La misión del soldado es arrancarles las armas a los subversivos, quebrar su voluntad, restablecer el orden y el predominio de las fuerzas armadas institucionales para conquistar la paz. Ello hasta cuando el presidente Juan Manuel Santos, con el concurso de Enrique Santos Calderón, entró en negociaciones con los representantes de la Farc en Davos y La Habana, quienes virtualmente se equiparan a los negociadores del gobierno.
Para obtener la seguridad de 40 millones de colombianos es dado negociar, antiguo principio de Pericles. Al hacer públicas las tratativas con las Farc la nación se dividió en la falsa disyuntiva de “guerra o paz”, que ahora se pretende resolver en un plebiscito.
Esta honda división de la opinión pública se debe a que desde el comienzo de las negociaciones con las Farc, el Gobierno avanza sin contar con el respaldo de todas las fuerzas políticas y de todos los sectores más representativos de los gremios del país. Y lo hace con la esperanza de conseguir tal apoyo sobre la marcha, como de mantener el signo partidista oficial o de seducir a la opinión con encuestas en la medida que avancen las conversaciones.
La unidad nacional en torno a la paz es algo fundamental para negociar, con mayor razón en un país pacifista por naturaleza, en el cual se producen anualmente más muertos por causa de los accidentes de tránsito que por la violencia subversiva. Un país donde la pasividad ciudadana facilita que los milicianos de las Farc, que no llegan ni al 0,1 por ciento de la población en medio siglo, hayan conseguido imponer el terror en extensas zonas de Colombia.
En ese escenario “diplomático” el Partido Conservador como tal ha estado ausente de las negociaciones, pese a ser filosófica y doctrinariamente pacifista, por defender a lo largo de la vida política nativa la instauración del orden, e incluso de tener dos expresidentes pioneros de la paz, como Belisario Betancur y Andrés Pastrana.
Así que se trata de un asunto táctico del Gobierno al no intentar previamente unir a la Nación en torno a la política de mano tendida con las Farc, sino de invitar a otros dirigentes representativos a cuenta gotas y sobre la marcha a que se suban al tren de la paz, sin importar que al llegar tarde les toca un papel de figuras decorativas para la fotografía o de circunspectos notarios de lo acordado, puesto que cuentan que no tienen acceso a toda la documentación sobre los acuerdos, dado que hasta que no se acuerde todo, el pacto está como en el aire.
La periferia
Pero quién en sus cabales puede esperar que se instaure la paz como por encanto al firmar el acuerdo con las Farc, siendo que en esas regiones periféricas del país se carece de infraestructura y actividades comerciales lícitas que ofrezcan trabajo y futuro a los moradores. Tampoco hay fuerza pública para mantener el sosiego. La barbarie y la carencia de desarrollo facilitan el imperio de los que portan el fusil. La ausencia del Estado es el caldo de cultivo de la violencia. La civilidad demanda grandes ejecutores, grandes proyectos y esfuerzos conjuntos de la nación para superar la ausencia del Estado e instaurar su presencia.
Desde el punto de vista dialéctico el proceso de negociación cae en su propia trampa, dado que el dilema no es “paz o guerra” a conseguir tras los acuerdos entre las partes políticas que conduzcan a instaurar el orden y el imperio de la ley. Lo fundamental sería llevar la civilización a las zonas de la periferia donde impera hoy la violencia endémica y la fuerza bruta de las Farc, de otros grupos armados y actores ilegales, que son el gran obstáculo para al desarrollo de tan ricas regiones por medio siglo de crímenes y horror. Ello es imposible en la medida que las Farc sigan teniendo influjo desestabilizador allí, lo mismo que los grupos ilegales.
Lo que requiere esa otra Colombia periférica es inversión mental y espiritual en civilidad, inversión económica nativa y extranjera, grandes y pequeños proyectos de desarrollo. Por ejemplo, la arborización de unos 8 millones de hectáreas; segur un modelo de desarrollo como el del serrado de Brasil, evitando sus errores.
Al estudiar la genealogía de la violencia se observa que, en siglos anteriores a la existencia de la República, las tribus locales luchaban en guerra perpetua y algunas practicaban el canibalismo ritual. Ahora, atrapados por la violencia, son milicianos o soldados e incursionan en la explotación minera ilegal o de los cultivos ilícitos.
Bandazos
El presidente Santos, en el Foro Económico Mundial efectuado en Medellín, advirtió que de no triunfar el plebiscito tiene “información amplísima de que ellos (las Farc) están preparados para volver a la guerra y la guerra urbana, que es más demoledora que la guerra rural".
La afirmación cayó como una bomba sobre el auditorio de inversionistas extranjeros y nacionales, quienes en algunos casos entendieron o les explicaron que se trataba de un recurso retórico con el fin de inducir al voto favorable del plebiscito. Y es la consecuencia de caer en el manido discurso del falso dilema de “paz o guerra”.
Al poco tiempo, en La Habana, las Farc se pronuncian desmintiendo la versión gubernamental al advertir: “que esta guerrilla no volvería a la guerra aunque se diera una victoria del ‘no’ en el plebiscito por la paz”. Entre tanto irrumpe un frente de las Farc que amenaza con seguir la lucha armada. Lo que no debiera sorprender a nadie, en cuanto al transar la ley y acordarse la impunidad, entienden que con el tiempo obtendrán lo suyo de un establecimiento vacilante y aturdido.
Desde épocas pretéritas se tiene claro que una paz mal negociada suele ser antesala de aciagas confrontaciones. Es famoso el levantamiento comunero de 1781 en El Socorro, que puso a temblar a Santa Fe de Bogotá. Levantamiento que se conjura en las cuestionadas capitulaciones de Zipaquirá, que derivan en la fatal decisión de algunos jefes comuneros de seguir en armas, lo que les costó la vida.