Es curioso que algunos señalen las actividades propias del Fiscal General de la Nación como un torpedeo al proceso de paz. Y que traten, por lo mismo, de graduarlo de enemigo de los pactos de La Habana cuando su propósito es, única y exclusivamente, el cumplimiento del deber y de la ley en todo lo atinente a la política criminal nacional.
Porque, en efecto, no podría olvidarse que precisamente el Fiscal, según lo dice la Constitución, es el coordinador de esa política y por lo tanto no es solo un administrador de justicia sino quien debe velar, como vocero de la acción penal, para que se actúe de manera sistemática en favor del orden establecido y la menor cantidad de lesiones a la sociedad.
En esa dirección, el Fiscal ha venido señalando y advirtiendo sobre todo aquello que podría ser lesivo a la Constitución, como consecuencia del proceso de paz de La Habana, y la manera de adecuarlo al ordenamiento vigente que, desde luego, no ha sido derogado por autoridad alguna ni mucho menos por la voluntad popular que se ha mantenido irrestricta dentro de las cláusulas votadas en la Carta de 1991. Por lo general, desde luego, los procesos de paz tienen algunos elementos extraordinarios. Incluso en algunas ocasiones se puede llegar a contemplar un nuevo orden como sucedió con el Frente Nacional, pues se trataba de derribar una dictadura, o la misma Constitución actual donde, derogando expresamente la Carta de 1886 se dio cabida a la guerrilla que acababa de desmovilizarse. Pero no es del caso en la actualidad, donde se privilegiaron los elementos mecanicistas de la desactivación guerrillera sobre los alcances políticos, y dentro de esa arquitectura tanto Gobierno como la facción subversiva siempre dijeron que se trataba de adelantarlo todo dentro de los postulados de la Constitución y los dictámenes de la Corte Constitucional. De modo que no es, en lo absoluto, de sorprender la acción del Fiscal en toda la materia atinente a la criminalística como tampoco es sorpresivo que la Corte Constitucional venga acotando las disposiciones y decretos que en principio tenían un claro tufillo autoritario.
Hace tiempo quedó atrás, pues, la idea de que lo acordado en La Habana era omnipotente e intangible. De suyo, la misma Corte Constitucional impidió continuar con la maniobra de castración del Congreso y hoy cualquiera de las normas provenientes de los pactos son no solo susceptibles de modificación o ajuste parlamentario, como ya se está comenzando a ver en los debates sobre las llamadas curules especiales de paz en la Cámara de Representantes, sino en todo lo que tiene que ver con la reforma política y la reglamentación de la jurisdicción de justicia transicional. Y lo mismo ocurre con los decretos presidenciales derivados de las facultades extraordinarias en los que el mismo Gobierno, autor de las iniciativas, ha dado razón al Fiscal General de la Nación en algunos casos.
Todavía más difícil, por supuesto, la división que se ha presentado al interior del Gobierno a raíz de los decretos. Tildar de “chambonas” las resoluciones adoptadas con la firma del mismo Presidente, por parte de sus mismos auxiliares, es algo que ni la propia oposición había hecho. Y eso, claro está, deja un mal sabor de improvisación y de velados y continuos enfrentamientos en el trasfondo de la administración.
Es lógico, por descontado, que dentro de la independencia y colaboración que exige la Constitución a las ramas del poder público, el Ejecutivo tendría un asesor de primera mano en el Fiscal General de la Nación. Es decir, que sería muy importante para el Presidente, a fin de la perfecta emisión de los decretos, tener una opinión previa y no obligatoria del Fiscal con el objeto de afianzar una política de Estado en la materia. Negativo, por el contrario, es dar las cosas como hechos cumplidos y después tener que reversar. Ni tampoco es dable decirle al Fiscal, como han sostenido algunos editorialistas, que ha debido llamar al Gobierno antes de dar sus opiniones en torno de algún decreto en el que ciertamente tuvo la razón. Lo adecuado, como se dijo, es seguir la directriz constitucional de colaboración entre las diversas instancias del Estado, mucho más alrededor de la política criminal. En mayor medida cuando el Fiscal venía advirtiendo sobre las posibilidades, de no adecuar efectivamente la legislación, de que se pudiera estar colando algún mecanismo para el lavado de activos.
La lección, en ese caso, no está en privar de opinión a las autoridades establecidas a los efectos, como algunos sugieren. Está, por el contrario, en llevar a cabo la independencia pero a su vez la colaboración entre la rama Ejecutiva y la Judicial, a través de la Fiscalía General de la Nación, de la forma más efectiva y coordinada en que sea posible.