Dadas las portadas y el contenido de la prensa internacional, ha sido casi rutinario enterarse del drama humano que se ha afincado en la frontera sur de Estados Unidos. Grandes contingentes de personas que no se resignan al hecho de que han carecido de mínimas posibilidades de bienestar y algo adicional: no conformarse con que les han robado sus sueños. Gente que lucha por no sucumbir ante lo que Frantz Fanon (1925-1961) denominó, en su obra emblemática, “Los Condenados de la Tierra” (Francia, Grove Press, 1961).
Es entendible, por otro lado, dadas las severas limitaciones conceptuales, que durante los aciagos años de Trump (2017-2021) el “tratamiento” del problema de la migración en la frontera sur se llevara a cabo mediante métodos abiertamente represivos. Más que abordar las causas estructurales del problema, se procedió a la “aplicación directa” de la ley. Por supuesto que, siguiendo esta lógica, los organismos de seguridad -como ocurre en muchas partes del mundo- ven cómo su papel de control en la sociedad se consolida y con ello los recursos con que cuentan, además de las prerrogativas que ello implica.
He aquí un rasgo esencial en lo que parece ser un cambio notable en la política desde Washington: el Presidente Joe Biden además de tratar de contener directamente el flujo migratorio, ha nombrado a la vicepresidenta Kamala Harris a fin de encabezar el equipo que deberá abordar los problemas que originan la migración. Esto último, tiene relación con los niveles de desarrollo o subdesarrollo que son prevalecientes con especial aplicación en el denominado Triángulo Norte de Centroamérica: El Salvador, Guatemala y Honduras.
En otras palabras, se trata de enfrentar la causalidad más esencial, lo que motiva a las personas a llevar a cabo la búsqueda de oportunidades que no tienen en sus países, mediante viajes que son en extremo peligrosos. En los que se deben enfrentar situaciones que conllevan por lo general, significativas y crueles dinámicas durante el trayecto.
Como parte de los contextos en el Triángulo Norte de Centroamérica, se tienen condiciones endémicas de corrupción. Una ilustración específica, al respecto. Con el fin de atajar este problema, en Guatemala, se constituyó, hasta hace aproximadamente dos años, la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Fue una instancia que tenía apoyo internacional, incluyendo el de la Administración Obama desde Washington.
Sin embargo, como es sabido, el escenario y las dinámicas cambiaron con la llegada de Trump. Además, es de advertir que las condiciones de apoyo para la CICIG en Guatemala, también tuvieron un notable vuelco.
En ese país centroamericano, al inicio, la CICIG tuvo el apoyo tanto de la población como de los grupos de mayor dominio económico y político -se estima que la inequidad en ese país es tal, que serían 8 las familias de mayor control en la nación. Además, una representación política y económica de primer orden en Guatemala es el denominado Comité Coordinador de Cámaras Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (Cacif).
Pues bien, tanto el Cacif como la población guatemalteca respaldaba la gestión de la Cicig. Se estaban encontrando grandes desfalcos producto de la corrupción gubernamental. Esto entusiasmaba a las grandes corporaciones de este país de 108,000 kilómetros cuadrados y cerca de 16 millones de habitantes, quienes tradicionalmente han puntualizado su reticencia al pago de impuestos dada la corrupción prevaleciente.
Pero las cosas cambiaron. La Cicig, dado que hizo su trabajo a fondo, descubrió que -como es obvio- la corrupción del gobierno contaba con el protagonismo coparticipativo de empresas en el mercado guatemalteco. Cuando la situación se encaminó a señalar a grandes corporaciones asociadas a la médula del Cacif, los medios de comunicación comenzaron a señalar irregularidades en las investigaciones. Hasta allí llegaron los festejos.
Y no sólo en el Cacif, sino también en una instancia que es poder real en Guatemala: el ejército. Se llegó a conformar incluso, una organización: las “víctimas de la Cicig”. En la misma se incluían diputados, integrantes del poder legislativo, además de empresarios de diferentes tipos. Se esgrimió mediante sesudos análisis interpretativos, lo que se puntualizó era injerencia extranjera y un atentado a la soberanía del país.
Resultado: a pesar del apoyo de la población en general, se disolvió la Cicig, se desintegró al no tener el respaldo de los poderes reales en Guatemala y desde luego sin el apoyo de Trump en Washington. Esto de la corrupción, se reitera, es uno de los fenómenos, que de manera directa o indirecta genera falta de oportunidades en Guatemala y los países del Triángulo Norte.
Desde luego, no es el único factor que influye en las condiciones de subdesarrollo, pero al parecer las incidencias de este componente las tiene claras la Administración Biden. Los poderes desde Washington no desean que los recursos que envían a la región se despilfarren entre corrupción y la búsqueda rentista de empresas del lugar que, en lugar de competitividad, ocupan posiciones de aprovechamiento empresarial a partir de monopolios funcionales u orgánicos.
La situación respecto a cómo amortiguar o evitar las causas de migración desde Centroamérica son complejas. De allí, lo imprescindible de llegar a consensos sobre políticas económico-sociales con autoridades y empresarios de la región. Procesos de las fuerzas armadas, de los círculos de poder real y del narcotráfico influyen en toda esta dinámica.
A todo esto, un último condimento, un aspecto de muy reciente cuño: el gobierno del Presidente Bukele en El Salvador, mediante su reciente mayoría lograda en el Congreso del país, ha prácticamente desplazado a los magistrados del Poder Judicial. ¿Se encamina esto a una erosión severa de la democracia en ese país? Total, continuamos navegando entre escollos, incertidumbre y esperanza.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor Titular, Escuela de Administración de la Universidad del Rosario