La recesión abre una oportunidad para que la región piense, seriamente, en cuál puede ser su ventaja comparativa frente a países desarrollados y emergentes
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Plantadas en las colinas y llanuras de Reino Unido, las cosechas de papa y cebada se quemaron entre 1708 a 1709. Y muchas otras. Un descenso vertiginoso de la temperatura causó, hace un poco más de 300 años, “La Gran Helada” (The Great Frost), que llevó al imperio inglés a enfrentar la peor recesión de su historia, sólo comparable con la crisis económica que ha generado el Covid-19.
Por el coronavirus el jueves, en su último informe, el Banco de Inglaterra calculó que la economía inglesa se va contraer el 30% en el primer semestre de 2020. Una recesión no vista por la Revolución Industrial y el capitalismo, que ha llevado a romper escenarios que parecían impensables luego de las crisis de la bolsa en 1929, el lunes negro 1987, la crisis de la deuda para Latinoamérica y la burbuja inmobiliaria de 2008.
Problema de oferta
Hace unos meses el profesor de Harvard, Ricardo Hausmann, ya advertía que la crisis del coronavirus era radicalmente distinta a las anteriores. A diferencia de la recesión de 2008, que condujo a un colapso de la demanda, hoy las economías se enfrentan a un problema de oferta. “Eso cambia todo”, dijo, puntualmente, Hausmann. Con la flexibilización de las cuarentenas, el aparato productivo empieza a despegar, pero las fórmulas para la eventual recuperación difieren de región a región. Téngase por seguro que mientras los aislamientos obligatorios se han caracterizado por su similitud, el manejo económico será, inevitablemente, muy variado.
No es claro el camino. Ni siquiera lo es para los países donde funcionan las instituciones internacionales encargadas de prestar dinero a los endeudados países desarrollados, emergentes y pobres. Tampoco es claro para los tecnócratas y los pensadores como Paul Collier, un estudioso del mundo en vía de desarrollo, que define este momento como “lo desconocido de lo desconocido”. Aunque, sugestivamente, invita en crear nuevas categorías etimológicas a partir de “aprender de los otros”. Resume esta idea, en El Tiempo, Eduardo Posada-Carbó de manera más precisa: invertir en mayor conocimiento.
Esta propuesta categóricamente hace pensar de nuevo en la globalización como la mejor forma de compartir experiencias y productos, pero también, en involucrar cadenas nacionales y de región que suponen, no sólo la absorción de ideas, sino la creación de proyectos que incluyan las particularidades de cada país. No es una invitación al proteccionismo, pero sí a un equilibrio entre lo nacional y lo global.
Para las economías avanzadas, los expertos prevén que la recesión se puede atacar de manera similar a la crisis que causa un desastre natural, cuyos efectos son extremadamente inmediatos, pero se morigeran con la misma rapidez. Le apuestan, dice el Financial Times, a que las valoraciones del precio de las acciones puedan verse afectadas mínimamente por las ganancias futuras descontadas. Además, por supuesto, de lograr un incremento histórico en el gasto público.
Sin embargo, los países emergentes tendrán que seguir un camino diferente para recuperar sus economías. Empezando porque las condiciones estructurales son radicalmente diferentes: desempleo, informalidad y gasto público ¿Qué hacer, Latinoamérica?
Desde Vasconcelos hasta Galeano, las fórmulas para dotar a la región de autonomía y desarrollo han variado, tal vez demasiado. Pero hoy la pandemia es tan uniforme y las condiciones estructurales relativamente parecidas, que se puede lograr algún grado de consenso. Acuerdos como que, a pesar de los esfuerzos de la derecha, centro e izquierda para sacar a millones de personas de la pobreza y la iletarilidad en la región, persiste una informalidad que dificulta cualquier proyección en salud y transferencias sociales. Eso mismo se puede pensar del desempleo ¿Son reales las cifras de desempleo?
En Latinoamérica, el Covid-19 está golpeando los ingresos por la caída de las exportaciones, remesas y turismo, así como la salida de grandes capitales. La desescalada no sólo se ha dado por el virus, viene de años atrás. El año pasado el crecimiento fue cero y en 2020 se contraerá 5,2, según proyecto del Fondo Monetario Internacional (FMI).
Para evitar una desescalada más marcada, los países han venido ampliando, unos más que otro, el gasto público. Los hogares más pobres han recibido transferencias de efectivo, que muchas veces incluyen a los informales e independientes, así como se han subsidiado empresas con la finalidad de pagar parte de las nóminas y mantener el empleo. Son esfuerzos enormes, que deben evitar, entre muchas cosas, la quiebra generalizada, que empieza por el sistema bancario. Dotar de liquidez a los bancos es inevitable, aunque el margen de endeudamiento sea más estrecho que en 2008.
Latinoamérica, además, necesita hablarle claro a Europa, Estados Unidos y China, coinciden varios expertos. Al comienzo de la pandemia, los capitales extranjeros salieron de la región, tan rápido como entraron cuando empezó el boom de las materias primas. Así que, inevitablemente, la región debe buscar que retornen, apalancados por las organizaciones internacionales (G7, G20). Y, también, presionar para que se amplíen a más países las líneas de swap abiertas por la Reserva Federal de Estados Unidos. Para ello, el FMI debe soportar el acceso a estos intercambios a través, por ejemplo, de figuras como el financiamiento rápido.
El paradigma
Al final, la región, sí, Latinoamérica, tiene que ante la crisis de la pandemia preguntarse sobre los paradigmas de sus economías. Es inevitable que las materias primas, usadas como principal bien por gobiernos de toda corriente ideológica, estén en el centro del debate. No sólo porque han sido vistas como motor de crecimiento, sino porque también han generado una dependencia permanente de las dinámicas internacionales. Tanto boom, y no queda nada.
Entre el “pensar lo impensable” de Macron y “lo desconocido de lo desconocido” de Collier, algunos insisten en que, aunque la tentación de las materias primas persista para sopesar el hueco fiscal, se pueda empezar a depender menos de ellas y ampliar el espacio a otros bienes de intercambio. Ya se sabe que con el Covid-19 la interrupción de la cadena de suministro de alimentos llevará a que casi 20 millones de personas mueran de hambre, según Tony Blair y Agnes Kalibata en The Project Syndicate.
La inseguridad alimentaria abre un espacio para que Latinoamérica, que cuenta con un sistema agropecuario limitado, expanda sus fronteras y priorice la producción local como una forma de encontrar la esquiva ventaja comparativa frente a otras regiones, golpeadas por la falta de agua y tierra. Al invertir en esta iniciativa, desde lo privado y lo público, se pueden canalizar recursos “para soluciones innovadoras de cadena de valor” desde la interacción entre la biotecnología y los productores.
Ya hay casos que muestran avances en esta línea. En Kenia, la alianza entre productores locales Junia y Twiga, dos empresas de comercio digital, ha generado una plataforma electrónica de agricultores locales. No es una idea producida desde el centro, apoyada por el mismo sistema internacional: no, es local, transformadora. Hay que intercambiar conocimiento.
*MPhill en Estudios Latinoamericanos en Universidad de Oxford. Colaborador de El Nuevo Siglo en Europa