NO PASA un solo día sin que se pronuncie populismo. Una palabra que invade las páginas de los medios, las frases barrocas de los políticos (siempre adornadas de muletillas) o los interminables debates en la academia. Han pasado cuatro años de gobierno del supuesto máximo exponente populista, Donald Trump, y aún no se sabe qué es ser populista. Pero, como si fuera inevitable, se usa el término siempre, cotidianamente.
Es difícil comprender qué es el populismo; parece un término a punto de convertirse en algo incompresible. Hace 50 años algunos pensadores lo intentaron definir en el London School of Economics, en un evento que buscaba aclarar las ideas iniciales que presentaron Lunescu y Gellner, los primeros en pensar en él.
Para todos fue más claro concluir qué no era populismo antes de darle pie y significado a esta populosa palabra. Y así han pasado las décadas: se usa mucho el término, sin embargo, no se entiende.
Por su uso permanente, el populismo ha sido equiparado con el fascismo. Oír en esos debates subidos de tono que alguien llame a su contradictor “fascista” y, minutos después, “populista”, es común. Este juego de palabras, atractivo pese a su cacofonía, esconde una secuencia insospechadamente arbitraria. Hay una misma raíz política, pero es como si se equiparar a las religiones judeocristianas por su origen. Un despropósito.
Hace poco asistí a un conversatorio sobre populismo. En vez de salir con alguna idea, terminé, después del café, confirmando lo que un profesor asistente había dicho: es un concepto disoluto. Sin embargo, no me resigné a ello. Pese a que un estudioso del tema llamó a la unión “para dejar de usar el término”, Jan Zielonka, opté por entender, antes que sus formas o ideas, lo que no es.
Populista se le puede decir al político que equipara todo para volver más rimbombante sus frases, pero no es fascista. Pero es que en el campo de lo retórico todo vale, basta con ver algunas declaraciones. En 2017, el Kremlin llamó “golpe fascista” a la victoria de un gobierno, sí popular, pero alejado de cualquier atisbo fascista. Tres años más tarde, como de costumbre, Recep Tayyip Erdogan describió a la Unión Europea (UE) como una organización “fascista”. Obviamente Nicolás Maduro, en todo este tiempo, ha llamado a la oposición venezolana igual: “facha”.
Unos han equiparado fascismo con populismo, entonces la UE, el gobierno de Ucrania y la oposición venezolana, son populistas. En realidad, no son ni lo uno ni lo otro. Preguntarse qué no son y cuáles son sus relaciones puede aclarar en algo el debate. “El populismo puede convertirse en fascismo, pero es una posibilidad poco común, y cuando sucede, el populismo se vuelve antidemocrático, deja de ser populista”, ha explicado en su libro “Del fascismo al populismo”, Federico Finchelstein.
Un vistazo a la historia puede dar algunas ideas de lo que son, y no son. Tres décadas antes de que Benito Mussolini creara el fascismo (1919), el Partido Populista (Populistas Party) en Estados Unidos ya hablaba de la dicotomía de “los otros” y “el pueblo, “los reprimidos” y “las élites”, para justificar su política que en la posguerra se entendió como populismo.
Populismos hay muchos. Una forma es aquella corriente fascista y moderna como los del nacional socialismo en Alemania, pero como advierte el autor es “una posibilidad poco común, y cuando sucede, el populismo se vuelve antidemocrático”. “Deja de ser populista”. La relación, entonces, entre democracia y populismo, es necesaria para hablar del término.
Para el populista la democracia es esencial al régimen. Getulio Vargas, el famoso general que creó el desarrollismo en Brasil, dejó la dictadura y se convirtió en un político de masas electoral en 1951. No abandonó algunas formas autoritarias, al igual que Juan Domingo Perón en Argentina, pero ambos entendieron que jugando bajo las reglas democráticas tenía mayor legitimidad sus gobiernos. Y éxito.
El transito de Vargas y Perón hacia el populismo electoral no lo tuvo José Félix Uriburu en la Argentina de 1930. Seguidor de Mussolini, Uriburu entendía que el proceso era al revés: su país debía desplazarse hacia los fundamentos republicanos (fascistas) y abandonar los democráticos. Mostró así lo que era ser fascista en Latinoamérica, mientras que los populares Vargas y Perón inauguraron el populismo moderno. Una diferenciación que hoy parece no existir.
El término populismo, sin embargo, sigue siendo disoluto. Al menos como aproximación analítica se sabe que no es lo mismo que fascismo (lástima defraudar a aquél político) y tiene una correlación directa con las diferentes tipologías democráticas que una vez planteó Giovanni Sartori: Democracia electoral, democracia participativa, referéndum y competitiva. En estas formas democráticas nacen tipos populistas que se forman, construyen y consolidan en ellas.
En el Oxford Handbook of Populism (2008) se encuentran ocho tipos de populismos contemporáneos, que son descritos así: como estilo político (Moffit, Tormey), como una “lengua” (por ejemplo Kazin , 200, Jagers y Walgrave , 2007), como identidad (Panizza, 2005), como marco político (Lee, 2006), como retórica (De La Torre, Kazin), como “un concepto para ganar el poder” (Uwe Backes y Eckhard Jesse 1998) o como otros formas.
Múltiples formas de populismo hacen aún más difícil comprender el concepto o la idea o la forma de hacer política. Para Carls Mudde, el más prestigioso teórico del populismo del momento, dos rasgos son indiscutibles en el populismo: la noción liberal de democracia con todas las medidas que protegen a las minorías y los controles y equilibrios institucionales.
Hace unos días Francis Fukuyama dijo en la BBC que “la epidemia de Covid-19 en realidad puede lanzar el hervor del populismo”, mientras Matthew Goodwin, coautor del “Populismo nacional - La revuelta contra la democracia liberal”, estipuló que el liberalismo saldrá fortalecido de la pandemia y le ganará el pulso a los populistas.
Antes de apostar por el futuro, es necesario cambiar el lenguaje, para saber de qué se habla. Fascistas son fascistas. Y populistas son populistas, aunque haya de muchos tipos.