A 25 años de la creación de la Fiscalía General de la Nación el director del ente, Néstor Humberto Martínez, ha dicho que el sistema acusatorio está el borde del colapso. La noticia, por supuesto, no es buena. Pero vale reiterar, en todo caso, que la responsabilidad radica única y exclusivamente en la incapacidad del Estado para llevar a cabo el ejercicio de la acción penal, ya no por cuenta de la propia Fiscalía, sino del represamiento en las siguientes instancias del sistema. De ese modo es imposible cumplir con la Constitución. Por consiguiente, el mismo aparato judicial se convierte en una mula muerta a mitad del camino en los propósitos de la pronta y debida justicia.
El ente acusador sostiene, nada más y nada menos, que hay pendientes alrededor de 28.000 audiencias de imputación de cargos, más de la mitad de ellas correspondientes a preacuerdos que han firmado los delincuentes con el Estado a fin de saldar cabalmente su deuda con la sociedad. Esto demuestra, de un lado, la eficacia de la Fiscalía al usar los instrumentos que se le han dado para el resarcimiento de los delitos, pero de otro pone de presente la deplorable encrucijada por la que pasa la justicia ordinaria en la materia. La otra porción de la cifra antedicha tampoco recibe la atención adecuada. Puede haber allí personas encarceladas injustamente sin la oportunidad de demostrar su inocencia, pero igualmente grave tampoco tiene la ocasión el Estado de imponer los fallos de culpabilidad a los criminales. Con ello la ciudadanía pierde toda confianza en la razón de ser estatal y la desmoralización social cunde por todas partes.
Así las cosas, están a punto de salir de prisión indistintamente miles de personas por no habérseles dictado sentencia dentro del término de los dos años adoptados recientemente por el legislador, con la vana ilusión de presionar por esa vía a los jueces. Semejante espejismo legislativo, fruto de la deplorable manía de expedir normas sin conexión con las realidades circundantes, no ha hecho más que empeorar las circunstancias. Porque si bien parecía una idea laudable exigir mayor rapidez a los juzgados ello, dentro del más mínimo sentido común, tenía que venir acompañando con los recursos, la infraestructura y la tecnología atinentes. De nada vale, por descontado, emitir una ley de esas características si no contempla las situaciones de tiempo, modo y lugar en que ha de hacerse efectiva. Hoy, como se observa, a mayor eficacia de la Fiscalía mayor el grado de fracaso en los canales subsiguientes. Y esto es el más grave síntoma de la anarquía como formulación válida.
Fue por eso, precisamente, que en tiempos en que se discutía la cacareada reforma de “equilibrio de poderes” dijimos que la calentura no estaba en las sábanas. Colombia, aprisionada de alguna manera por el espíritu santanderista que anima a varios de los sectores que participan en el debate, necesita pasarse a otro modo de pensar. Uno, por ejemplo, en el que se entienda que la justicia representa no solo un derecho fundamental, sino el servicio público por excelencia. Y que de esa combinación nace la verdadera paz institucionalizada, mucho más allá de los conceptos distorsivos que han querido implantarse en los tiempos contemporáneos, a raíz, por ejemplo, de la polémica incorporación de la justicia transicional o, de otra parte, del exceso de garantías dentro del debido proceso, donde prevalece lo ancho para el delincuente y lo corto para la ciudadanía.
Poco se hace, desde luego, con las grandes discusiones sobre el mecanismo de elección de magistrados o los ajustes del Consejo Superior de la Judicatura, para tomar solo un par de casos, si la base de la justicia está filtrada desde y por las normas del mismo Estado. El mecanismo perverso de haber puesto términos adicionales a los jueces ha terminado catapultando la “activación de la demora” que, por decirlo así, es el más preciado bien de los abogados procesalistas que buscan la inocencia por prescripción de sus defendidos o encuentran un tesoro en normativas como éstas, dedicándose a suspender o evitar las audiencias para, con base en ello, conseguir a la larga la libertad de los procesados. Pero, de otra parte, también conspira contra los abogados que han conseguido la confesión de los implicados a objeto de la aplicación expedita de la ley y el restablecimiento inmediato del orden.
La creación del sistema acusatorio y de la Fiscalía, promovida por Álvaro Gómez Hurtado desde tiempo antes, fue un gran logro de la Constituyente de 1991. No hizo parte, por supuesto, del “revolcón” gavirista, pero sí se transformó en uno de los grandes hitos en la creación de derecho público que en tantos frentes ideó el líder inmolado. Hoy su labor encomiable contrasta con la rémora posterior, de la que es ajena. Y ello es un gran atentado contra su eficacia y dignidad, víctima de su propio éxito, con un costo social insaldable.
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