Por: Pablo Uribe Ruan
Hay equipos coperos, grandes y con jerarquía. Esos que no se achican de visitantes, ni tampoco se dejan llevar por la ansiedad de su público cuando juegan de local. Hay otros equipos que no tienen esa esencia, o por lo menos, no les transmiten a sus jugadores esas condiciones extrafutbolísticas que llevan a ganar copas internacionales.
No sé si es fruto de la tradición o de la mística, pero el Liverpool cuando juega Champions o UEFA suele dejar el alma en la cancha. Amor por la camiseta, dirían algunos. Por mi edad no he visto tanto a los “diablos rojos”, pero en las dos versiones que he visto puedo decir que la garra con la que disputan los partidos es tan grande como el tamaño de un estadio.
A pesar del color no todos los rojos transmiten lo mismo. El miércoles pasado el Arsenal, como es costumbre, salió a la cancha a enfrentar al poderoso Bayern mostrando un fútbol dinámico, vertical y de posesión. Tras el penalti errado por Ozil, que puede ser el mejor jugador del mundo haciendo transiciones pero también el más pecho frío, y la expulsión de Scezny, su arquero, al equipo se le bajó la moral, perdió las ganas y les abrió las puertas a los bávaros.
Por lo general al Arsenal le toca bailar con la más fea en octavos: o es el Barça o es el Bayern. Pero lo curioso es que siempre le pasa lo mismo: pierde por falta de ímpetu. El equipo se queda corto, sin ganas, y deja el camino libre para que lo saquen de la Champions. Se entrega al rival y no saca la jerarquía que se supone debe tener un equipo de tanta historia.
La llave quedó casi sellada con un 0-2. Por más que esto sea fútbol cuesta creer que el Arsenal logre voltear la serie.