Una de las evidencias más claras que puede apreciarse a partir de los últimos resultados electorales, especialmente en el Reino Unido y en Estados Unidos, es el rechazo a las clases políticas hegemónicas; el rechazo a todo lo que se manifieste como parte del “establishment” en el manejo del poder público. No importa si quienes encarnan las alternativas no tienen experiencia o si no manifiestan mayores luces o propuestas programáticas. Lo importante es el rechazo a los de siempre.
Eso de planteamientos y programas de gobierno son “utopías”, como peyorativamente se les nombra, son cosas de intelectuales. El voto castigo se ha impuesto, unido a la concepción del voto útil. De allí el emerger de candidaturas populistas, las cuales en su esencia, constituyen un auténtico salto al vacío.
No es un fenómeno nuevo. Hay varios casos que pueden mencionarse como antecedentes. Para ilustrar con sólo tres de ellos: (i) la victoria de Alberto Fujimori (1938 -) en Perú en el verano de 1990; (ii) la consecución de un 19 por ciento del voto popular por el petrolero texano Ross Perot (1930 -); y (iii) la victoria del teniente coronel venezolano Hugo Chávez Frías (1954-2013) en diciembre de 1998.
En esos casos, en particular en lo que se refiere a Perú y Venezuela, los resultados se enraizaron vehementemente como parte del populismo. Ante las condiciones de crisis, lo que se traduce en falta de oportunidades y sufrimiento de la población, grandes sectores sociales están ávidos de soluciones fáciles, que ofrezcan expectativas con esperanzas. Aunque luego la decepción se imponga.
En estos escenarios, existen líderes que dejan llevar por los deseos de las grandes mayorías. Se sucumbe a la dictadura de las encuestas y las proyecciones de favorabilidad. Es plenamente un marketing político con toda la carga de postmodernismo que le es propia a nuestras sociedades. No deja de tener importancia en esto, la distribución de prebendas, soluciones fáciles para problemas complejos –elemento central de la demagogia- y violación en muchas ocasiones, de la ética del esfuerzo y del trabajo. Sin negar que en circunstancias especiales, debe proveerse de ayuda humanitaria de emergencia.
Se hace evidente que los resultados del segundo semestre de 2016 han venido cargados de posiciones populistas. La “salida” del Reino Unido de la Unión Europea (23 de junio de 2016) se basó con mucho, en mensajes cuyo contenido estaba distorsionado, creando temores infundados en la población; se logró provocando que –más que propuestas serias y constructivas- las votaciones se enmarcaran en un intenso clima emocional: votar contra alguien, contra algo.
Es más fácil culpar a otros de nuestras desgracias que asumir nuestras responsabilidades. Esto último es lo que se ha visto más favorecido con la emergencia de Trump en Estados Unidos y el furor populista que lo ha llevado a la Casa Blanca; no obstante perder en el voto popular por más de votos.
Al respecto véase cómo -con datos actualizados a miércoles 16 de noviembre de este año- a una semana de la votación, Hillary Clinton obtenía 61.964 millones de sufragios, en tanto a Trump le favorecían 60.961 millones de boletas.
No obstante, para Trump y sus seguidores, los problemas del país, la “amenaza a la sociedad occidental y sus valores” lo representan en Estados Unidos, las minorías: negras, asiáticas y especialmente latinas. Los males de la nación, desde el día de la creación se le deben a la clase política tradicional, la cual tiene como rostros más visibles los de Bill y Hillary Clinton, además de Barack Obama. Se impuso por tanto un voto castigo, el voto de la rabia, de las inculpaciones a quienes han ostentado el poder.
Uno de los grandes riesgos de estas posiciones populistas es que “se nos puede ir el bebe junto con el agua sucia que deseamos dejar ir por la reposadera”. Este tipo de populismo constituye rápidamente un conjunto de decisiones de impredecible efecto tanto en el corto como en el largo plazo. En especial porque el ahora mandatario electo, Trump, debe tener su vista puesta en la reelección. Es obvio que nadie desea ser un presidente de cuatro años en Washington.
Trump sabe que, aún caminando por la cornisa, le apostó al voto cerrado, extremo, de los blancos que aún constituyen 78 por ciento de la población, dominando en algunas regiones específicas como el Medio-Oeste. Nótese que este rasgo es fundamental para explicar la derrota de Hillary. Aun dejando como ganador a Trump en todos los distritos electorales en que tuvo éxito, ella sería la presidente si hubiese ganado en los cuatro estados de esta región: Minnesota, Wisconsin, Michigan y Pennsylvania.
Se trataba de lugares de votación “cautiva” para los demócratas, pero el 8 de noviembre, de los cuatro, sólo Minnesota favorecía a quien se perfilaba como la primera mujer presidente del país. El resto, que representan 46 votos en el Colegio Electoral, cayeron en la red trumpiana.
Tal y como Timothy Garton lo ha documentado desde Europa, nos enfrentamos como parte de un fenómeno de globalización, a una poderosa tendencia antiglobalizante. Suena contradictorio, pero las tecnologías, las finanzas y la tendencia libre-cambista del comercio, también nos han llevado a esto.
Y dentro de ello, el condimento del desprecio al conocimiento, a la cultura, a tener gente que cuando mucho, sabe más y más sobre menos y menos; un rasgo esencial de los especialistas. Ante esto, estamos urgidos de humanismo, cuando ahora, en nombre del pragmatismo más burdo, ese tipo de formación se tiende a dejar de lado. Lo “exitoso” es consumir, de nuevo el poder, el tener, la suprema presencia del dinero, dejando de lado el ser de las personas, la previsión en cuanto a lo ambiental del planeta, la solidaridad en un mundo ineficiente, despilfarrador e inequitativo.
Las fuerzas nacionalistas, el populismo más crudo se muestra envalentonado por el triunfo “anti-sistema” de Trump. Ejemplos de ello los podemos encontrar en Francia. Allí, el viejo patriarca de la ultra-derecha del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen (1928 -) Presidente Honorario de su partido, al conocer el triunfo de Trump, no dudo en escribir en twitter: “Hoy Estados Unidos, mañana Francia, bravo”.
Otras cabezas no menos evidentes de una amenaza populista, ya sea directa o de apoyo, se asoman desde el Kremlin ruso encabezado por Vladimir Putin, o la Turquía de Tayyip Erdogan, o el dirigente húngaro Viktor Orbán. Llámese como se llame, la amenaza populista es un desafío para el sistema liberal como lo conocemos desde el Siglo XVIII, el Siglo de las Luces. Hay cambios que empeoran. Lo que necesitamos son los cambios que mejoran, lo que requerimos es de innovaciones, de avances antes que de retrocesos que parecen ser irreversibles.
(*) Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor de la Escuela de Administración de la Universidad del Rosario.