La Carta del 91: 25 años en medio del debate | El Nuevo Siglo
Domingo, 5 de Junio de 2016
En un mes la Constitución de 1991 cumplirá su primer cuarto de siglo y es claro que debe hacerse un corte de cuentas en cuanto a cuál ha sido su evolución y efectividad como la norma superior que rige en Colombia las relaciones entre el Estado y sus habitantes.
 
Un corte de cuentas que, coincidencialmente, se empieza a hacer en momentos en que las controversias en torno a la supremacía constitucional están a la orden del día así como el papel de la Corte Constitucional como su principal guardiana y salvaguarda.
 
Esta semana, por ejemplo, ese alto tribunal dejó sin piso gran parte del eje judicial de la llamada “reforma al equilibrio de poderes”, que cuando fue aprobada en el Congreso, a mediados del año pasado, fue presentada como la modificación de mayor alcance a la Carta en sus, entonces, 24 años de existencia.
 
Y no era para menos, ya que ese acto legislativo 02 de 2015 no sólo introducía la mayor reforma el esquema de gobierno de la Rama Judicial –tras muchos intentos que fracasaron en el Congreso o fueron declarados inexequibles por la propia Corte a lo largo de más de dos décadas-, sino que acababa de tajo con la que era considerada la reforma de mayor impacto en el ordenamiento constitucional en toda la historia de la Carta del 91: la reelección presidencial consecutiva.
 
Si bien es cierto que la eliminación de esta figura, que modificó desde 2006 todo el sistema de pesos y contrapesos institucionales así como el equilibrio entre las tres ramas del  poder público, fue avalada por la Corte, la mayoría de los cambios en el sistema judicial, empezando por la intención de acabar con el Consejo Superior de la Judicatura, fueron declarados inexequibles con base en un argumento que –muy acorde con este análisis de los 25 años de la Carta- concluyó el Congreso incurrió en una “sustitución parcial de la Constitución” pues afectó los principios de separación de poderes, autonomía e independencia judiciales.
 
Esa misma tesis de la “sustitución constitucional” fue la que en su momento sirvió para cerrarle el paso a un referendo que pretendía abrirle vía a una segunda reelección de Álvaro Uribe.
 
De otro lado, también esta semana, el Congreso aprobó -falta sólo la instancia de conciliación- el llamado “acto legislativo para la paz” que tiene como objetivo fijar los instrumentos para implementar todas las reformas legales, estatutarias y constitucionales que se deriven de un eventual acuerdo final de paz entre el Gobierno y las Farc, en La Habana.
 
La supremacía constitucional estuvo en el centro del debate a este acto legislativo, no sólo porque uno de sus artículos establece que mediante ley aprobatoria se elevará “al bloque de constitucionalidad” todo el acuerdo con la guerrilla (si llega a ser refrendado popularmente) sino que ese mismo pacto se elevará a “acuerdo especial” a la luz de los Convenios de Ginebra, lo que abrió la polémica en torno a si al tener dicho estatus internacional podría ser superior e imperante sobre la legislación interna colombiana.
 
Y, como si fuera poco, el argumento jurisprudencial de este fallo ha prendido las alarmas y el debate entre los partidarios y los contradictores de la ley de convocatoria del llamado “plebiscito por la paz”, ya que los segundos advierten que la reforma al umbral y el darle carácter vinculatorio al mismo también podría configurar una eventual “sustitución de la Constitución”, pues el Congreso se habría extralimitado en sus funciones al modificar en forma tan sustancial la naturaleza misma de los mecanismos de participación ciudadana.
 
¿Tratado de paz?
 
Paradójicamente esos hechos esta semana en torno a la supremacía constitucional alimentaron aún más el debate de fondo sobre la vigencia y el rol de la Carta del 91, 25 años después de promulgada. 
 
Son tres los elementos de esa discusión. El primero se refiere a si la Constitución vigente cumplió con el objetivo primario señalado en su promulgación hace un cuarto de siglo: ser un tratado de paz.
 
Es claro que a la luz de un país que en las últimas dos décadas y media ha vivido un cruento periodo de conflicto armado, en el que se han cruzado toda clase de violencias, la Carta no aclimató la paz entre los colombianos. 
 
De allí, entonces, que exista una controversia entre quienes consideran que la Constitución ha servido, precisamente, como barrera de contención a los intentos de los violentos (que cooptaron el Estado en muchos de sus niveles) de querer ‘constitucionalizar’ esquemas de impunidad a sus delitos, para blindarse ante la justicia interna y externa. 
 
En ese orden de ideas, por ejemplo, se trae a colación que ha sido la propia Carta y la labor de la Corte como su intérprete y salvaguarda, la que frenó las gabelas políticas y judiciales que el Congreso aprobó a los grupos paramilitares a través de la Ley de Justicia y Paz. También fue esa misma Corte la que ha dado marco a los procesos de paz con las guerrillas, indicando que las negociaciones políticas tienen unos límites de institucionalidad y justicia que no se pueden desbordar en aras de acabar la guerra. También es esa misma Carta del 91 la que, desde 1997, autoriza la extradición como principal arma contra los carteles del narcotráfico que a punta de terrorismo y corrupción gubernamental al más alto nivel, trataron de ‘blindarse’ y convertir al país en una especie de ‘narco-estado’.
 
Por esta clase de hechos es que muchos son partidarios de la tesis de que la Constitución es la que garantiza que cualquier acuerdo de paz (pasado, presente o futuro) no viole ni subordine los principios institucionales más importantes y sagrados. Y, por lo mismo, consideran que la Corte no sólo puede sino que debe frenar todo aquello que este gobierno pacte con las guerrillas que sea claramente violatorio del orden constitucional establecido, que es base de todo el sistema democrático. 
 
Pero en la otra orilla están quienes consideran que la Carta del 91 no cumplió con su cometido de ser el instrumento normativo que debía llevar a que se acabara el conflicto armado interno y se estableciera la paz.
 
En ese orden de ideas, son partidarios de reformar la Constitución en todos los órdenes que sean necesarios (incluidas las llamadas columnas axiales, vertebrales o pétreas) para que se pueda hacer efectivo el “derecho a la paz”, contemplado en su artículo 22.
 
En otras palabras, que el ordenamiento constitucional vigente no puede ser un obstáculo para implementar los acuerdos de paz, y que es la Carta la que debe acomodarse y adecuarse a éstos, y no al revés.
 
Esa tesis tiene su aplicación práctica, precisamente, en que en el proyecto de acto legislativo que se aprobó esta semana no solo se esté elevando a “bloque de constitucionalidad” todo el acuerdo final de paz con las Farc, sino que se limita el papel de la Corte en la revisión de todas las leyes y reformas que se aprueben para implementarlo.
 
Es más, no son pocas las voces que consideran que si la ciudadanía llegara a aprobar en las urnas el acuerdo de paz, ese mandato popular estaría por encima de la jurisprudencia constitucional sobre qué tanta justicia e institucionalidad se puede sacrificar a cambio de alcanzar la paz. 
 
Como se ve, un debate de estas características a 25 años de vigencia de la Carta del 91, que fue expedida como “un tratado de paz”, tiene grandes implicaciones para el presente y futuro del país.
 
Escala de derechos 
 
Un segundo elemento de análisis sobre lo que han sido estos 25 años de la Constitución gira en torno a su efectividad como marco normativo para el cumplimiento de los derechos de la ciudadanía.
 
Un debate que no hay día en que no se ponga sobre la mesa en un país en donde el sistema de salud arrastra graves falencias, pese a que este derecho fue elevado por una ley estatutaria a la categoría de fundamental. Un país en donde hay un constante pulso por el derecho a un ambiente sano y las actividades productivas que se adelantan en el país, como quedó en evidencia en dos recientes fallos de la misma Corte Constitucional que, de un lado, prohibieron la minería en zonas de páramo y, de otro, dieron potestad a los alcaldes y gobernadores para vetarla, en sus Planes de Ordenamiento Territorial, en determinadas áreas de especial importancia ambiental. Un país en el que no hay mes en que los derechos individuales y colectivos no entren en controversia, como ocurrió semanas atrás con un fallo que prácticamente dejó sin piso la limitación legal a la dosis personal de estupefacientes. Un país en el que la prevalencia de los derechos siempre está en el ojo del huracán, como se deriva de los fallos que permiten la eutanasia, la despenalización del aborto en tres circunstancias específicas, la adopción de menores por parte de parejas del mismo sexo, el matrimonio homosexual y otros… 
 
En todas esas circunstancias, los partidarios y contradictores siempre sustentan sus respectivas tesis en su particular interpretación de la prevalencia de los derechos fundamentales y los de otras categorías. 
Para algunos, la Carta del 91 es muy garantista y amplia en materia de derechos, pero para otros es una “constitución para ángeles”, en donde mucho de sus mandatos se quedaron apenas en el papel, sin desarrollo ni aplicación real alguna. 
 
Un pulso en el que la Constitución está en el centro del debate, no sólo por la forma en que Corte ha entrado a suplir con sus fallos y jurisprudencias los que considera desequilibrios en algunos derechos, sino porque el Congreso, que tiene origen popular y tiene un poder constituyente derivado, muchas veces ha quedado como convidado de piedra en esas definiciones, ya sea porque no legisla al respecto o porque, habiéndolo hecho, sus leyes y actos legislativos se caen en las altas Cortes judiciales.
 
Reformitis aguda
 
Un tercer flanco de este primer acercamiento al análisis constitucional se da, precisamente, respecto a si una Carta que tiene en 25 años más de 40 reformas de distinta índole, mantiene la coherencia normativa que le debe ser inherente.
 
En la legislatura que termina, por ejemplo, fueron más de diez los proyectos de acto legislativo que se tramitaron, aunque al final sólo parece que saldrá avante el relativo a los mecanismos de implementación de un eventual proceso de paz.
 
Para no pocos juristas, la que han dado en llamar “reformitis aguda” constitucional se ha convertido en un verdadero problema en Colombia, pues da la impresión de que modificar la Carta es un asunto de mero trámite, como ocurrió con la eliminación en 2004 del artículo que prohibía la reelección presidencial consecutiva. Se cambió, en medio de un escándalo de sobornos y corrupción que luego se bautizó como “yidispolítica”, el “articulito” respectivo pero no se generó un marco constitucional y legal apropiado, por lo que esa figura descuadernó todo el sistema de pesos y contrapesos institucionales y rompió el equilibrio de poderes, circunstancia que se mantuvo por 11 años, hasta que se volvió a prohibir, en 2015.  
 
Es, precisamente, por ello que a cada tanto surge el debate sobre si en Colombia se requiere una nueva asamblea nacional constituyente que formule otra Carta. Unos consideran que sí es necesaria para superar cuellos de botella que no se han podido resolver por la vía reglamentaria, legal ni por los actos legislativos, como es el caso de las falencias en la Rama Judicial. Otros, por el contrario, advierten que una asamblea de estas características se sabe dónde comienza pero no dónde termina, por lo que al acudir a ella podría terminar siendo peor el remedio que la enfermedad.
 
Y ahora, en el marco de los procesos de paz, el debate en torno a si es necesaria su convocatoria como mecanismo de refrendación e implementación de los eventuales acuerdos, no hay día en que no se ponga sobre la mesa, tanto en Colombia como en La Habana.
 
Como se ve, a 25 años de la promulgación de la Carta de 1991 los debates en torno a su vigencia y efectividad  son de alto calado. Por lo menos así lo evidencia esta primera aproximación que sirve apenas de abrebocas a un análisis más profundo y detallado que EL NUEVO SIGLO arranca desde hoy.