"La mañana de la invasión dejé mi casa y pasé casi un mes en un sótano en las afueras de Mariúpol… Los primeros días parecía como si estuviéramos en una extraña fiesta de pijamas, era como una reunión de amigos. Teníamos todo lo que necesitábamos... hasta que dejamos de tenerlo y empezamos a planear el escape”.
Con estas palabras cargadas de nostalgia y con el corazón compungido, Alina Beskrovna, residente de esta ciudad hoy en manos de las fuerzas rusas, recuerda el calvario que vivió desde que comenzó la guerra hasta que consiguió ‘escapar’ de ese horror el pasado 23 de marzo gracias a un corredor humanitario que la llevó hasta Zaporizhzhia. Días después como millones de sus compatriotas cruzó la frontera con Polonia para intentar un nuevo futuro.
Beskrovna en diálogo con la agencia de noticias de Naciones Unidas da un testimonio desgarrador no sólo de los 30 días que pasó en el sótano de un edificio de su ciudad natal, sino de la devastación que hasta ese momento había dejado la guerra, la que se presume hoy es mayor una vez esta ciudad portuaria del sur de Ucrania fue tomada por los militares rusos, en lo que el Kremlin ha calificado como el primer paso de su ofensiva en esa zona del país para hacerse a un estratégico corredor terrestre entre Crimea y la región del Donbás, así como para controlar la salida al mar Azov.
“Primero se fue la electricidad, cuando Rusia bombardeó el sistema eléctrico de la ciudad. Los ordenadores portátiles y los teléfonos móviles empezaron a quedarse sin batería. Después atacaron el sistema hidráulico, así que nos quedamos sin agua. Llenamos todos los cubos que pudimos mientras los grifos seguían funcionando, pero rápidamente nos dimos cuenta de que la falta de agua potable sería un gran problema”, recuerda esta joven mujer para agregar que lo que en un principio fue una anécdota después se convirtió en un suplicio por los riesgos diarios que enfrentaban: “ante la falta de gas tuvimos que recoger, cortar leña y cocinar en hogueras frente a la entrada del sótano”.
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“Saltar al vacío”
El relato de Alina continúa: “al final de la segunda semana, oíamos los bombardeos acercándose desde la parte norte de la ciudad. Eran continuos y atacaban barrios residenciales cercanos. Dos misiles alcanzaron un edificio de nueve plantas al otro lado de la carretera, justo enfrente de nuestro sótano. Vimos el cuarto piso envuelto en llamas y gente saltando al vacío por la ventana, precipitándose hacia su propia muerte”.
A medida que avanza en su narración su rostro se transforma, porque su mente y su cuerpo reabren esas heridas invisibles que le ha dejado la guerra. “Cada vez que un misil caía cerca, parecía que nos atravesaba. Sentíamos las ondas del golpe; las grietas en la pared y el suelo del sótano se abrían más con cada impacto, y nos preguntábamos si los cimientos del edificio podrían resistir”, evoca.
situada detrás de uno de los rascacielos residenciales fue blanco del ejército ruso. “Yo sabía que lo hacían para dejarnos completamente indefensos y sin esperanza, desmoralizados y aislados del mundo exterior…Perdí el contacto con mi padre, y no estaba segura de si volvería a verlo, porque se encontraba en la otra punta de la ciudad. Solo podía esperar que él viniera hacia nosotros porque sabía dónde estábamos, pero nunca lo hizo. No sé si está vivo. No sé si se lo llevaron a Rusia por la fuerza”.
Ese era su drama personal y como ella, cada uno con los que estaba refugiada en el sótano tenían el propio, pero “nadie se atrevía escapar” rememora Alina y sostiene que otra de las preocupaciones que tuvieron esos días fue que debido a la falta de comunicación con el mundo exterior “teníamos la sensación de que se estaba produciendo una gran matanza a nuestro alrededor, y que el mundo no tenía ni idea, y nunca se enteraría”.
Sus miedos
“Me daban miedo tres cosas: una era que me violasen -los militares rusos utilizaban las violaciones como arma de guerra, y todos lo sabíamos-, la otra era que me llevaran a Rusia por la fuerza o a la llamada República Popular de Donetsk y, que nunca pudiera salir nunca allí, de ese sótano y de mi ciudad”, continúa el relato en primera persona de la joven.
Con el paso de los días sus temores crecían y aunque en silencio la pregunta que rondaba en todos los que allí estaban era: ¿tendremos escapatoria?
Asegura Alina que no logró salir de la ciudad durante los primeros tres o cuatro días, después no pudo hacerlo debido a los combates y a que las fuerzas rusas avanzaban hacia la ciudad por los tres lados posibles. (Vale recordar que el cuarto es el mar)
“Fueron muchos los que intentaron marcharse, pero volvieron a las pocas horas por encontrarse con el campo de batalla…Entonces lo único que podíamos hacer era esperar a la posibilidad de que se abriera un corredor humanitario, como los que ya habían operado en Kiev y otras ciudades”, relata Alina, testigo de excepción de la avanzada rusa hacia la ciudad y de las víctimas civiles en el primer mes de guerra.
A los 15 días de iniciarse la ofensiva, comenta, corrió el rumor en un canal ruso de Telegram -plataforma de medios sociales- de que había una columna organizada que se dirigía hacia Manhush, al oeste de Mariúpol. Por ello, todos los que tenían un vehículo y suficiente combustible pusieron unos pedazos de tela blanca en sus espejos laterales para indicar que eran civiles que intentaban huir y se dirigieron al punto de encuentro. Pero no hubo nada, fue un rumor.
Sin embargo, sostiene en este extenso diálogo que el 20 de marzo, los rusos habían tomado toda la franja de tierra junto al mar de Azov, desde Berdyansk y Manhush, hasta las afueras de Mariúpol. Y fue en ese momento cuando se intensificaban los bombardeos de precisión que junto todos sus compañeros de refugio subterráneo tomaron la arriesgada pero inaplazable decisión: huir.
“Nos estábamos quedando sin comida y sin agua. Llevaba un mes sin ducharme…”, recuerda, al igual que las imágenes de los bombardeos y la destrucción que no puede borrar de su memoria. “Vi con mis propios ojos cómo se limitaban a apuntar a los edificios, como si fuera un videojuego.
Hacia la libertad
Fue así como temprano, el pasado 23 de marzo, Alina Beskrovna y decenas de residentes de la atacada Mariúpol lograron partir hacia Zaporizhzhia, el principio del fin del horror y angustia que vivieron por un mes.
“Tuvimos que pasar por 16 puestos de control rusos. Un camino que normalmente se hace en tres horas, nos llevó más de 14…El viaje en sí fue una locura. Los militares rusos nos desnudaron para registrarnos, comprobaron todos los documentos y pararon a todos los hombres. Fue horrible. Sin embargo, una vez llegamos a un puesto de control cerca de la entrada a Zaporizhzhia, pudimos escuchar el idioma ucraniano”, evoca esta mujer quién, al igual que sus acompañantes no podían creer que habían logrado dejar atrás la guerra y estaban a salvo.
“Salimos de ese agujero negro de destrucción y muerte. Zaporizhzhia no era seguro, había constantes ataques aéreos, pero allí evidenciamos que pudimos escapar no podíamos creer que estábamos vivos”, concluye el conmovedor relato de esta ucraniana, una de los inicialmente millones de desplazados internos que, con el paso del tiempo optaron por salir del país y hoy, entre la incertidumbre y la esperanza buscan comenzar una nueva vida lejos de su patria./