LAS condiciones actuales de la política peruana van desarrollándose en la perspectiva de zanjar las principales controversias entre agrupaciones y poderes políticos, antes que las fuerzas encontradas puedan generar una situación caótica que de momento se avizora como relativamente lejana. Es en este contexto en donde se ubica la sorpresa que ha dado el Presidente Martín Vizcarra (1963 - ) al proponer, en el Congreso del país, adelantar las elecciones generales al 2020.
Los actores representativos del Ejecutivo peruano dan de esa manera una respuesta a lo que ha ido calando, desde hace tiempo en la conciencia de grandes sectores: el desencanto con los partidos políticos, con la representatividad restringida que tienen, con la prioridad excluyente que muestran por responder a los sectores de mayor dominio desde Lima.
Se deja escuchar en el país inca, el insistente llamado de “que se vayan todos”. Es algo que -obvias distancias y contextos aparte- se dejó sentir también la Argentina de diciembre de 2001, cuando colapsó el gobierno del entonces Presidente Fernando de la Rúa (1937-2019). No se trata de una desintegración inmediata del régimen de Perú, pero lo que se evidencia es un adelantarse de grupos conservadores que tratan de pagar una factura política. Mientras más pronto mejor, con la esperanza de que “nos salga más barato”.
Como es fácil advertir, la operativización, es decir la concreción de esa propuesta presidencial en cuanto al adelanto de las elecciones -incluyendo la de presidente y legisladores- no tiene un camino fácil ni garantizado en el Congreso. Se requiere de una reforma constitucional, que se relaciona con la denominada “cuestión de confianza”. Algunos temen lo que sería un potencial cierre del Congreso. Algo que en la dinámica política inca se había presentado fuertemente, como clamor popular, hace meses.
Siguiendo este razonamiento, es de advertir que tanto las facciones fujimoristas como apristas, tienen un peso considerable en el Legislativo -predomina el fujiaprismo. Complementario a ello, los sectores de políticos tradicionales asociados a la corrupción y los dueños de grandes empresas rentistas que se han beneficiado de los recursos estatales, tienen en medio de sus criterios operativos -indudablemente- dos temores esenciales.
Por una parte, el recelo de que la lucha contra la corrupción adquiera nuevos y acentuados derroteros; y segundo, la expectativa permanente, respecto al impacto que la propuesta presidencial del adelanto de elecciones pueda generar en la economía del país y la estabilidad de los flujos de caja.
Es de notar aquí que tanto Perú, como Uruguay, Colombia y Panamá, son naciones en las cuales la crisis financiera de 2008 tuvo efectos más bien marginales. Uno de los mayores problemas en cuanto a la mejora de la calidad de vida de grandes sectores sociales, es que ese crecimiento no se ha traducido en una mejora generalizada de empleo, condiciones de salud, vivienda e infraestructura. De nuevo, se presenta el caso de crecimiento concentrado en sectores tradicionales de poder, sin que exista el efecto derrame, que las políticas neoclásicas entusiastamente han divulgado.
Lo que puede pasar
Ahora que ya está la propuesta de adelanto electoral en el Congreso pueden ocurrir dos vertientes fundamentales de acción y seguimiento.
Una de ellas es que el Congreso se muestre anuente con la iniciativa presidencial. A partir de ello, se tendría que ratificar tal adelanto electoral mediante referéndum. Se requeriría de hacer ajustes a las normas de política y elección vigentes. Eso demandará esfuerzos convergentes entre los partidos. Una especie de cooperación ahora y luego competencia entre ellos: se trataría de la práctica de la “coopetencia”.
Una segunda vía de acción consistiría, como recientemente lo documenta desde Perú, el investigador Hugo Cabieses, que el Legislativo no aprobara la propuesta de adelanto electoral o bien que burocráticamente se dilatara el trámite. En este caso podría renunciar Vizcarra y también la vicepresidenta Mercedes Aráoz.
Aquí tendríamos lo que sería la ruta con la que sueñan más intensamente los grandes empresarios, toda vez que en este caso, teniendo fuera del escenario a presidente y segunda al mando, quien asumiría la primera magistratura del Ejecutivo sería el actual Presidente del Congreso, Pedro Olaechea, integrante de la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas (Confiep). Esta entidad tiene, al parecer, buenos nexos con el aprifujimurismo y ya en el poder, se convocaría a elecciones en los siguientes tres meses.
En esta segunda vía, los intereses de las grandes corporaciones pareciera que se aseguran a la vez que se detienen las investigaciones contra la corrupción. Estaría claro que un clima de impunidad podría seguir asegurando las condiciones para las inversiones financieras y de despliegue de estrategias del sector corporativo.
En medio de todo, aún sería posible un tercer derrotero. Que el Congreso retroceda en sus posiciones y acepte las reformas, de tal manera que se eliminara el voto preferencial y la inmunidad parlamentaria. Esto es posible, pero muy poco probable. Sería un rasgo perteneciente más bien a la fantasía, del “Hello Kitty Planet” o algo propio de la obra de Lewis Carroll, del clásico de 1865 “Alicia en el País de las Maravillas”.
Con todo, lo que está en juego en Perú es la legitimidad concreta de los partidos en cuanto a ser instancias de intermediación social, tener más representatividad de la sociedad en su conjunto, y con ello, responder a intereses de sectores mayoritarios.
Es cierto que Perú ha crecido económicamente, que sus instituciones pueden mostrar cierta solidez, pero la inequidad social impera. La apuesta fundamental consiste en propiciar que los beneficios de la producción incrementada, abran oportunidades y aumenten capacidades para grandes sectores que continúan marginados, como parte de una agenda de desarrollo siempre postergada.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario. El contenido de este artículo es de entera responsabilidad del autor por lo que no compromete a entidad o institución alguna.