El año que viene será de quiebre. Los nacionalismo, explayados por todo el mundo, seguirán en auge por la crisis del liberalismo. Mientras, las noticias falsas y la inteligencia artificial se convierten en algunos de los reto más importantes de los gobiernos
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“EN definitiva, si me preguntan, no como ciudadano sino como observador académico, cuál es mi valoración general, reconozco que no veo muchas señales que permitan ser optimistas”, escribía, en noviembre para El País de España, el pensador occidental más respetado del momento, Jürgen Habermas.
Algo apocalíptico, este análisis representa lo que muchos vienen pensando desde hace dos años, cuando el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ganó las elecciones presidenciales y se alejó del modelo predominante de los demócratas.
Este año tras las elecciones en Brasil, el auge del nacionalismo en Europa y la popularidad de regímenes como el de Rodrigo Duterte, se ha confirmado que algunos ciudadanos no se ven atraídos por los discursos que defienden la globalización y el multiculturalismo y prefieren, por vía de las urnas, apoyar modelos que fomenten el nacionalismo y las economías cerradas.
No se trata de valorar si aquella opción es válida conforme a los estándares de las democracias occidentales. Antes de hacer esto es importante dejar claro que 2018 ha sido el año en el que se consolidó la irrupción de otras formas democráticas, que se alejan de los criterios liberales dominantes de las últimas cuatro décadas.
En los 90, luego de la caída del Muro de Berlín y de varios dictadores en Europa, Asia, Latinoamérica y África, el politólogo Samuel Huntington describió que se consolidaba la tercera ola de democratización, cuyo inicio había sido la Revolución de los Claveles (1974) en Portugal y el fin de regímenes totalitarios como el de Francisco Franco.
Los países, en especial los occidentales, empezaron a defender la idea de un mundo integrado e hiperconectado, con la apertura de fronteras a migrantes de excolonias en el caso de los países europeos (este proceso venía de un poco antes) y la consolidación del neoliberalismo como doctrina económica mayoritaria. Pocos se quedaron por fuera de esta dinámica o, al menos, dejaron de aparentar que la seguían: Cuba, Corea del Norte e Irán.
Tranquilamente, la democracia liberal gobernó desde entonces hasta el auge de líderes como Víktor Orbán o Donald Trump. Es cierto que en el entretanto hubo gobernantes como Silvio Berlusconi o un Vladimir Putin que comenzaban a dar luces de lo que serían las democracia “iliberales”, aquel término que acuñó Faared Zakaria, para explicar aquellos gobiernos que llegan por vía de elecciones al poder, pero poco creen en los derechos de las minorías.
Hoy es cierto que, en casi dos años, cada vez son más los gobernantes que creen en un discurso que divide la sociedad entre aquellos que representa y a los que no. Estos últimos nutren el discurso del gobernante que, como en el caso de Trump, hace más énfasis en lo que hacen o han hecho sus enemigos que en lo que su gobierno o los suyos han hecho.
Es un choque permanente, continuo, que, por lo general, le llaman polarización. Pero como le dijo hace unos meses a EL NUEVO SIGLO el historiador Álvaro Tirado Mejía, la democracia siempre ha tenido “polarización”, porque esta es la esencia de la misma, en la que diferentes modelos se enfrentan en elecciones y, por tanto, causan cierto grado de divergencias entre los ciudadanos.
En 2018 más bien parece haberse consolidado la idea de que en diferentes escenarios electorales las marcadas divisiones entre unos y otros han llevado a que los dirigentes con discursos “populistas” saquen provecho. Estos, con un fuerte discurso nacionalista, proteccionista y, en efecto, antiliberal, han sido los mayores vencedores a nivel político.
“El patriotismo”
Fue Trump, cuando dio su segundo discurso ante las Naciones Unidas, quien describió el estado de las cosas: el patriotismo es la nueva doctrina. Aún no es claro si se puede afirmar esto. Sin embargo, sí es posible decir que existe una tendencia que se repite en el continente y que contiene características identificables.
Estos modelos de gobierno han llegado al poder mediante elecciones, una razón esencial para legitimar la ejecución de sus políticas, que, como ellos dicen, “han sido abaladas por una mayoría”. Sin duda, hacen que sus países sean calificados como democracias, aunque esta definición varía entre aquellos estados que se pueden denominar como “democracias liberales” y aquellas que son “democracias iliberales”.
Particularmente, en este análisis importa hablar de las “iliberales”, aquellos países en los que se cree en las elecciones, pero existe un descrédito del líder por las bases del liberalismo: división de poderes; observancia de los derechos civiles y políticos; libertad de expresión, de asociación, de reunión.
En la mayoría de estados, cuyos líderes son calificados como “populistas”, aquellas bases liberales no son vistas como importantes para el desarrollo de la democracia o, como parece ser, simplemente incomodan al líder. De ahí que muchos mantengan un constante enfrentamiento con medios, cortes y grupos de derechos humanos.
A los neopopulistas poco les importa que haya un detrimento del liberalismo a causa de sus políticas. Ellos dicen actuar legitimados por el voto popular que ha demostrado otra tendencia este año: la insatisfacción de los electores con la globalización, el multiculturalismo y la economía neoliberal.
En uno y otro caso, muchos sectores de la sociedad que se siente excluidos, se han manifestado en las urnas o han salido a las calles para protestar contra el modelo vigente. Parece, como ha dicho el escritor francés Michelle Huellebecq en su último libro, “Serotonina”, que los indignados con el sistema bloquean autopistas para oponerse a las políticas del Gobierno central o la Unión Europea (una premonición de los Chalecos Amarillos).
Los modelos neopopulistas varían de uno a otro escenario. Hoy existe en China o Venezuela la idea, desarrollada por Lenin a partir de 1917, del partido único; mientras que en Hungría o Austria aún se le da juego a la oposición, como parte esencial de la democracia.
Multipolar
La obsesión bipolar de la Guerra Fría de dividir el mundo en dos se acabó con la caída de la Unión Soviética. Estados Unidos se consolidó como el “imperio” e impuso la idea de que se vivía en una dinámica unipolar, dirigida exclusivamente por Washington. En 2019, parece que esta percepción seguirá cambiando hacia un modelo, que, de cierta manera, se puede catalogar como multipolar.
El poder de China y Rusia ha aumentado. El primero ha sido capaz de mantener una “guerra comercial” con Washington, al tanto que el segundo, en medio de una fuerte crisis económica por las sanciones impuestas por la UE, ha expandido su influencia en Medio Oriente, Eurasia y ha sellado importantes alianzas en el resto del mundo.
Según Bloomberg, China “ya es una superpotencia económica”. “Ahora tiene una economía más grande que los Estados Unidos. Es probable que la brecha crezca, dado que China tiene mucha más gente”. Este poderío se ha consolidado durante los gobiernos de Xi Jiping, un hombre que ya es comparado con Mao Tse-Tung.
Comparable al Presidente chino, a Vladimir Putin lo pintan en Rusia como un zar. En medio de la crisis económica por las sanciones impuestas de la Unión Europea, Putin ha seguido expandiendo la presencia rusa en áreas de influencia como Siria, Irán o Venezuela, aprovechando el discurso proteccionista de Trump y el retiro de las tropas norteamericanas de algunos países de Medio Oriente.
En una encuesta del Pew Research Center, cuya pregunta era si estaba o no de acuerdo con que el papel predominante de Rusia había crecido en los últimos 10 años, el 42% de los encuetados dijeron que sí, dejando claro que Moscú ha logrado que el mundo lo vuelva a ver como un jugador internacional capaz de contrarrestar a Estados Unidos o China.
En 2019, se espera que Rusia y China sigan ganando más espacio por la leve recuperación de la economía del gigante asiático y el deseo del país euroasiático -de Putin- de seguir recuperando las áreas de influencia de la Unión Soviética.
Lo digital
Una noticia falsa (fake news) viaja tan rápido en las redes sociales como el tiempo en que un periódico titula en las mismas que ha ocurrido algún hecho. “Es una epidemia”, decía hace poco un reportaje del portal Nieman Lab.
No es fácil asimilar que una noticia falsa, que navega en el mundo digital y que puede ser borrada en cualquier momento, represente una amenaza seria y concreta. Las noticias falsas hoy no solo han logrado robar titulares, sino que son capaces de variar la red de creencias y valores de un grupo y llevar a políticos al poder.
El año que viene será crucial en la afrenta contra las noticias falsas. Los medios, los gobiernos y los ciudadanos deben unirse para combatir la base de la posverdad: las noticias falsas, que llevan a que las teorías de la conspiración y las falsas acusaciones sean el pan de cada día.
La inteligencia artificial (AI), otro de los retos tecnológicos del año que viene, también aparece como un desafío determinante. “La inteligencia artificial, específicamente el aprendizaje automático y el aprendizaje profundo, estaba en todas partes en 2018 y no esperamos que la exageración se desvanezca en los próximos 12 meses”, escribía la revista Forbes en un artículo de fin de año.
Aún existe mucho debate sobre sus alcances. Algunos piden que los gobiernos le pongan trabas por sus efectos negativos en el mercado laboral y, posiblemente, en las relaciones humanas. Otros dicen que sus avances son inevitables en un mundo hiperconectado.
Por ahora, la AI sigue avanzando a pasos agigantados, sobre todo en las superpotencias: Estados Unidos y China.
Si toca calificar el año que viene, se puede decir que 2019 será un año de quiebre. ¿Será el final del multilateralismo? ¿Se reforzarán los nacionalismos? ¿Las noticias falsas seguirán triunfando? ¿Los robots entrarán al mercado laboral sin restricciones?