Hay, en Inglaterra, pocos placeres tan antiguos y puntuales como el tren. Al principio supuso un cambio absoluto de la vida cotidiana; muchos aristócratas británicos renegaron de este progreso material. ¿Se podía vivir dignamente sin el trofeo de caza, sin el parque de venados, y con un agujero en la muralla de árboles plantados dos siglos atrás por el primer duque de la familia?
Todo un orden social y familiar, basado en la propiedad y el campo, corría peligro. Algunos lo comprendieron así mientras que otros se acomodaron a los nuevos tiempos, invirtiendo en las empresas ferroviarias y tolerando que las enormes locomotoras cargadas de trigo, carbón, animales y personas serpentearan por las verdes colinas.
El futuro tenía rieles propios que se extendieron más allá de las islas británicas hasta la India. Desde el siglo diecinueve, los ferrocarriles sirvieron para algo más que adornar los libros de Agatha Christie y Rudyard Kipling: integraron sociedades enteras, conectaron territorios remotos, ayudaron al orden público y abarataron los costos del comercio. Igualmente, fueron instrumentos inseparables de proyectos imperiales y republicanos en África, Asia y América Latina.
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En nombre del progreso, los gobiernos y comerciantes se adentraron en las selvas, montañas y desiertos de todo el mundo: desde la India del Raj británico hasta el México de Don Porfirio.
Según Eric Hobsbawm, unas tres cuartas partes del comercio mundial ya eran movidas por los ferrocarriles en el siglo diecinueve. Otros historiadores, como C. A. Bayly, subrayaron su lugar preeminente en la construcción del mundo moderno. Cualquier visión ingenua o simplista llega hasta aquí. Ni los beneficios ni las cargas fueron uniformes para todas las poblaciones. La construcción de ferrocarriles estuvo acompañada de un enorme precio. Miles de trabajadores y pueblos fueron explotados, expropiados o desplazados, mientras que ciertas fortunas privadas apiladas con su construcción acentuaron las desigualdades sociales.
En ocasiones, su elevado costo privó a muchos países de un mayor desarrollo económico e integración internacional; las deudas, el despilfarro y la corrupción fueron episodios recurrentes en estas historias. De este modo, la brecha se abrió considerablemente con los países industriales.
Esta historia parece lejana pero no lo es. Quienes están al corriente de los diarios internacionales saben que un gran número de gobiernos de Europa y de Asia conciben de nuevo el futuro con ferrocarriles. Ya no es Gran Bretaña quien aventaja al resto del mundo como en la infancia de estas máquinas.
El editorial del suplemento ‘Nuevas Rutas de la Seda: una introducción al BIR Chino’ del Cambridge Economic Journal (2019) subraya el lugar capital que tienen los ferrocarriles chinos en el ambicioso proyecto por conectar Asia, Medio Oriente e incluso África. Es un negocio creciente a pesar de la pandemia: hasta ahora, el transporte de carga se incrementó en 3.6% y los intercambios con Europa en 36%. China lidera el proyecto más ambicioso de trenes veloces a nivel mundial con un costo total de $45.9 billones de dólares (Rail Journal, 2020).
A pesar de la gigantesca cifra, los chinos han logrado obtener tarifas competitivas y abaratar los costos. Los números son extraordinarios: 1.7 billones de pasajeros anuales y un costo por kilometro de $17 millones de dólares, cerca de 2/3 partes del de otros países.
En Europa, el gobierno alemán concibe las bondades del ferrocarril más allá de simples términos económicos. En septiembre de 2019, acordó un plan de $54 billones de euros para luchar contra el cambio climático; $20 billones serán destinados a mejorar la red férrea en la próxima década. Las líneas crecerán en 30% creando así cerca de 500,000 empleos. Los alemanes estiman que el 70% de los trenes será electrificado en 2025 (International Railway Journal, 2019).
Se dirá que China y Alemania son dos grandes potencias económicas. No obstante, un gran número de proyectos marchan en otros países que no ostentan estos mismos títulos. Los constructores son públicos, a veces privados, y con frecuencia una mezcla de ambos.
Quienes están al corriente de los diarios internacionales saben que un gran número de gobiernos de Europa y de Asia conciben de nuevo el futuro de este medio de transporte.
En la India, un proyecto japonés busca conectar la capital comercial de Mumbai con la ciudad industrial de Ahmedabad, cuyo costo ronda los $16 billones de dólares. En Tanzania, la constructora turca Yapi Merkezi, con proyectos en Arabia Saudita, Marruecos y Emiratos Árabes, pretende unir Dar es Salam con el lago Victoria (TRT World, 2018).
Ya no son los tiempos victorianos pero, como en ellos, el futuro pasa nuevamente por los rieles del ferrocarril. Hace mucho tiempo dejaron de ser un monopolio británico: los chinos, los alemanes, los japoneses, los turcos, entre otros, tienen proyectos a lo largo y ancho del mundo.
El cambio climático, el turismo y el comercio están exigiendo, como en otros rincones, más ferrocarriles. En ningún momento, su construcción ha sido una historia libre de costos, dificultades y pesares. Esperemos, sin embargo, que vuelvan algún día a la imaginación de los gobernantes colombianos y, de ese modo, podamos soltar los vagones de la memoria que nos atan a una historia de nostalgia, fracaso y violencia, como en el caso de Cien Años de Soledad, impidiendo deslizarnos rápidamente hacia el siglo veintiuno.