El mundo de nuestros días ofrece una imagen patética: la mentira circula con facilidad, y desde los entretelones del poder, la administran con mayor fruición que en décadas atrás, como en los tiempos de la ingrata guerra fría.
Millones de seres humanos decidieron convivir con ella, a pesar de que su adopción provoque miles de muertos y otras tragedias económicas y políticas en diferentes sociedades. Si alguien quisiera hacer política ciudadana, que mostrara y convenciera a los potenciales electores que sí puede ser y hacer la diferencia, comenzaría por combatir el uso político y mediático de la mentira como arma de contradicción partidista e ideológica. Cada vez más la esperanza por un escenario humano diferente descansa en la capacidad de captar la sensibilidad de los electores para que enfrenten la significativa liberación íntima y social que produce la verdad y el repudio a los patrocinadores y agentes de la mentira, local y global.
Frente sur de la crisis regional
Estas reflexiones me surgen a raíz de las tensiones acumuladas en el llamado Medio Oriente, ahora por cuenta del pragmatismo de los negocios nacionales (industrias militares y contratos multibillonarios, en especial), de fomentar la confusión política frente a los señalamientos y críticas pronunciados por sectores y organizaciones civiles y no gubernamentales contra algunos gobiernos de la región y de la profundización de la “reingeniería del Gran Medio Oriente” adoptada por el G-7 a mediados de la década pasada, que acogió la lectura político-fundamentalista de la administración Bush de entonces.
El frente norte de la región, azotada por la inmoral violencia contra los sirios por parte de coaliciones internacionales hipócritas, organizaciones criminales disfrazadas de insurgencias político-religiosas y gobiernos decadentes, conoce, desde esta semana que termina, la apertura diplomática y política del frente sur, liderada por uno de los gobiernos más reaccionarios y atávicos, el Reino Saudí. En nuestro medio latinoamericano solemos denunciar estas conductas con la expresión coloquial “un burro hablando de orejas”.
Mutación terrorista
Si algún gobierno debió experimentar décadas atrás embargos diplomáticos y sanciones internacionales es el gobierno saudita. A pesar de que no lo traten con frecuencia en los medios, y por momentos se olvide de forma intencional, parte del establecimiento político y familiar del reino carga con la sospecha de haber patrocinado los actos terroristas de septiembre de 2001 contra Estados Unidos. Más aún: desde 2011, las denuncias del patrocinio de las organizaciones extremistas islámicas en Siria e Irak, y su demencial secuela de asesinatos en masa, violaciones intensas de derechos humanos y destrucción de patrimonio histórico y arqueológico en la región norte, cayeron, entre otros vecinos, sobre Arabia Saudita y Qatar.
Se atribuye a la administración estadounidense de Donald Trump la instigación de la crisis en el Golfo Pérsico, tendiendo una cortina de humo acusando a la República Islámica de Irán del patrocinio del terrorismo internacional -que sin duda carga, a su vez, con su cuota de responsabilidad- cuando al parecer apuntaba más bien a algunos de los amigos y socios históricos de Estados Unidos en la subregión. ¿Por qué, ahora, acusarlos, si ese país está en el centro de la polémica regional?
Durante los dos gobiernos del globalista y ultracapitalista Barack Obama, la “reingeniería del Medio Oriente” entró en una fase nueva, que incluía la crítica a las políticas de Israel y Arabia Saudita, y la búsqueda de un nuevo equilibro de poder con Irán como pivote, al tiempo que desconectaba a Estados Unidos de forma selectiva de la región, para concentrarse en Indo-Asia-Pacífico, contra China, en un acto sin precedentes después de décadas de involucramiento, manipulación y desestabilización.
Fracasó en encontrar espacios políticos que legitimaran una intervención directa en Siria, lo consiguió en Libia, con la cooperación británica, pero contribuyó a agitar las sociedades de ese “Gran Medio Oriente”, como en Túnez y Egipto, sustituyendo de forma intempestiva élites autoritarias nacidas en décadas pasadas y en medio del espíritu del nacionalismo árabe, y favoreciendo vacíos de poder y confusión colectiva, al tiempo que los nuevos espacios se disputaban con organizaciones extremistas islámicas.
Y ahora, aquí estamos guiados por la mentira trasnacional de que Arabia Saudita y otros gobiernos del Golfo Pérsico son víctimas de conspiraciones terroristas organizadas y patrocinadas por un pequeño Estado vecino, y aliado, llamado Qatar. De hecho, la principal base militar estadounidense se ubica en este país, gracias a Obama. ¿Qué sucedió en realidad? ¿Cuáles son los ajustes que se requieren para los intereses euro-estadounidenses en la región?
Debemos recordar que Arabia Saudita fue visitada por dos figuras emblemáticas de ese eje, semanas atrás, Angela Merkel y Donald Trump -contradictores en el Norte sistémico, socios en el Sur-, obteniendo, desde una perspectiva pública, jugosos contratos militares para sus industrias y finanzas nacionales, en contra de las sensatas críticas de algunos ciudadanos alemanes y estadounidenses sobre la naturaleza del régimen saudita.
¿Hacia una “guerra civil árabe-musulmana”?
Si no era suficientemente tranquilizador para gobiernos y habitantes el activismo internacional del Wahabismo (Arabia Saudita), uno de los oportunistas más conocidos decidió hacer presencia detrás de la nostalgia imperial: Recep Erdogan, el “sultán neo-otomano” de la cada vez más oscura Turquía, quien anunció que ampliará su presencia militar en el Golfo Pérsico, gracias a un convenio militar que tiene con Qatar desde el año anterior. Con ello, si prospera, ingresaríamos en una dinámica más profunda de inestabilidad y violencia potencial al unir los juegos de guerra, mentira y poder de los frentes norte y sur.
A raíz de la sumatoria de las tragedias en Afganistán, Irak y Siria, se denunció la verdadera cara del problema de la violencia sectaria y extremista: la confrontación generacional entre musulmanes y árabes en una escala desconocida en siglos recientes. Como ingrediente adicional, y muy perturbador, la sociedad iraní redescubrió su vulnerabilidad, el 7 de junio, gracias al impacto colectivo y gubernamental dejado por los cruentos atentados terroristas contra la sede del Parlamento y el Mausoleo del Ayatolá Jomeini: un mensaje abierto y directo sobre la confrontación teológico-política y social que atraviesa la región desde finales de 1979. Si bien se atribuye Estado Islámico la autoría, Arabia Saudí está bajo severa sospecha.
La perspectiva de una “guerra civil regional” tiene, sin duda, capacidad de convertirse en un conflicto más global de lo que se cree. Solamente hay que mirar en la cartografía planetaria el cruce de intereses económicos (incluyendo al fútbol corporativo de nuestros días y del mundial 2022), asentamientos humanos y difusión religiosa del Islam, transmitiendo sus contradicciones, también, como otras experiencias transnacionales en el pasado, a cada rincón del planeta. Quizás es lo que necesita el precio del petróleo.
Como ya es habitual desde mediados de la década anterior, esperamos escuchar las recomendaciones de Rusia y China al respecto, cuyas tendencias hegemónicas y megaproyectos económicos pueden sufrir afectaciones serias si las nuevas tensiones y las violencias localizadas se transforman en alianzas y bloques que abiertamente se enfrenten. Creemos que la Unión Europea acogería una posición mediadora china y alemana, mientras otros países asiáticos buscarán proteger sus intereses energéticos en la región, como Japón, beneficiario de la cooperación con Qatar por su abastecimiento de gas licuado.
Una gran apuesta se lanzó a la mesa de juegos del poder global, mentiras envueltas en verdades, pero sus participantes, especialmente los estadounidenses, pueden llevarse una amarga sorpresa: existen árabes e intereses árabes, y no están solos. Los europeos están ansiosos de regresar, de forma visible e influyente, a la arena global. En el camino existen actores asiáticos que no se debe subestimar, que poco a poco han profundizado sus nexos económicos con los árabes. Sin embargo, la región, como la conocemos desde hace cerca de 50 o 60 años, ya no es funcional para la arquitectura global que requieren los nuevos “motores” euroasiáticos. Atrás quedarían los ecos de la repartición franco-inglesa y la Declaración Balfour, hace 100 años.
*Historiador y Especialista en Geopolítica. Docente e investigador del Departamento de Historia y Geografía, Facultad de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana. Miembro del Ceaami (Centro de Estudios de Asia, África y Mundo Islámico), de esa facultad, de Aladaa (Asociación Latinoamericana de Estudios Afro-Asiáticos) y del Cesdai (Centro de Estudios sobre Seguridad, Defensa y Asuntos Internacionales
Síganos en nuestras redes sociales:
@Elnuevosiglo en Twitter
@diarionuevosiglo en Facebook