¿Decisión estratégica de negociación? ¿Capricho presidencial? ¿Pulso de poderes en la Mesa? ¿Ultimátum a Farc? ¿Movida política para blindar el propio proceso de paz?... En fin, son muchas las interpretaciones que se le han dado a la insistencia de la Casa de Nariño para que se cumpla el compromiso asumido el 23 de septiembre pasado por el presidente Santos y el máximo cabecilla subversivo, alias ‘Timochenko’, en torno a que el 23 de marzo (23M) de 2016, como plazo máximo, se tendría que firmar el acuerdo final de paz en La Habana.
Mientras que en las últimas semanas tanto Santos como su jefe negociador, Humberto de la Calle, y el alto comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, han insistido en que se mantienen en el compromiso del 23M y por eso se dieron instrucciones para “hundir el acelerador” en La Habana, incluso sesionando de manera permanente en la Mesa, las Farc han replicado que ese plazo quedó en el aire cuando el Gobierno forzó la reapertura de la discusión sobre el preacuerdo sobre “Jurisdicción Especial de Paz” (JEP), que si bien fue anunciado el 23 de septiembre, tardó más de siete semanas para ser pactado de nuevo.
De esta forma, tanto para ‘Timochenko’ como para el jefe negociador de las Farc, alias ‘Iván Márquez’, el plazo de los seis meses no arrancó el 23 de septiembre, sino el 15 de diciembre, cuando se anunció el acuerdo sobre la JEP. En ese orden de ideas, entonces, para la guerrilla la fecha límite bien podría irse hasta el 15 de mayo o más.
La contradicción sobre este tema ha llegado a tal punto que esta semana el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, indicó que la fecha del 23 de marzo no era un “capricho” del presidente Santos, sino un compromiso asumido con ‘Timockenko’ en septiembre. En tanto, ‘Márquez’ replicó esta misma semana que insistir en la fecha del 23 de marzo, después de la demora en la renegociación del acuerdo judicial, era una “ingenuidad ligera”. Alias ‘Joaquín Gómez’, otro vocero guerrillero en Cuba, recalcó, a su turno, que aunque se estaba “haciendo hasta lo imposible, hay causas o factores objetivos que seguramente van a impedir que eso se dé el 23”.
Incluso ayer, en un nuevo pronunciamiento, la guerrilla dijo que si bien buscan “firmar con la mayor celeridad posible el acuerdo final”, advirtieron que “… son múltiples los asuntos por debatir y concertar. Nos aprestamos a abordar plenamente el punto Fin del Conflicto, y nos aguarda la discusión en torno a Implementación, Verificación y Refrendación. También están pendientes de dirimir las 42 salvedades existentes”. Agregaron que en todos esos puntos debe haber propuestas “concretas y realizables” de las partes y escucharse las opiniones de los colombianos “y eso requiere de un término prudente y realista”.
Esa prevención de la guerrilla dista mucho de lo que hace 10 días dijo el propio De la Calle, en entrevista con EL NUEVO SIGLO, en torno a que “… desde hace meses un grupo de militares activos bajo la dirección del general Javier Flórez ha venido trabajando en el punto 3 de la agenda. Los adelantos son importantes y por eso creemos posible que para el 23 de marzo las partes lleguemos a un acuerdo definitivo”.
Cuatro razones básicas
Para no pocos analistas, es tal la complejidad de los temas que faltan por consensuar en la Mesa que el pensar que en menos de 70 días, por más que se sesione de manera permanente, se lograra un acuerdo final, resulta casi irreal.
El punto “3”, sobre “Fin del conflicto”, implica superar muchos asuntos complejos. En el tema del “cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo”, debe definirse lo de las zonas de concentración (el Gobierno apenas citó a extras al Congreso para reformar la ley 418) y si la ONU será finalmente el verificador internacional. Ambos son subpuntos difíciles por implicar asuntos como la posible desmilitarización de zonas y los límites del arbitraje de Naciones Unidas sobre el Estado colombiano.
No menos complejo será lo de la “dejación de las armas”, pues mientras el Gobierno quiere la destrucción del arsenal guerrillero, las Farc hablan de su no utilización en política, dando a entender que no permitirán su desmantelamiento; la excarcelación de los guerrilleros no será un tema fácil de aterrizar, sobre todo después del lío de los 30 indultos a subversivos que no se ha podido concretar. No saldrá tampoco en cuestión de días un preacuerdo sobre el combate a las Bacrim y los rezagos del paramilitarismo.
Igual no es claro si cuando en el subpunto 5 del punto “3” se habla de “revisión gubernamental a reformas y ajustes institucionales para la construcción de la paz” se refiere a cómo se tramitarán los cambios legales y constitucionales que se deriven del proceso de paz. Como se sabe el Gobierno ya tramita un “acto legislativo de paz” en ese sentido, pero la guerrilla quiere una constituyente.
Tampoco asoma como simple pactar lo relativo a las “garantías de seguridad” a los cabecillas y guerrilleros desmovilizados, pues allí entra el tema de las armas, los escoltas y los “terrepaz” que quiere las Farc para que vivan desmovilizados, sus familias y las comunidades.
Luego debe pasarse al punto “6” sobre “refrendación, implementación y verificación” del acuerdo, en donde es claro ya que las Farc no están de acuerdo con el “plebiscito para la paz” que el Gobierno, unilateralmente y sin esperar a un consenso en la Mesa, hizo ya aprobar en el Congreso. Y, de nuevo, estará el pulso sobre cómo aterrizar el “acuerdo final”, pues el Gobierno defenderá su “comisión legislativa especial de paz” y las facultades presidenciales, pero ayer las Farc insistieron en una constituyente (que no sería de elección popular sino de tipo corporativista) y de un “Acuerdo Especial incorporado al Bloque de Constitucionalidad”, que no se sabe exactamente a qué se refiere. Sin embargo, la guerrilla califica ambas alternativas como “insoslayables”.
¿Por qué insistir?
Visto todo lo anterior, es claro que el Gobierno, con una óptica realista, sabe que para cumplir el plazo del 23M tendría que ceder sustancialmente a las exigencias y posturas de las Farc -algo que no sólo sería peligroso para la institucionalidad sino que empujaría el voto negativo en el “plebiscito por la paz”- o convencer a la guerrilla de que renuncie en tiempo record a muchos de sus inamovibles, lo que parece imposible de concretar.
¿Entonces por qué insistir en el 23M como plazo final? Hay cuatro razones básicas que podrían explicar la postura gubernamental.
En primer lugar, la Casa de Nariño tiene ya una especie de cronograma sobre el tema de la paz en 2016: firma del acuerdo de paz al término del primer trimestre; aprobación antes de abril o mayo en el Congreso de la reforma a la ley 418 para viabilizar zonas de concentración de Farc; aprobación, en segunda vuelta, del “acto legislativo de paz” hacia junio; en este mismo mes deberían empezar los primeros actos de desarme de la guerrilla; refrendación popular del acuerdo, mediante plebiscito, hacia julio; instalación y arranque de la “comisión especial de paz” en el Congreso en agosto o septiembre, a la par del uso de las facultades extraordinarias del Presidente para las primeras reformas urgentes derivadas del acuerdo de paz.
Todo este proceso se llevaría el segundo semestre, durante el cual ya se podrá llevar al Congreso el proyecto de reforma tributaria estructural, que también es prioritario pero no se podría radicar mientras no se haya votado el “plebiscito por la paz”. Esto porque el apretón en impuestos aumentaría la impopularidad gubernamental y ello podría reflejarse en un impulso al “No” al acuerdo de paz con las Farc. No hay que olvidar que para no pocos analistas ese plebiscito, que ya tiene de por sí muchos críticos, también hará las veces de una especie de voto de confianza o censura sobre la labor gubernamental, la misma que hoy en las encuestas oscila entre el 30 y 40 por ciento.
Una segunda razón básica para insistir en el 23M es que el Gobierno sabe que cada día el apoyo al proceso de paz pierde terreno entre la opinión pública. Las encuestas así lo evidencian y es claro que las reservas entre la población serán mayores a medida que la gente entienda claramente que los guerrilleros no pagarán cárcel, podrán participar en política, tendrán zonas territoriales para concentrarse y le pondrían trabas y condiciones a su desarme… En otras palabras, cada día que se demore la firma del acuerdo de paz en La Habana y su refrendación en las urnas, es tiempo que aprovecharán los críticos del proceso para llamar a la ciudadanía a que no vote el plebiscito o, si acude a las urnas, lo haga negativamente.
Dilación & campaña
En tercer lugar, es posible que el Gobierno esté consciente, en el fondo, que cumplir con ese plazo del 23M es muy difícil, pero sabe que si acepta de buenas a primeras que se corra la fecha límite anunciada con bombos y platillos a todo el país y la comunidad internacional el 23 de septiembre, las Farc aprovecharán el ‘papayazo’ para dilatar aún más el cierre de la negociación, llevándola hasta el segundo semestre.
Esa eventualidad no sólo aumentaría las reservas entre la opinión pública sobre la utilidad de un proceso de cuatro años de tratativas, sino que se atravesaría en la discusión de la reforma tributaria estructural en el Congreso, con el consecuente coletazo negativo a un “plebiscito por la paz” votado después de septiembre u octubre.
Y, como última razón básica, parecería evidente que si el Gobierno no presiona el cierre de la negociación y la respectiva refrendación popular antes de junio o julio, todo el cronograma se corre hasta diciembre y aún después, lo que complicaría el escenario político del proceso de paz, pues se supone que en 2017 arrancará ya la precampaña presidencial y si el proceso de paz no ha terminado, se volvería tema proselitista y aumentará la polarización nacional al respecto.
Riesgos por incumplimiento
Ahora bien, si efectivamente la negociación no se cierra el 23M es claro que el principal perjudicado será el Gobierno, pues no sólo aumentarán las críticas respecto a que en La Habana se hace lo que las Farc digan, sino porque se leerá esa situación como una nueva dilación en un proceso que ya lleva mucho tiempo y arrastra un desgaste creciente. En uno y otro escenario las consecuencias las pagará el “Sí” en el “plebiscito por la paz”, que seguirá perdiendo terreno y podría poner en riesgo, incluso, la posibilidad de llegar a los 4,4 millones de votos afirmativos que contempla el polémico mini-umbral aprobado por el Congreso.
También es claro que ese incumplimiento complicará aún más la imagen y calificación de la gestión del gobierno Santos, que tiene en la paz su principal bandera política y tabla de salvación, sobre todo en un año en el que la economía apunta a tener un desempeño muy difícil y la opinión pública ya está muy molesta con el Ejecutivo por temas como la disparada inflacionaria, el muy bajo aumento del salario mínimo, la anunciada cascada de impuestos, los efectos del fenómeno de El Niño y hasta la venta de Isagen…
Como se ve, si insistir en cumplir el plazo del 23M es muy riesgoso para el Gobierno por la complejidad de los temas pendientes en La Habana y la actitud retrechera de las Farc, aún más lo es enfrentarse a un incumplimiento del plazo, pues el costo político sería aún más alto.