El fallecimiento del pintor barranquillero Manolo Vellojín ha causado sorpresa y dolor en el mundo cultural. Hacía más de medio siglo residía en la capital de la República. En el barrio la Macarena tenía su refugio, rodeado de cuadros.
Desde sus primeros años mostró vocación por el arte. Se esforzó en el estudio por cuenta propia. En 1968 realizó su primera exposición. En ésta se observó su inclinación por el arte abstracto. Y de líneas geométricas.
Quizá para él pintar era un ejercicio espiritual. Desde 1977, el tema religioso se constituye en su preferido. Se concentró en esta especialidad. Los relicarios, las cruzadas, palios, escapularios lo inspiraron y plasmó en ellos trabajos perfectos.
En la última exposición en la Galería Garcés Velásquez, de Bogotá, el título revela el contenido de su trabajo: Beatos.
La formación jesuita influyó en su infancia; tiempos de semanas santas con toda la magnificencia. Oraciones en latín. No obstante la sobriedad del ambiente, el pintor también gustaba de la bohemia, la rumba, la música toda, los vallenatos y el goce. Una persona austera, aunque dinámica, no podía mantenerse estática, que en el arte halló respuestas a muchos interrogantes. En ese entorno se desenvolvía, y de allí partió hacia la eternidad.