Andrés Rincón
Enviado Especial
Zona fronteriza Colombia-Perú
Navegando un río que parece no tener fin, el suboficial jefe Edgardo Zotelo no despega sus ojos de las caudalosas aguas. No muy lejos de allí, el infante Francisco Cartagena y sus compañeros de patrulla yacen en tierra a la espera de que Copo detecte algún explosivo.
Mientras esto ocurre, el sargento Wilson Montoya desciende de su helicóptero en soga a una altura de 45 metros a la espesura de la selva. Por su lado, el infante Duván Mercado, armado con su actitud y con su rostro pintado de blanco, hace reír a más de 30 niños en una vereda.
El escenario es el mismo para todos ellos, la región media del río Putumayo, sede de la Fuerza Naval del Sur donde la Armada hace soberanía y combate la presencia de grupos ilegales en la zona fronteriza con Perú.
El mejor amigo
Como si fuera un paseo, Copo no desaprovecha oportunidad para juguetear. El infante Francisco Cartagena le tira su pelota y le da órdenes en inglés que el perro de 26 meses acata a la perfección. Así, como si fuera un juego, el labrador dorado busca minas antipersonal en la selva del Putumayo para recibir su recompensa a la par que salva vidas.
“Para Copo es un juego porque él siempre busca su pelota. En el momento en que él encuentre el explosivo va a recibir su premio. Inmediatamente que el perro se sienta, esa es la señal donde hay una mina y uno lo premia”, explica el infante.
Cartagena y Copo conforman el cuerpo antiexplosivos de la Fuerza Naval del Sur que registra las zonas donde la tropa transita y presume que hay campos minados.
Durante el año y medio que llevan patrullando, la disciplina y la confianza han sido la clave para no sufrir percances y evitar ser víctimas de una de las formas de combate más crueles que existen en la guerra.
“Confío plenamente en él y sé que el trabajo que él hace es 100 por ciento confiable. Que si detecta es porque allí hay algo, si no, es porque no hay nada”, afirma el militar de 25 años nacido en Fundación (Magdalena).
A pesar de la confianza en el olfato de Copo, el infante afirma que los primeros registros y el temor a rozar un cable que active un explosivo, son los momentos de mayor tensión que ha vivido.
“La primera vez siempre dan nervios porque después que uno dice ya no hay nada, se van a meter los compañeros y ahí se siente miedo de que alguno de ellos caiga, pero hasta el momento todo ha salido bien”, cuenta el militar.
Y aunque lo considere como un hijo, Cartagena sostiene que las caricias en exceso están prohibidas para su compañero de trabajo, ya que esto afectaría su entrenamiento, por lo cual su voz es la única que el perro reconoce para ser premiado o castigado.
“Ellos lo ven a uno como un amigo, pero para uno son como una herramienta de trabajo. Ellos no se pueden coger para jugar. Hay que evitar caricias. Solo sacarlo a trabajar”, señaló.
En su trayectoria, el labrador ha encontrado 34 minas; 19 en un solo operativo hace un poco más de dos años entre las poblaciones de la Reforma y Concepción, y 15 este año.
Como guía canino, Cartagena permanecerá entre ocho y diez años con Copo hasta que este cumpla su tiempo de servicio, transcurso en el cual el infante seguirá siendo el encargado de alimentarlo, asearlo, velar por su salud, por su entrenamiento y su aseo.
El ángel de la selva
Solo tres segundos lo separan del éxito o del fracaso. Ese es el tiempo que el rescatista aéreo de la Armada, sargento segundo Wilson Montoya, tiene para descender del helicóptero anclado a 45 metros de altura, esquivar las balas que le disparan desde tierra y poder extraer a sus compañeros heridos en combate y por minas antipersonal.
En esos momentos la oración se convierte en la única defensa que utiliza el joven paisa de 31 años en los operativos que se realizan selva adentro. “Siempre encomiendo mis pacientes a Dios porque ante Él no hay nadie. Gracias a Él, los he entregado con vida”, dice el rescatista.
Sobre su labor Montoya explica que “siempre es difícil porque las operaciones son en zonas selváticas con poco espacio por lo cual en ocasiones nos toca talar vegetación con la motosierra”.
No obstante, estos no son los momentos más difíciles que ha vivido el suboficial. Cuenta que hace seis meses, en la población de Piñuña Blanco, la zona a la que descendió a rescatar a tres infantes estaba minada.
“Una patrulla de la Armada cayó en un campo minado. Nos tocó aterrizar en el terreno y estaba lleno de explosivos. Había tres heridos. El infante que atendimos había perdido las dos piernas, estaba con las manos fracturadas y tenía exposición de esquirlas en la cara y en los ojos”, relató.
“Fue una maniobra difícil porque cuando anduvimos en el terreno sabíamos que en cualquier momento podíamos pisar un campo minado. La misma patrulla nos decía por dónde caminar. Fue una experiencia difícil”.
Pero las dificultades no pararon allí, ya que las heridas graves de los militares obligaron a que los tres tuvieran que ser trasladados al tiempo en la aeronave.
“El primero estaba con los dos pies amputados, el segundo era un sargento con un pie amputado y el tercero era un infante de marina con exposición en los ojos. Me impresionó mucho la evacuación. Eran tres pacientes y solo habíamos dos rescatistas. Nos tocó sacar fuerza de donde no la teníamos para movernos debido al poco espacio del helicóptero para tratar los traumas”, recuerda el Sargento.
Montoya narra que fue un momento emocionalmente duro en el que no se puede demostrar debilidad a los pacientes y en el que hay que animarlos a pesar de las circunstancias.
“Es doloroso. Pero tratamos de mantener el control, de no expresar el dolor. Tratamos de animar al paciente, de demostrarle que le vamos a salvar la vida, que va a llegar bien. Nosotros sicológicamente estamos preparados para que el paciente no nos vea en mal estado”, contó.
“Al ver un compañero así, se piensa que eso le podría pasar a uno en cualquier momento. Pero la mejor satisfacción es darle ese apoyo de que no lo vamos a dejar morir, que lo vamos a llevar vivo al hospital y durante el camino le damos mucha moral”, enfatizó el Sargento.
Según el militar, en promedio cada tres meses un militar o un civil cae en un campo minado. Es lo que ha visto en los tres años que lleva en la Fuerza Naval del Sur.
Montoya, quien ya completa nueve años en la Armada, dice que su anhelo es seguir cumpliendo con su trabajo y en unos diez años pensionarse para compartir con su pequeña hija.
Combate de risas
Decenas de niños ríen y se emocionan con cada gesto y caída que el infante Duván Mercado hace en su interpretación de mimo. Son humildes pequeños, habitantes de los poblados del río Putumayo cuya mayor diversión son los juegos de ronda, bañarse en el río, jugar fútbol en una cancha embarrada y ver televisión dos horas al día, tiempo en que funcionan las plantas eléctricas en la región.
El show, del que también participan payasos, magos y animadores, es realizado por el Grupo Especial de Operaciones Sicológicas (GEOS), cuyos seis integrantes recrean a los pobladores de las zonas más distantes del país afectadas por problemas de orden público.
Aunque fue entrenado para combatir, la risa se ha convertido para Mercado en su forma de lucha.
“Es algo muy hermoso. Siempre que estoy vestido de mimo demuestro la alegría que de mi corazón sale. Es una emoción inmensa ver a esos niños sonriendo, verlos sorprendidos. Cuando estoy con el traje soy yo. Esa alegría de los niños me motiva mucho”, afirma el joven de 21 años.
Entusiasta por su naturaleza costeña, el infante transmite esa felicidad que desde pequeño lo caracterizó en su distante Pueblo Nuevo (Córdoba) cuando los circos paraban a hacer sus presentaciones, actuaciones con las que se sintió identificado.
“Desde los ocho años empecé a bailar. Me gusta toda clase de música: el hip hop, el pop, el rap, la champeta, la danza, el mapalé, la cumbia y el bullerengue. Estuve en una escuela de baile. Desde pequeño siempre mi papá me ha motivado”, comentó.
Aunque no le ha tocado patrullar, Mercado afirma que la experiencia con la comunidad le ha enseñado a valorar las cosas sencillas de la vida.
“Le doy gracias a Dios porque estoy en Acción Integral, porque no me ha tocado patrullar, pero si me toca lo haría. Doy gracias a Dios por este bienestar. Esta vida me ha parecido bien. He aprendido a valorar, a comprender lo bonita que es la vida”, dijo el infante quien ve su futuro en la Armada iniciando la carrera de suboficial.
Zorro de río
Tiene bajo su responsabilidad 70 personas todos los días. Una maniobra en falso podría significar un naufragio que en las caudalosas aguas del río Putumayo, significaría la muerte casi segura.
Sin embargo, con solo mirar el río sabe si se puede navegar, encontrar la mejor ruta para no encallar y evitar una emergencia causada por troncos o piedras que golpeen el barco.
Es el suboficial Jefe Edgardo Zotelo, tripulante del remolcador A.R.C. Iga Raparaná, uno de los pilotos de buque más antiguos de río de la Armada.
En las impredecibles aguas de los ríos amazónicos, la experiencia y el instinto adquiridos por Zotelo en sus 25 años de experiencia, son la mejor herramienta que se pueda tener en este trabajo.
A diario recorre decenas de kilómetros transportando a la tropa que patrulla el afluente previniendo el tráfico de estupefacientes, de armas y de madera en la zona fronteriza con Perú.
“El canal es el mejor camino para navegar por río, este es el lado profundo para no encallar. Cada vez que hay una creciente el río cambia de canal. Si el río trae espuma es porque está crecido”, son algunas de las lecciones que Zotelo da a su aprendiz, mientras este conduce el Iga Raparaná.
Leticiano de nacimiento pero criado en Pasto, además del Putumayo ha navegado el río Amazonas hasta su desembocadura en el Atlántico, así como en el río Caquetá, por lo cual conoce como la palma de su mano los secretos de estas aguas.
A diferencia de cuando comenzó a navegar, Zotelo dice que hoy los ríos ya no son los mismos, por lo que lamenta que por temporadas ni el Amazonas se pueda navegar en algunos tramos.
“Ahora en verano la sequía es bastante. No se secaban así los niveles de los ríos antes. Ahora el Amazonas se seca mucho, yo no lo había visto así antes. A veces no se puede navegar”, dice.
El día para Zotelo comienza antes de las 6:00 de la mañana cuando se alista para comenzar una navegación que se extiende hasta que haya luz, en promedio a las 5:30 de la tarde. Son 11 horas continuas de camino, en las que él y su asistente se turnan el timón.
“(…) pero si hay alguna prioridad de llegar a alguna parte y si el nivel del río se presta, extendemos la navegación. Ya que en las noches, para no encallar y por seguridad, se tiene que parar”, explica.
Como la mayoría de sus compañeros, ha sufrido momentos difíciles patrullando. Recuerda la vez que fueron hostigados navegando el Putumayo por la zona de Santa Elena.
“Cuando comenzó el Plan Patriota, en el Gobierno de Uribe, esta zona era de mucha presencia guerrillera y no había suficiente presencia de la Fuerza Pública. Navegábamos en el Leticia por la zona de Santa Elena y nos hostigaron del lado colombiano y el ecuatoriano. Duró unos quince minutos”, comenta.
Y agregó, “no se pudieron usar bien las armas porque nos disparaban desde casas por lo que estaba en riesgo la población civil. Un impacto traspasó la lámina de la cabina y otro rompió un reflector. En ese momento sentí miedo”, relató el suboficial jefe.
A un año de pensionarse, Zotelo dice que cuando llegue ese momento se convertirá en un hombre de hogar, junto a su esposa y sus hijos, y que podría comprar un taxi para no sentirse improductivo.