Jueves, 1 de Septiembre de 2011
Ya se comienzan a desgajar las modificaciones del gabinete del presidente Santos. Para reseñar, el cambio en la idea de que los ministros deben ser perpetuos, como si Colombia fuera Suiza, donde despachan por décadas. Allí se desenvuelve una democracia milenaria nacida en el siglo trece, sin parangón con la colombiana. Los ministros, en ese caso, son simples coordinadores de decisiones tomadas de antemano en referendos y plebiscitos. Aquí, un país cuyos apremios exigen actuar rápido, la cosa es diferente. Los ministros son agentes presidenciales y están ligados estrechamente a sus lineamientos, voluntad y metas.
En el país ello se puede entender en la teoría, pero no en la práctica. Me refiero a que existe una tendencia, por lo menos paradójica, de dividir las acciones del Presidente y las de sus dependientes inmediatos. El presidencialismo colombiano es de tal nivel que el primer mandatario aparece como una figura invulnerable, cuyo escrutinio no se verifica a través de los éxitos y fracasos de sus subordinados, y la operación gubernamental conjunta, sino por sus condiciones, carisma o intenciones personales. De allí taras nacionales de que los ministros actúan de fusibles, es decir, de fachadas para salvar la popularidad presidencial, o la radicalmente contraria de que sus cambios suponen crisis.
Esa división, por ejemplo, ha llevado en estos meses, en que se han develado y judicializado escándalos del Gobierno anterior, a decir que una cosa es Álvaro Uribe y otra sus subalternos. Las anomalías en la reelección presidencial inmediata, espionajes telefónicos, entrega de subsidios agrícolas, nombramientos en notarías, y tantas más, nada tendrían que ver con el Presidente, sino con una plétora de funcionarios díscolos, aun los más cercanos, que actuaban por su cuenta.
No sólo es Uribe. Así ocurre en todos los gobiernos, pues en el fondo, como en muchas partes de América Latina, el primer mandatario es una especie de monarca, fruto de alguna transferencia vernácula por la realeza, donde hay inmunidades implícitas. Por eso en Colombia nunca prosperará el sistema parlamentario, en el que todo el aparato, de su primer ministro para abajo, responde unida y solidariamente. Aquí sólo hay pantallas de ello, como la moción de censura, una figura eunuca, sin eficacia. Ni siquiera tiene la administración, como en Estados Unidos (de los países más presidencialistas), que esperar el aval parlamentario en el nombramiento de ministros y embajadores. La posibilidad omnímoda de designar y remover funcionarios es la facultad sacrosanta de nuestro sistema presidencial, que encarna una cultura. Lo que no está mal ni bien, siempre y cuando conlleve el Buen Gobierno.
Las encuestas han demostrado que existe un bache entre la favorabilidad del presidente Santos y su gestión. No es de sorprenderse. Los mismos sondeos hacen ésta división equívoca. Cuando en el país exista perfecta armonía entre la popularidad presidencial y las acciones gubernamentales se habrá producido una revolución. La clave, entonces, podría estar en el lema de Rafael Reyes, menos política y más administración. Y Santos, requete diplomado en lo primero, lo sabe como ejecutor reconocido que es.