El hiriente intercambio de ideas, redes sociales hiperpolitizadas y distorsión de los hechos han creado la “tormenta perfecta de argumentos imperfectos”, donde políticos y ciudadanos pocas veces llegan a consensos mínimos
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UN DÍA -un lunes, bien aburrido- el letargo que deja el fin de semana puede cambiar en minutos. Llamándolos “fachas”, “parásitos” o “violadores”, Pablo Iglesias, Matteo Salvini o Jair Bolsonaro atacan a sus contradictores políticos en redes y congresos. El aburrimiento, como no, desaparece: comienza el espectáculo.
Estos calificativos, normalizados cada vez más en el debate público, representan la manifestación cotidiana de la política contemporánea; salones legislativos y redes sociales marcados de un lado por la incapacidad del diálogo y la adejetivización, negativa, del otro.
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“Yo creo que a ustedes les gustaría dar un golpe de Estado, pero no se atreven”, ha dicho Iglesias -uno de los cuatro vicepresidentes en España- al representante del partido ultraderechista Vox, quién tampoco ha abierto la posibilidad de llegar a un mínimo consenso para iniciar la reactivación de España: “No se puede reconstruir nada con los que han destruido vidas y amenazas”, dijo.
El hiriente intercambio de ideas, las redes sociales hiperpolitizadas y el eco grandilocuente de cualquier hecho (los medios tenemos mucho que decir) han creado “la tormenta perfecta de argumentos imperfectos”, una tesis de Zeynep Tufekci. Este profesor, que dirige la Facultad de Información de la Universidad de Carolina del Norte, escribe en El Político que la avalancha de discursos “unos ciertos, otros falsos, otros triviales, otros fuera de contexto” amenazan la calidad de la democracia, abarrotada de políticos que en vez de buscar el sentido del debate, son los principales creadores de este sistema de imperfección.
Por esto, Borja Semper decidió abandonar la política española. Veinte años en el servicio público, y una popularidad importante por su lucha contra ETA no le bastaron para abstenerse de hacerlo. La distorsión del discurso del oponente, y del suyo -por los mismos de su partido- se volvió insoportable: “La política no se ha logrado reinventar. ¡Esto está empobreciendo el debate político, llevándolo al blanco o negro y eliminando la posibilidad de los grises!”, le confesó a la revista Ethics. Y como él, muchos.
Sordos y agudos
Las cuarentenas empiezan a volverse una pesadilla del pasado en Europa y Estados Unidos. Los pantalones cortos llenan las calles de transeúntes a punto de explotar del desespero; parecen un símbolo de la libertad después del encierro. Libertad que se manifiesta hasta en la política, donde se insulta sin límites. El consenso que podría traer la pandemia es, por lo que se ha visto, una inane aspiración.
La libertad de expresión materializa un derecho, pero en estos tiempos también distrae, y mucho
En varios países, la pandemia ha exasperado las posiciones. Los que gobiernan, bien o mal, defienden el manejo de un virus desconocido, mientras que los opositores hablan de “genocidios”. Es ingenuo creer que en la política no haya disenso, sin éste el totalitarismo sería la única opción. Para manifestar esas diferencias, sin embargo, hay formas. Y hoy el extremismo suele mediar el argumento y así, rodeados de personas que piensan igual a uno, se pierde la posibilidad de oír al otro.
El problema es tal vez de apreciación. Instituciones en las que políticos elegidos popularmente tienen la libertad de expresarse son el eje del liberalismo; en ellas dicen lo que se les vienen a la cabeza. Pero eso no garantiza la calidad de la democracia liberal. Para el profesor Tufekci, “no es el discurso en sí lo que permite que las democracias funcionen, sino la capacidad de ponerse de acuerdo, eventualmente, al menos parte del tiempo, sobre lo que es verdadero, lo que es importante y lo que sirve al bien público”.
Lo digital
El mar de distracciones -imperfección argumentativa que llama el profesor- no permite llegar a un mínimo de consenso. La libertad de expresión materializa un derecho, pero en estos tiempos también distrae, y mucho. La distracción viene de la base para algunos; de las redes sociales y una ciudadanía permeada por ellas. Otros, creen que los líderes del debate público son sus promotores.
Hace 10 años las redes sociales le dieron poder a los manifestantes de Tahir Square, en El Cairo. Egipto vio cómo millones de ciudadanos se citaban en la principal plaza del país por redes, para protestar contra Hosni Mubarak, y catapultar al éxito la “Primavera Árabe”. De la marcha, y los ciudadanos activos en las redes sociales, se construiría una democracia más sólida. En este caso, no fue así.
Egipto, sin embargo, puede ser una excepción. Las redes sociales han ampliado la oportunidad para hacer control político ciudadano e interactuar de una manera más directa con el electorado, pero también operan como plataformas donde la información falsa toma fuerza y se distrae lo importante, que no es más que los asuntos indispensables de la comunidad.
La sociedad de consumo impone que la atención de políticos y ciudadanos muchas veces se centren en lo que vende: un supuesto control político cargado de groserías, una violación de la intimidad. En vez de ser dialéctica, la política se ha convertido en una venta ilimitada de imágenes y sonoros improperios protegidos por la libertad de expresión.
Todo es libertad de expresión. Tan así que hasta John Stuart Mill, si viviera, estaría confundido. Hace una semana, Ángela Merkel dio algunas pistas. En vez de definir este derecho, cuya tarea corresponde a las cortes, alertó sobre los peligros de su uso ilimitado: “la libertad de expresión tiene sus límites que comienzan cuando se propaga el odio, comienzan cuando la dignidad de otra persona es violada. Esta cámara debe oponerse al discurso extremista. De lo contrario, nuestra sociedad no volverá a ser la sociedad libre que es”.
Recomponer el debate público empieza por sus actores, políticos y ciudadanos. Las reglas que imponen los de Sillicon Valley sirven, pero se debe buscar el mínimo consenso. Un interés por la civilidad, que permita, por lo menos, cumplir una máxima de Borges: en una conversación lo importante es llegar a una conclusión.
En medio de una avalancha informativa que distorsiona lo importante, lograr esta finalidad parece revolucionario.
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*Candidato a Mphill en Estudios Latinoamericanos en Universidad de Oxford. Colaborador de El Nuevo Siglo en Europa