Es particularmente difícil establecer un análisis rápido de fuerzas políticas enfrentadas, cuando aparte de los componentes económicos y sociales, los conflictos se enraízan en procesos históricos de larga data. Esas dinámicas son complejas y por lo general -como es el caso de países orientales- dan muestras de estar añejadas y saturadas de creencias religiosas y posiciones dominantes de grupos de poder político tradicional. La complejidad se ve incrementada cuando a esos escenarios se vinculan actores de potencias extranjeras, lo que es especialmente evidente en el caso de Yemen.
Como se recuerda, en este país no sólo opera la división entre chiitas y sunitas, se trata de enfrentamientos de grupos internos que se vieron estimulados a partir de la denominada “primavera árabe”. Es el choque entre quienes van por el mantenimiento de cauces autoritarios y quienes tratan de que la sociedad siga derroteros más democráticos.
No obstante, fue a partir de fines de 2014 y principios de 2015, que la confrontación alcanzó nuevas cotas de ataques sangrientos, donde fue apareciendo la presencia de Arabia Saudita por un lado -con el apoyo de Estados Unidos- y por el otro, lo que parece ser el respaldo de Irán -situación que este último país ha negado de manera reiterativa.
Lo cierto es que en Yemen se desarrolla, imparablemente, una tragedia que en medio de la lógica de muerte, establece un doble estándar en la consideración de las noticias. Se le otorga mayor valor y se publicita con más estruendo una consecuencia de importantes repercusiones económicas, que las vidas humanas, que las lacerantes tragedias que, como en el caso de Yemen, parecen ser dramas olvidados.
La situación comparativa está a la mano. Fue a mediados de septiembre cuando se produjo un ataque atribuido a drones, en los complejos de producción petrolera de Arabia Saudita. Veamos primero este incidente, que es desde luego y a todas luces, condenable.
En un primer momento se habló de que el ataque se había llevado a cabo con 18 drones y siete misiles. Que los mismos habían destruido la mitad de la capacidad petrolera de Arabia Saudita. Se señaló con entusiasmo desbordado que el mundo debía prepararse para lo peor, para un incremento sin precedentes del petróleo, dado que se había comprometido una pérdida de 5.7 millones de barriles de crudo por día. Que se causaría “la mayor interrupción de petróleo de la historia”.
Lo que efectivamente ocurrió fue un alza de 14 por ciento del precio del petróleo. Como parte de todo ese contexto, Pompeo, el jefe de la diplomacia actual en Washington, no dudó en declarar que se trataba de “un ataque sin precedentes contra el suministro de energía del mundo. Se trataba de un acto de guerra”, para luego agregar sin mayores remilgos: “el comportamiento amenazante del régimen iraní no será tolerado”.
Sin embargo, y este es el punto a destacar, véanse los dobles estándares. Se tuvo un daño económico indiscutible y vergonzoso, pero este hecho no reportó prácticamente víctimas, ni un muerto, ni heridos. Es más, para el miércoles siguiente, el Ministro de Energía de Arabia Saudita puntualizaba que la mitad de la producción petrolera que había sido dañada, se había recuperado. Reiteraba que la capacidad plena de las plantas atacadas se reestablecería por completo para fines de mes.
Por el otro lado, en función de la consideración humana, social, de vidas de inocentes, las cosas son discretas, anónimas, para decirlo con cortesía. Naciones Unidas ha declarado que Yemen se encuentra al borde de una hambruna devastadora, que podría afectar desde ya a 14 millones de personas. Esta misma organización señala que en este torturado país se está llevando a cabo el “peor desastre humanitario causado por el hombre”.
Organizaciones de servicio social, como Save the Children, estima que unos 85,000 niños menores de cinco años han muerto en los pasados tres años como producto de malnutrición aguda. Se calcula que más de 6,800 civiles han perecido y al menos 10,700 han resultado heridos desde marzo de 2015, según registros de Naciones Unidas.
Es evidente: las armas están matando niños en Yemen, también mueren por condiciones de desnutrición, de salud. Pero es claro que sólo cuando explota una refinería es cuando la noticia salta a los titulares de la gran prensa extranjera. Los otros, los miles de muertos, la realidad de la tragedia diaria de Yemen parecen no importar. Los muertos de allí son pobres, se mueren como se mueren los árboles en los bosques de las montañas: en silencio. Sin que para ellos parecieran existir dolientes.
En este punto debemos insistir. Toda la ciencia, la tecnología, los avances en el conocimiento, la instalación y funcionamiento de instituciones –que para el Siglo XXI ha costado literalmente océanos de sangre en construir- son medios. El fin es la dignidad de la persona humana con sus proyectos de vida. De vidas útiles, fructíferas y plenas.
No son sólo palabras, sino importantes conceptos que siempre esperan vivencias, reales. Por supuesto que ante esto siempre existirán las posiciones del “cinismo degradado” -dado que la escuela de los cínicos era una posición filosófica entre los griegos-. Sí, de conformidad con ese cinismo degradado se dirá que “así es la vida”, que “el hombre siempre ha sido violento desde que Caín mató a Abel” y otras menudencias de baja monta.
Por supuesto que eso no debe ser válido como criterio orientador de vida. De vida tanto personal como social. El investigador Anthony Harwood se pregunta: “¿Dónde están las condenas cuando los misiles matan a niños que van en buses a la escuela? ¿Cómo manifestamos ese genuino ultraje a la vida humana? ¿A dónde se dirige el mundo cuando una sacudida en los mercados petroleros se considera mucho más importante que miles de mujeres, hombres y niños asesinados mientras transcurrían en sus vidas cotidianas?”.