Ucrania: la primera guerra global, más no mundial | El Nuevo Siglo
Anadolu
Lunes, 8 de Agosto de 2022
Andrés Molano

Por Andrés Molano-Rojas*

Colaborador de EL NUEVO SIGLO
 

Han transcurrido 167 días desde el inicio de la “operación militar especial” -un eufemismo acuñado por el presidente Vladimir Putin para lo que no es, ni más ni menos, que una guerra de agresión desplegada por Rusia contra Ucrania.  Al menos por ahora, no es una guerra mundial, lo que no le resta importancia ni gravedad.  Pero bien podría decirse que es, por su gravedad, trascendencia y sobre todo por sus implicaciones, una guerra global.

Para empezar, con su “operación militar especial”, Rusia ha desafiado principios fundamentales del orden global.  Esas que el padre del realismo, Hans Morgenthau, calificaba incluso de “precondición lógica de la existencia del sistema multiestatal”. 

Principios como la soberanía, la integridad territorial, la proscripción del uso o la amenaza del uso de la fuerza, y otro, no menos cardinal:  el de la libertad de asociación entre Estados.  Los malabares del Kremlin para justificar lo injustificable, ‘torturando’ el derecho internacional para hacerlo decir lo que no quiere, han acabado siendo, más bien, una desvergonzada confesión de parte.

Por otro lado, la invasión a Ucrania ha activado, en una forma sin precedentes la intervención de no pocas instituciones internacionales. El Consejo de Seguridad, por supuesto, y a despecho del veto ruso. La Asamblea General de la ONU, convocada a un período extraordinario de sesiones de emergencia. La Corte Internacional de Justicia, que ordenó expresamente a la Federación Rusa “la suspensión inmediata” de sus operaciones militares en territorio ucraniano.  La Corte Penal Internacional, por iniciativa del fiscal Kahn, refrendada posteriormente por 40 Estados. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos.  Incluso, la OEA, cuyo Consejo Permanente suspendió a Rusia como miembro observador.

De la “globalización” de la guerra en Ucrania da cuenta también el hecho de que virtualmente ningún Estado del mundo ha dejado de asumir alguna posición ante el conflicto. China, ni que decir tiene. O Turquía, India o Israel.  Algunos (por ejemplo, en América Latina), recurriendo a un complicado equilibrismo.

Micronesia rompió relaciones con Rusia, desde el podio de Naciones Unidas y sin ahorrar calificativos.  Colombia apoyó la sesión de emergencia de esa organización, suscribió la remisión de la situación en Ucrania a la CPI, y el propio presidente Iván Duque (hoy expresidente) -pidió durante la comparecencia periódica de Colombia ante el Consejo de Seguridad en seguimiento a la implementación del acuerdo para la terminación del conflicto con las Farc-, que “no se hable de paz por quienes están hoy sembrando la guerra y la desolación”.



Esta guerra ha exacerbado, además, un variopinto conjunto de “emociones globales”, incluso contradictorias: de apoyo al pueblo ucraniano, de rusofobia tanto como de rusofilia, de pacifismo bien y mal intencionado, de renovada eurofilia y trasnochado anti-occidentalismo. Por no hablar de los sentimientos nacionalistas, agudizados sobre todo en los Estados que ven en la suerte de Ucrania un reflejo de la que quizás hubiera podido ser (o podría ser) la suya propia; pero también, y con qué intensidad, en las partes directamente involucradas.

El colofón lo pone el hecho de que la invasión rusa ha puesto al mundo ante la más cruda evidencia de que la guerra no sólo sigue siendo el hecho (y el dato) más importante de la política internacional, sino que puede desencadenar una verdadera avalancha de riesgos globales geopolíticos, obviamente: del que suponen las armas de destrucción masiva hasta la confrontación geoeconómica y la fractura de las relaciones interestatales. Pero también económicos (la posibilidad de una crisis de deuda en una economía principal, el agravamiento generalizado de la inestabilidad de precios, la disrupción severa en el acceso a materias primas).

También societales, como los flujos de migración involuntaria a gran escala o una crisis alimentaria (con graves repercusiones, además, para la estabilidad política y social de no pocas naciones). Tecnológicos, al visibilizar no sólo los efectos adversos de las nuevas tecnologías, sino también la fragilidad de los sistemas de ciberseguridad. Y ambientales, como los que pudieran derivarse de los daños antropogénicos provocados al fragor de la contienda, o el retraso (e involución) de la adaptación al cambio climático como consecuencia -entre otras cosas- del impacto de la guerra en la geopolítica de la energía.

Con esta perspectiva, que la guerra en Ucrania no sea una guerra mundial parece un magro consuelo. Y parece también una advertencia que, como aquellas de Casandra, algunos dan la impresión de querer ignorar.

*Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario y catedrático de la Academia Diplomática Augusto Ramírez Ocampo