La criminalidad de los protectores globales | El Nuevo Siglo
Domingo, 21 de Febrero de 2016

Por Juan Carlos Eastman Arango*

Especial para Flash

 

Una  de las manifestaciones más inquietantes de los tiempos que vivimos es la desigual respuesta que los ciudadanos ofrecen a las difíciles situaciones que de forma creciente los acosan en su vida diaria. Los menos, la denuncian con acciones civiles no violentas y con expresiones electorales de rechazo y censura a políticos profesionales descarados y partidos políticos fosilizados por la ausencia de liderazgo, programas y acciones efectivas frente a la sensibilidad colectiva. Otros, en menor proporción aún, por ahora, optan por acciones violentas y fugas existenciales en colectivos criminales con una variedad de acciones inhumanas que escandalizan y ofenden a la humanidad en su conjunto. Y la mayoría de los ciudadanos se quejan, maldicen, somatizan su inconformidad, pero se muestran escépticos e indiferentes al devenir; resultan más cautivos de los medios de evasión que acompañan la vida social e individual en la actualidad.

En la medida en que la segunda década del siglo XXI avanza, confirmamos nuestra percepción sobre estos tiempos cuyas manifestaciones individuales, sociales y sentidos de vida observamos y confrontamos en diferentes escenarios de la cotidianidad; la década se caracteriza, cada vez más, por las fracturas institucionales, la polarización social, intelectual y política estimulada por la susceptibilidad civilizatoria, la pérdida de confianza colectiva con el perturbador fortalecimiento de la individualidad egoísta y hedonista como pilar de la funcionalidad sistémica, entre otras expresiones más del desorden global.

La nueva cara de la desconfianza global

A la sucesión de golpes de credibilidad institucional y política que hemos conocido, desde lo global a lo nacional y local, que se extienden desde la corrupción más cruda hasta las graves denuncias y violaciones al derecho internacional humanitario, la sociedad global conoció de forma pública, por fin, la conducta fraudulenta y criminal de la FIFA y sus lamentables conexiones con federaciones regionales, que merece una reflexión especial próximamente, así como la espeluznante experiencia bajo la responsabilidad de Naciones Unidas.

 

Esta organización emblemática de los esfuerzos generacionales a favor de la protección, promoción y sostenibilidad de la humanidad, a partir del 24 de octubre de 1945, protagoniza el más reciente asalto a la confianza humana global; su gravedad es inmensa por las responsabilidades humanitarias del personal militar de la organización comprometido: Los Cascos Azules.

Con tristeza reconocemos que el asunto no es nuevo; más indignante aún: desde la década de 1990 se viene denunciando, y su estruendoso eco obligó a la organización a crear una unidad de investigación interna a mediados de la década siguiente.

No desconocemos el sacrificio de algunos efectivos que han fallecido en el cumplimiento de su misión, haciendo honor al compromiso global adquirido con sus protegidos. Cualquier efectivo muerto debería provocar sentimientos de pesar global, como sucedió el pasado 12 de febrero contra Minusma, la Misión de Naciones Unidas en Malí, en el campamento de Kidal, como resultado de un ataque armado que dejó tres muertos y 30 heridos entre los efectivos de la misión. Por lo tanto, los agravios cometidos y denunciados ofenden la honestidad y responsabilidad de dichos muertos y heridos, como la dedicación con la que miles de civiles y militares de 110 países responden a las promesas de Naciones Unidas. En consecuencia, las denuncias no deben ser ignoradas, sí ejemplarmente castigadas, y el modelo revisado.

El expediente manchado

El Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, presentó un informe al respecto, en febrero de 2015, que resultó verdaderamente traumático: abusos y delitos cometidos por miembros de los Cascos Azules contra la población civil que debe proteger, en varias de sus misiones internacionales, en territorios en conflicto, postconflicto y/o en sociedades desechas por desastres naturales generadoras de catástrofes humanitarias.

La vergüenza institucional ha sido expuesta, de nuevo, durante este corto tiempo transcurrido de 2016 (el más reciente, el pasado 16 de febrero), con desigual eco en los medios de comunicación globales, gracias a las denuncias contra integrantes franceses e integrantes asignados por la República Democrática del Congo en la República Centroafricana. Este golpe a la confianza humanitaria, resulta más cruel e inmoral.

Las misiones de Naciones Unidas con sus Cascos Azules solo tienen legitimidad por el espíritu que encarnan: confianza y seguridad frente a la vulnerabilidad extrema de los habitantes abandonados y sobrevivientes en cada región o país. El aprovechamiento canalla y criminal de algunas unidades o individuos, ensuciando los símbolos de Naciones Unidas, tiene un impacto más lesivo que otras formas de corrupción y delincuencia institucional, nacional y global, que acosa a los seres humanos con una frecuencia desmoralizante durante los años transcurridos en este siglo XXI.

El prontuario delictivo recogido por los investigadores nos lastima como seres humanos, nos indigna como ciudadanos. Pero lo más dramático es que desde agosto de 1999, se vienen recogiendo estas denuncias contra los individuos y efectivos nacionales comprometidos. La ONG Save the Children documentó las denuncias en “Nadie a quién recurrir”, en 2008, con base en los testimonios recogidos en los territorios donde adelantaban labores humanitarias, Hoy enfrentamos una duda fundacional extremadamente sensible, que exige un debate abierto y público.

¡Qué golpe mortal a la confianza humanitaria! La explotación sexual de mujeres y de niños y niñas menores de edad, en sociedades destruidas por la violencia política y social, y que les fueron encomendadas a su protección (desde Bosnia hasta la República Centroafricana, pasando por Camboya y Haití y otros países más).

Éstas, y otras acciones criminales denunciadas, obligan seriamente a revisar las misiones de los Cascos Azules de Naciones Unidas. Como sociedad global, hemos sido tolerantes y cínicos con la violencia en varias regiones. Ahora, debemos enfrentar la re-victimización ejecutada en los desastres humanitarios de la política internacional realmente existente.

El 24 de febrero de 2003, la Asamblea General, por medio de su Resolución A/RES/57/129, consagró el 29 de mayo de cada año como el Día Internacional del Personal de Paz de las Naciones Unidas; en una de sus consideraciones, la Asamblea General afirmaba que reconocían “la inapreciable contribución de todos los hombres y mujeres que han prestado servicios y siguen prestando servicios en las operaciones de mantenimiento de la paz de las naciones Unidas”, y recordaba “la concesión del Premio Nobel de la Paz de 1988 a las fuerzas de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas”.

Pues bien: desde mayo de 2015, la conmemoración, manchada por la acumulación de denuncias, ha sido herida de muerte; si en aquella ocasión se encontró con un entorno amargo, fruto de la confrontación con la mayor traición a la confianza colectiva y en contra de presupuestos como los anotados líneas atrás,  la conmemoración que tendremos en tres meses será más frustrante aún, y debería ser confrontada por las organizaciones de la sociedad civil.

Algunos analistas y observadores podrán afirmar que la diversidad de misiones a escala global impide un control efectivo. De igual forma, que la complejidad de su gestión en el terreno, de por sí sembrado de experiencias únicas, cada una de ellas, gracias a la destrucción del tejido social, la precariedad institucional y la extrema vulnerabilidad humana, a un nivel integral, favorece la aparición de casos aislados individuales o de efectivos que, de forma colectiva, desde sus unidades, abusan de sus protegidos, y que ello, tampoco es evitable ni controlable.

Hemos escuchado similares explicaciones, con insoportable frecuencia, para otros casos en varios países y dentro de organizaciones sensibles en lo policial, militar y político. No han sido satisfactorias tampoco para estas experiencias nacionales. Y mucho menos lo son para una misión de tan alta responsabilidad moral como la que nos ha ocupado en esta oportunidad. La complejidad y la diversidad de misiones de paz, la composición de sus unidades y efectivos, por la razón vertebral de su preocupación, exige una capacidad de monitoreo, control y sanción correspondientes con los seres humanos a los que el sistema ha prometido seguridad personal y familiar.

No más impunidad

En consecuencia, las organizaciones civiles deben exigir coherencia a los países miembros de Naciones Unidas, y en los escenarios que correspondan, como en aquellos que sea necesario institucionalizar a la luz de la gravedad de los hechos y de sus impactos deslegitimadores; es urgente impulsar un debate abierto, y a todas luces necesario, sobre la continuidad de los Cascos Azules como los conocemos hasta hoy y sobre las condiciones y privilegios que detentan. Por ejemplo, se debe garantizar que no persista la impunidad por las razones políticas que sean, ni por las personalidades que se vean comprometidas, cuyas responsabilidades se comprueben en los niveles más altos del mando (civil y militar) en dichas misiones.

De ahora en adelante, cualquier anuncio de una nueva misión solo traerá más angustia e incertidumbre a las víctimas de los conflictos humanos y de los desastres naturales; no veríamos a los miembros de los Cascos Azules como garantes, sino como parte de la cadena de “depredadores humanos” que se nutren activamente de la desgracia colectiva. Lo que faltaba a la corrupción e inmoralidad globales: que efectivos de las misiones de paz de las Naciones Unidas formen parte de la escandalosa experiencia degradante de la trata de personas con fines de explotación sexual, un tema de enorme sensibilidad en nuestros días y cuyas proporciones alarmantes, sin distingos de países, no sacuden todavía la conciencia de los ciudadanos en el mundo y alienta un activismo pacífico más vinculante.

De persistir el problema, sería el golpe de gracia a una organización de por sí maniatada por algunos de sus miembros fundadores, limitada en sus instrumentos de acción y atrapada en el laberinto de excepcionales nacionales que insisten en instrumentalizarla en contra de la responsabilidad con la humanidad y a favor de sus intereses y afanes políticos.

*Historiador, Especialista en Geopolítica. Docente e investigador del Departamento de Historia y Geografía, Pontificia Universidad Javeriana.Miembro del CEAAMI (Centro de Estudios de Asia, África y Mundo Islámico) y del CESDAI (Centro de Estudios en Seguridad, Defensa y Asuntos Internacionales).