RECUERDO haber leído algunas noticias desde fines de los setentas sobre la región del Sahel. Una amplia franja de tierra de más de 5,200 kilómetros de extensión, ubicada en el Sahara y que conecta en África las regiones occidentales del Atlántico hasta el Mar Rojo. Por acción de los vientos alisios, su aridez es afectada por los climas un poco más benignos del sur de la sabana africana más tendiente al litoral Atlántico por el lado del Golfo de Guinea, en la que se ubican países como Ghana, Benín, Costa de Marfil y Nigeria.
Eran tiempos en los cuales aún ciertas noticias se ocupaban tanto el hambre del África como de las condicionantes del subdesarrollo del sur asiático, y las dinámicas trágicas y desgraciadamente cotidianas, de países que, como Bangladesh, se debatían -y todavía lo hacen- entre crisis sin descensos, con hambrunas, represión y escenarios de desesperanza.
Esas realidades eran, repito, aún noticia. Ahora el olvido y la indiferencia hacia esas condicionantes se han abierto paso entre estas tempestades diarias que nos trae la pandemia, el Gran Confinamiento de 2020. Esta dinámica que enfrentamos ahora nos empuja muchas veces a salvatajes individuales y en ocasiones a acentuar los nacionalismos.
Todo esto ocurre desde una Europa que apuesta sus recursos y esperanzas a fin de fortalecer sus instituciones. Se buscan soluciones sostenibles, aunque costosas. También esto opera desde centros asiáticos con la ventaja de la tecnología y la disciplina. Pero en el otro extremo tenemos situaciones en las cuales las cegueras guían las locuras que las apoyan. Esperpénticas condiciones que se traducen en muertes y prepotencias banales. Las ilustraciones se pueden señalar generalizadamente.
En las condiciones del contexto actual, las vicisitudes en África también se imponen. Nos afecta el colosal tsunami de la pandemia golpeando sin misericordia y sin pausas. Increíblemente vemos escenarios absolutamente impredecibles hace tan sólo tres meses. Magnitudes que no imaginábamos. Allí está la potencia planetaria de Estados Unidos, arrodillada ante el Covid-19, con sus 100,000 muertos en tan sólo tres meses. Y los números siguen aumentando. Pero muchos de los ciudadanos quizá no se han enterado. Allí está el Brasil naufragando ante el Covid-19, al igual que otros ejemplos de ineptitudes, tales los casos de Nicaragua, Ecuador, México o Venezuela. Hasta aquí el contexto.
El punto por destacar es que mientras estamos con nuestras agonías -con sobrada razón- en la zona del Sahel y al sur de esta región se imponen condiciones nuevamente críticas, ahora exacerbadas, como hambre, desplazamientos y represiones trágicas. A ello hay que agregar que en toda esa zona se está expandiendo una variopinta composición de grupos yihadistas.
Desde Europa, se hacen públicos pronunciamientos de agencias que operan localmente en África, además de declaraciones entre las que destaca la del presidente de Togo, Faure Gnassingbé. Crecientemente, las evidencias se enfocan en la presencia de grupos yihadistas que, como ha sido tradición, imponen su ley, costumbres y dictados. Con ello colocan más clavos al ataúd de las ya de por sí, precarias instituciones de estos países.
Tal y como lo ha documentado el investigador José Naranjo, era ya reconocido que la operación de los grupos yihadistas se centraba en el Sahel central, en particular en los países de Malí, Níger y Burkina Faso. Se trata de países que tuvieron la influencia de la colonización francesa y que son, en cierta forma, sujetos de ayudas y tutelajes desde París.
También existen nexos en materia de seguridad. Una muestra de ello fue la intervención militar francesa, con respaldo de la ONU, en Malí, en enero de 2013, ordenada por el entonces presidente francés François Hollande. La operación “Serbal” contra el yihadismo.
En las condiciones actuales, los yihadistas han establecido y están consolidando nuevas presencias en al menos cuatro países del Golfo de Guinea: Costa de Marfil, Ghana, Togo y Benín. Los grupos armados radicalizados que operan estarían vinculados con dos organizaciones islamistas.
Por una parte, la denominada Ansarul Islam (de nexos con Al Qaeda) y por otro lado, el Estado Islámico del Gran Sahara (que se relaciona más con la organización de Estado Islámico, ISIS por sus siglas en inglés). Esta última agrupación, como se sabe, se relaciona con el no consolidado intento de formar un Califato en Irak.
Es la penetración en las áreas del norte de los países, que por el sur conectan con el litoral atlántico de África, lo que estaría asegurando un control territorial de estos grupos. Ello se traduce en refugios, amplias regiones utilizadas como santuarios, pero también en medios de financiación y de aprovisionamiento. En todo esto, la pobreza y la débil presencia, por no decir ausencia, de las instituciones, favorece el accionar de estos grupos.
En medio de estas condicionantes, los países se ven asediados con la amenaza de procesos de “balcanización”. Es decir, de constitución de regiones dentro de sus territorios en donde no prevalece la acción hegemónica de fuerzas de seguridad legítimas por parte del Estado, sino de entidades paramilitares, al margen de la ley.
La cohesión e identidad corporativa de estos grupos es alta: se trata de fundamentalismos religiosos que brindan sentido integral de vida. Se imponen las consignas. Seres que no dudan en infringir muerte y tragedia con tal de alcanzar sus fines. Como sucede con los violentos: poseen una enraizada y añeja ignorancia a prueba de toda racionalidad. Sólo la prepotencia supera sus limitaciones mentales. Jamás reconocen errores. Miran siempre con los ojos de los que no dudan nunca.
* Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la U. del Rosario