Los movimientos de los conjurados esa noche nefanda han sido relatados numerosas veces y no viene al caso repetirlos, pero sí vale la pena contrastar la actitud de uno de los implicados y entender su estado de ánimo en el momento
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SE CONOCE por el historiador Restrepo, quien figura en los gabinetes de Bolívar y Santander, que el segundo les confiaba a sus colegas del gobierno que, si el Libertador regresaba de Lima al país, sin permiso del Congreso, estaba dispuesto a enfrentarlo militarmente con la ayuda de los oficiales José María Obando y José Hilario López, antiguos realistas del Cauca que se incorporan a las filas de los independentistas. El comentario no pasa de ser la balandronada de un ingrato corazón, puesto que sabía que frente a un guerrero tan ducho como Bolívar, respaldado por su pueblo, en tal caso un general de gabinete poco podía hacer en el campo de batalla.
Santander, al saber que el Libertador cabalga rumbo a Bogotá, manda colocar de manera visible unos avisos de madera en defensa de la constitución en el camino y en los sitios por los cuales, necesariamente, pasaría el gran hombre. Esa aventura propagandística repugna al caudillo, por lo que el general Herrán le propinó un sablazo a uno de los avisos, y Bolívar no les hizo caso.
Entre las gentes que lo conocían y veían pasar a Bolívar de regreso a Bogotá, montado sobre su soberbio caballo blanco y uniformado, les llamaba la atención que apareciera por primera vez sin bigote y sin largas patillas. Se le veía delgado y sus grandes ojos seguían siendo expresivos, la frente cruzada de arrugas daba cuenta de sus luchas, como la tensión de sus notables inquietudes intelectuales. Presagiaba que el contubernio en Caracas, Bogotá y Quito, entre contratistas, negociantes, burócratas y militares, terminaría por derribar la noción del bien común y atentar contra la unidad nacional, por lo que consideraba que la libertad y fortalecer las instituciones era el mejor antídoto contra los excesos de los caciques que emergían del generalato de la Independencia.
La monarquía había durado tres siglos en el Imperio Español en América, en cuanto defendía el bien común y hacía de árbitro entre los criollos, los peninsulares y los indígenas. Los nuevos gobernantes republicanos confundían sus intereses personales con el poder. Bolívar, en cierta forma, encarnaba y representaba esa autoridad que proviene de la pulcritud y la voluntad de hacer de árbitro entre los gobernados y el nuevo Estado. Él era la unidad misma de la Gran Colombia. Las roscas del poder local, que habían mantenido su influjo desde la Colonia o lo habían adquirido por estar ligados a los libertadores, malquerían a Bolívar, que exigía un manejo pulcro de las arcas estatales. Su ausencia en Lima había fortalecido a los grupúsculos locales de poder, que tendían al personalismo, la rivalidad y la dispersión regional.
“Todo el mundo podía ver a los conjurados que andaban por las calles (muy pocos a altas horas de la noche en la fría y bucólica Bogotá”; González
Santander, destituido de la vicepresidencia, orienta la logia denominada Filológica, en la que se congregan los conspiradores: unos militares con mando medio y otros jóvenes estudiantes del Colegio Mayor de San Bartolomé, cuna del liberalismo ilustrado y fermento de la lucha local por la independencia. La sola presencia del vicepresidente entre los conspiradores le daba rango a las reuniones y lo hacia el centro de las decisiones.
Los movimientos de los conjurados esa noche nefanda han sido relatados numerosas veces y no viene al caso repetirlos, vale la pena contrastar la actitud de uno de los implicados y entender su estado de ánimo, dado que conocemos los móviles. Santander fuera del poder no era nada y sus pupilos del San Bartolomé y sus aliados estaban perdidos sin influjo en la burocracia y el presupuesto. Se trata de ambiciosos y talentosos intelectuales jóvenes del momento.
Florentino González, preso en Charalá, a donde había huido al frustrarse el atentado para salvar la vida de la temible retaliación de los soldados adictos al Libertador. En larga carta pide clemencia al caudillo que trató de eliminar y se declara inocente: “En los precisos momentos que estallaba la revolución del 25 pasado, partí de Bogotá, con el objeto de esperar fuera de Bogotá los resultados de un hecho que tuve noticias por las repetidas cargas de fusil que se oían a las 11 de la noche de aquel día. Por desgracia mi ausencia se ha interpretado siniestramente y aun se me ha puesto en el número de los que asaltaron el palacio con el objeto de quitar la vida a V. E. Desde el momento que una noticia tal llegó a mis oídos, traté de alejarme de un punto que podía peligrar mi existencia en momentos en que las pasiones se hallaban en toda su efervescencia”. Alega su inocencia, a sabiendas que Bolívar está al tanto de su culpabilidad, con la esperanza de obtener clemencia.
Florentino salvó la vida en el juicio por la intervención de Manuelita a su favor y las suplicas de las Ibáñez. Años después, ya muerto hacía más de una década el Libertador, confiesa su complicidad en el atentado de la noche septembrina: “Todo el mundo podía ver a los conjurados que andaban por las calles (muy pocos a altas horas de la noche en la fría y bucólica Bogotá). Entonces dice: “nuestro plan sería descubierto y frustrado; y todos los comprometidos seríamos entregados a la cuchilla del verdugo, o lanzados de nuestra patria, quedando ella privada de un jefe constitucional (Santander) y de los defensores de sus derechos”.
“Más el entusiasmo por la libertad prevaleció sobre el temor -sigue González- y a la 12 de la noche fue asaltado el palacio de Bolívar y el cuartel del batallón Vargas. Doce ciudadanos unidos a veinticinco soldados, al mando del coronel Carujo (venezolano) fuimos destinados a forzar la entrada de palacio, y coger vivo o muerto a Bolívar”. Iba con nosotros don Agustín Hormet, de origen francés, quien fue el primero que, arrojándose a la puerta de palacio, hirió mortalmente al centinela y franqueó el paso de los que le acompañábamos”.
“Cuando nos hallábamos en posesión de palacio, y era preciso penetrar hasta el dormitorio de Bolívar. Subí primero la escalera, y, con riesgo de mi vida, desarmé al centinela del corredor alto, sin herirlo. Quedó libre el paso, y seguimos a forzar las puertas que conducían al cuarto de Bolívar”.
“Cuando habíamos forzado las primeras puertas salió a nuestro encuentro, en la oscuridad, y desvestido, el teniente Ibarra, al quien uno de los conjurados le descargó un golpe de sable en el brazo, creyendo que era Bolívar. Iba a secundar el golpe, pero Ibarra gritó, y yo detuve al agresor”, dicen los documentos de Blanco y Aizpurúa. No queda duda que se querían eliminar al Libertador, a sabiendas que éste no se rendiría, al que esa noche salvó la sangre fría y el valor de Manuelita la bella, que ganó tiempo y enfrentó a los agresores, mientras su hombre intentaba salvar la vida lanzándose por una ventana del balcón. Quizá para la gloria del Libertador y la historia de la infamia, habría sido mejor caer luchando en Bogotá, que perecer de muerte natural agobiado físicamente por la tisis que contrajo la noche nefanda y moralmente por las traiciones en Santa Marta.
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