadas a fracasar. Objetivos tales como disuadir, contener y amenazar a comunidades y gobiernos, unos porque se mueven en pos de una ilusión, otros porque son incapaces o son responsables de la expulsión de sus habitantes, son inherentemente limitados.
De hecho, profundizan el drama humanitario y abren la puerta indeseable a que los desesperados del mundo no vean más alternativa que radicalizarse en contra de aquellos que los rechazan, y de aquellos cuyos maltratos los han lanzado al abismo existencial, en especial, cuando se vuelve un terreno propicio para aventureros, demagogos, iluminados políticos y populistas de cualquier tendencia ideológica laica y religiosa. Por lo tanto, ningún habitante de este planeta debe sorprenderse por la espiral de violencia que nos amenaza a todos, en medio del aceleramiento de la globalización liderada por el capitalismo corporativo transnacional.
A diario se escuchan declaraciones de ciudadanos y funcionarios que de forma arrogante, a veces, insensible, en otras ocasiones, y cínicas, muchas más, pretenden invisibilizar la responsabilidad del sistema global que hemos construido -y aceptado en su funcionamiento-, en las movilizaciones forzadas de miles de seres humanos. Los ciudadanos de las regiones que son buscadas con ansiedad por los migrantes, tampoco aciertan, en su mayoría, a inscribir su papel como actor central del problema. Insisten, como lo hacen sus dirigentes y funcionarios, en trasferir la responsabilidad del asunto a los migrantes y a las geografías periféricas del desorden global.
Desde la década de 1960, la relación asimétrica en la sociedad internacional se afianzó; sus tremores comenzaron a sentirse con el agotamiento de la confianza colectiva en el llamado Norte, y la irrupción traumática, para sus habitantes, de los límites de la civilización industrial del desperdicio y la depredación. Como parte consustancial de la problemática, el drama humano de los habitantes del llamado Sur comenzó a advertir la “interdependencia” existente (asimétrica, de todas formas) entre las políticas de las regiones “ricas” y sus impactos en las regiones “menos ricas” y “pobres”, gracias al creciente fenómeno de las migraciones, primero al interior de los países, y luego, de éstos hacia los países reconocidos como depositarios del bienestar, las oportunidades de prosperidad individual y familiar, y la seguridad pública.
De forma sostenida y acumulada, los flujos migratorios desde el Sur hacia el Norte, y desde el Este al Oeste, fueron aumentando y evidenciando las contradicciones sistémicas que desde la década de 1970 no han dejado de profundizarse. La tendencia se aceleró a partir del final de la guerra fría y de la desconexión e implosión de decenas de entidades territoriales en el mundo, cuyo primer efecto fue la expulsión de sus habitantes hacia los países vecinos y, desde allí, a través de los medios y rutas más demenciales, sin importar cómo, llegar a los centros del llamado “desarrollo”. El resultado no podía ser más antihumano e inmoral para la mayoría: muertos, desaparecidos, secuestrados, explotados, asesinados, violentados, separados, perdidos… Los que lograron llegar e iniciar una experiencia de vida nueva, han tenido diferentes resultados: algunos cuentan sus logros, después de grandes esfuerzos y dificultades, otros quedaron atrapados en las variadas formas de descomposición de las mismas sociedades que los acogieron.
La expresión política más evasiva y peligrosa del actual proceso la integran los populismos de derecha y el renacimiento fascista y extremista, mayoritariamente en la Unión Europea. Como si se tratara de una especie de “peste del siglo XXI”, los migrantes provenientes del Sur Global se convirtieron en tema de la agenda electoral, la razón de las negociaciones y acuerdos más inverosímiles con algunos países no comunitarios -cuyo registro de protección de derechos es mínimo o en vías de reducción-, o en el combustible de suicidas plataformas políticas neofascistas que, si llegaran a avanzar y triunfar políticamente, devorarán las sociedades que se reconocen a sí mismas como democráticas.
El debate crucial llegará, finalmente, cuando entendamos que el desafío migratorio global es la principal expresión de una problemática que, de forma creciente, comprometerá la sostenibilidad de la civilización humana como la conocemos. ¿Existe o no una causalidad estructural? Sí, pero aún no somos capaces de construir una alternativa sostenible y vinculante, que haga sentir a cada uno parte del todo y de todos; rescatar y devolver la economía y la política al servicio de los seres humanos. Para empezar, debemos recuperar la identidad y propiedad del “refugiado”, que al lado de los migrantes, abofetean diariamente nuestra conciencia política. Médicos Sin Fronteras dio un paso muy importante al final de la semana que termina: rechazó las contribuciones financieras provenientes de la Unión Europea para sus actividades humanitarias, como denuncia al inmoral manejo de las expectativas de los migrantes y refugiados provenientes del Sur Global.
*Historiador, Especialista en Geopolítica. Docente e investigador del Departamento de Historia y Geografía, Pontificia Universidad Javeriana.Miembro del Ceaami (Centro de Estudios de Asia, África y Mundo Islámico).