Hace poco se han cumplido ya, quien lo dijera, ocho años de crueldad en Siria. Una brutalidad que ha ido acompañada durante todo este tiempo, de desproporcionadas complejidades agitándose en la naturaleza del conflicto -cuyas raíces no escapan como parte de su historia- a siglos de desavenencias, cruentas rencillas y altercados. Lo que ahora vemos en el escenario ensangrentado, son los impactos de vinagres que se han tomado todo su tiempo para estar terriblemente añejados y desembocar en odios y tragedias cotidianas.
A factores asociados a la actual desventura siria, se suman los intereses de las potencias mundiales en la disputada zona, y la presencia, como un auténtico avispero, de por lo menos siete grupos que combaten entre ellos, además del respaldo armado -directo e indirecto- que se tiene de actores externos, lo que se mencionaba de las potencias, fundamentalmente Estados Unidos, Irán, Israel y Rusia. Ello conforma la dinámica de un laberinto tan impredecible como implacablemente cruel, en particular con la población civil.
Fue hace ocho años, cuando el régimen de Bashar Al Asad (1965 -) reprimió con total dureza, sin ningún remilgo, una manifestación que tuvo lugar en la ciudad de Daraa, el 15 de marzo de 2011. Se trataba de civiles ejerciendo un derecho elemental en una sociedad democrática, en una población situada muy cerca de Jordania –a 13 kilómetros al norte de este último país- y a unos 100 kilómetros al sur de Damasco, la capital de Siria.
No es de olvidar, que en especial de 2011 a 2013, se tuvo en las naciones de Medio Oriente y el Norte de África, la influencia de la denominada Primavera Árabe. La misma, se había iniciado con un elemento detonante específico. La conmoción del mundo árabe había aflorado el 17 de diciembre de 2010 en la ciudad de Túnez, cuando un joven vendedor de frutas, con su puesto de venta en la calle, fue despojado de pertenencias y dinero. Se trataba de Mohamed Bouazizi quien en protesta, se suicidó prendiéndose fuego.
En Siria también hubo grupos que pensaron que se podían deshacer de un régimen autoritario en medio de encrespados procesos mediante los cuales se ha desarrollado el país. Es de recordarlo, así sea de paso. Se proclamó república en 1946. En 1973 se adoptó mediante referéndum la Constitución que establecía que Siria era una República democrática, popular y socialista, que estaba fundamentada en los principios de libertad religiosa, igualdad ante la ley y derecho a la propiedad privada.
Hasta allí lo poético en el papel. No debe olvidarse que las raíces del autoritarismo y la represión en Siria se han arraigado profundamente.
El 13 de noviembre de 1970 se produjo un golpe de estado que llevó al poder a Hafez Al Asad, quien gobernó el país durante 30 años, hasta que murió, el 10 de junio de 2000, fecha en la cual tomó el gobierno su hijo, y actual presidente, Bashar Al Asad.
Bueno, en algo se habrán ahorrado recursos los sirios, quizá en papel para elecciones presidenciales. Aunque es de resaltar que en esos tiempos de 2000, se realizó un referéndum en el cual, con una participación ciudadana del 94 por ciento, el actual gobernante se hizo con un 99.7 por ciento de aprobación a fin de quedarse con el poder ejercido por su padre. Por supuesto que estos números surgen de fuentes oficiales.
Es evidente que la tragedia siria ha sido nutrida por intereses cambiantes y enconados de varias partes. No sólo las luchas de chiítas y suníes, también la presencia política de los cristianos –aunque percibida como marginal- la participación de los kurdos, de los yihadistas, y de las ya mencionadas potencias mundiales.
La lógica de guerra que se ha impuesto ha dejado una tragedia que como una profunda herida abierta, será muy difícil de ir superando. Siria cada vez menos, si es que en algo, se parece al país de 2011. Hay más de 370,000 muertos, además de casi 100,00 personas desaparecidas; se estima que 12 millones de ciudadanos, de un total de 30 millones de habitantes en el país, han tenido que abandonar sus hogares. La destrucción se ha impuesto por doquier. Una de cada tres casas estaría inservible según reporta El País, desde España.
Es cierto que Rusia está teniendo una presencia notable en la región y que en Siria ha impuesto sus propias normativas. Las tropas dirigidas desde Moscú, que apoyan a Al Asad, el actual mandatario, ven abrirse oportunidades producto de dos razones fundamentales.
Por una parte Trump, quien continúa su retirada y se parapeta en Washington. El mandatario actual en la Casa Blanca tiene suficientes problemas en el frente interno como para abrir nuevos procesos que desgasten aún más su mermado liderazgo.
Por otra parte, Rusia no ha perdido la iniciativa y se ha embarcado en una política beligerante en todo un corredor que conectaría Siria con Irán, Turquía, y más al norte con Crimea y el oriente de Ucrania. Es claro que los intereses petroleros y de energía en general de la región siria convencen al Kremlin de que alentar los esfuerzos bélicos en esta región, son inversiones que bien podrían madurar en el medio y largo plazo.
En este juego de suma cero -ante la retirada polémica producto de las pocas claridades imperantes en Washington- Rusia y China llegan a acuerdos con otras potencias de la región del cercano oriente. Este posicionamiento también fortalece la presencia de Rusia ante una Europa aletargada que se ve forzada a darle prioridad a sus propios problemas, en particular con la dinámica incierta y el laberinto en que se ha transformado el “brexit”.
Es difícil prever una salida en Siria y la región aledaña. Terriblemente, mientras Siria y otros países ponen los muertos, los gobernantes como casi siempre ocurre, negocian con los mercaderes de armas. Ellos tienen beneficios y utilidades. Ellos se aseguran así, el engrosamiento de sus chequeras, además del creciente nivel de sus activos en los mercados bursátiles.
(*) Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor de la Escuela de Administración de la de la Universidad del Rosario.