Ahora, con mayor dramatismo, se ponen de manifiesto insuficiencias institucionales, la débil presencia del Estado en muchas regiones de América Latina. Carencias que alcanzan cotas trágicas, tanto en las condiciones olvidadas de las marginalidades rurales, como en las villas miseria que han acompañado desde siempre el urbanismo acelerado de la región.
Como parte de una historia inmediata para los países latinoamericanos, que arranca en lo esencial a inicios de los años ochenta, se impuso la lógica de estilizados modelos económicos. En ellos se puntualizaba que los gobiernos no eran recomendables.
A partir de esa base, se tuvo el apoyo político de diferentes y complementarios “yet set” criollos. Se promovieron entonces recortes de impuestos, desmantelamiento de instituciones, desregulaciones, privatizaciones de bienes públicos, generándose mayores ventajas y oportunidades para amplios sectores de empresa privada. Aunque hubo progresos y avances -además de estabilización y mejora en lo macroeconómico- las inequidades acentuaron su tropel de brechas dejando vulnerables a amplios sectores poblacionales.
Eso ocurrió en general. No obstante, el punto a resaltar aquí es que la corrupción -de Estado y de empresas rentistas- se pudo acentuar, en los países que han vivido de las ventas de materias primas, de recursos naturales -en particular aquellos de carácter no renovable-. Son los países que “la han tenido fácil”, más allá de los esfuerzos de las haciendas latinoamericanas en el campo, o la conformación de parques industriales en las ciudades.
Sin embargo, esa riqueza relativamente fácil está asociada, en muchos países del mundo a la conformación de sociedades disfuncionales. Es lo que se denomina la maldición de los recursos naturales en las teorías del crecimiento económico, y del desarrollo social y económico. Hay excepciones. Prueba de esto último es el ejemplo de Noruega.
Aunque no se trata de una situación aislada, el caso de texto latinoamericano desafortunadamente, respecto a disfuncionalidad, es Venezuela. Una nación que como se sabe, pasó de la “etapa saudí” de los años setenta, a bordear los trágicos precipicios de la crisis humanitaria actual. Es un país con la riqueza generosa del petróleo. Se juega al balón-pie, al “foot-ball”. Usted se resbala y de la grama comienza a brotar el crudo. No es exactamente así, pero en esto del ejemplo venezolano es evidente que los procesos extractivos no son, comparativamente, demasiado caros o complicados.
También es de reconocer que los petróleos de Venezuela serían en un 72%, petróleos pesados o extrapesados, muy diferentes de las favorables condiciones de los ligeros y superligeros. Alejados de las condiciones de referencia que se concretan en los índices West Texas -crudos americanos- o Brent -referencia del crudo europeo. A esto es de agregar que Venezuela tiene las mayores reservas probadas de petróleo en el mundo; se tienen en Venezuela: 75% de las reservas latinoamericanas y 20% de las reservas mundiales.
Desde principios del Siglo XX se sabía y se explotaba el petróleo venezolano. Se recuerda la concesión a Antonio Aranguren en la fase exploratoria de la Venezuelan Oil Concession (VOC). Se hicieron recurrentes esfuerzos por encontrar crudo. Fue notable la constitución del pozo Santa Bárbara I en la región del Zulia, el cual resultó seco. No obstante, el 14 de diciembre de 1922, la historia cambió. Y cambió irreversiblemente.
Ese día, en un evento más bien sacado del libro “Cien Años de Soledad” (1967) de Gabriel García Márquez, en Cabimas, en la costa este del Lago de Maracaibo, explotó el pozo Barroso II. Unos días antes, el taladro de perforación se había atascado. Llevó mucho esfuerzo retirarlo, pero en la fase final de la operación, surgió intempestivo e imponente, el chorro de crudo. Las crónicas de la época señalan que la columna de petróleo se elevó unos 40 metros, y que “se necesitaron nueve días para controlarlo”. Llovió petróleo. Se llenaron de crudo los techos y las calles del poblado.
En general, ese recurso proporciona renta relativamente fácil para los países. Las repercusiones de las tendencias que se generaban respecto disfuncionamiento social se percibían ya en la Venezuela de la primera mitad del Siglo XX.
En una acción auténticamente profética, de fatídico llamado, un venezolano de 30 años, ya en el año 1936, escribió: “Esta gran proporción de riqueza de origen destructivo crecerá sin duda alguna el día en que los impuestos mineros se hagan más justos y remunerativos, hasta acercarse al sueño suicida de algunos ingenuos que ven cómo el ideal de la hacienda venezolana puede llegar a pagar la totalidad del Presupuesto con la sola renta de las minas, lo que habría de traducirse más simplemente así: llegar a hacer de Venezuela un país improductivo y ocioso, un inmenso parásito del petróleo, nadando en una abundancia momentánea y corruptora, abocado a una catástrofe inminente e inevitable”.
Se trataba de un escritor que llegaría a ser muy reconocido: Arturo Uslar Pietri (1906-2001). Ganador del Rómulo Gallegos en 1991. Véase de él, entre otras obras: “Las Lanzas Coloradas” (1931), “Oficio de Difuntos” (1976), y “La Visita en el Tiempo” (1990).
Reflexionando sobre esto, uno piensa: qué lejos estamos de colocar como prioridades de vida, el ideal del humanismo, la solidaridad y el desarrollo, el respeto a la ciencia, al conocimiento nuestro de cada día. Qué lejos estamos de ello, cuando cotidianamente se sucumbe a las diatribas politiqueras de los mercaderes del odio y la ignorancia. A veces se hace difícil aceptar que todos compartimos una base genética de 46 cromosomas.
Uslar Pietri, desgraciadamente parece haber acertado en su adverso presagio sobre el futuro venezolano. Hoy en día se puede vislumbrar el drama de -quien lo diría- la potencia petrolera venezolana. “Sembrar el petróleo” en la insistencia del escritor, requiere aún de una agenda de desarrollo sostenible, equitativo y sustentable. Una perspectiva que mientras más se atrase, más sufrimientos asegura, en particular en esta exacerbada tragedia que se ha agudizado con la actual pandemia del Covid-19.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor Titular, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario