EN términos recientes de la política española, como se sabe, ni las elecciones de abril ni las de noviembre del año recién pasado, han permitido formar un nuevo gobierno, aunque en ambas ocasiones haya acaparado la mayoría de votos el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). El Primer Ministro encargado Pedro Sánchez confió en que, en las votaciones del 10 de noviembre pasado, las preferencias le iban a conferir tal margen de victoria, que le permitiera -de manera exclusiva a su formación política- la constitución de un nuevo gobierno en el Poder Ejecutivo.
No fue así. Los números no alcanzaron. A partir de ese escenario -y en una medida que ha sido tildada de precipitada- Sánchez llevó a cabo un pacto de gobierno con la agrupación Unidas Podemos (Podemos). Esto tampoco ha llegado a convencer para llegar a tener las mayorías necesarias en pro de la formación de un nuevo gobierno y de poder alcanzar la tan anhelada estabilidad política española.
Las voces más a la derecha, por parte de los partidos más conservadores incluyendo Vox, no sólo han puntualizado que no se abstendrán -lo que facilitaría la investidura de Sánchez- sino que han reiterado su intención firme de impedir que los socialistas lleguen al poder. Con estas condicionantes, no ha quedado más alternativa que dialogar con las fuerzas autonomistas de Cataluña, específicamente con el partido ERC. Lo que incrementa la polarización en el electorado español.
Desde ayer se hace un intento de investidura. Aunque no se ha hecho público el conjunto de acuerdos encabezados por el PSOE, es evidente que sería factible la formación de un nuevo gobierno. Al final nadie se tira a la piscina sabiendo que no hay agua en ella. De momento la incertidumbre es lo que prevalece, mientras los partidos -todos ellos- tratan con bisturí la situación por demás polémica del intento de formación de una República en Cataluña.
En esto hay bastante material a considerar. Muchas veces los medios de comunicación no hacen eco de una de las principales demandas: establecer por fin una República- con todas las de ley, en la península ibérica. A pesar del grave desgaste que se ha tratado de infringir la propia monarquía, hay electorado que la respalda.
Cataluña por su parte sabe que su contribución al total de producción de España es de aproximadamente un 21 por ciento, una cifra nada despreciable. Este último factor hace que a la vez se aliente la esperanza de una formación republicana, se tenga, por parte de España en su totalidad, el requerimiento de no perder el territorio con capital en Barcelona.
Los regímenes que separan la Jefatura de Estado de la Jefatura del Gobierno, tal el caso de Francia, Alemania, Reino Unido o España -para sólo mencionar algunos casos ilustrativos- tratan con ello de promover dos finalidades políticas que se ven restringidas en los sistemas de fuerte poder presidencialista.
Por una parte, se favorece la gobernabilidad, en el sentido de posibilitar que las iniciativas del Ejecutivo tengan respaldo en el Legislativo. Véase cómo en los regímenes presidencialistas -los que unen en una sola persona, la jefatura de Estado con la de Gobierno- el poder no sólo es más proclive a personalizarse con los altos riesgos que ello implica. En particular al no tener -en esas condiciones- mayor efectividad la separación de poderes, además del ejercicio de pesos y contrapesos en la democracia.
Por otra parte, en un régimen presidencialista es más difícil resolver el problema de la revocabilidad del mandato. Allí está el caso de los populismos de diferente raigambre, desde el Washington de Trump, hasta el denominado “socialismo del Siglo XXI” con epicentro en la Caracas de Chávez, con una continuidad de mandato que arrancó desde febrero de 1999, hace ya -quien lo dijera- 21 años.
Al separar las posiciones de jefatura de Estado y las de Gobierno, el poder superior, puede hacer un llamado a nuevas elecciones, con el fin de estructurar un Ejecutivo que no sólo sea representativo de las mayorías, sino también respecte las minorías y que pueda tener relativamente de manera más factible, mecanismos de revocabilidad en el poder.
No obstante, todo va con su todo, las cosas tienen sus mecanismos de complejidad. Esto es lo que ha surgido en una España que añora los tiempos del apoyo financiero europeo, que busca la productividad, la competitividad y la estabilidad perdida. La sociedad está bastante fragmentada y de allí que sean los partidos más bien minoritarios los que pueden tener la llave de la gobernabilidad en condiciones de empates técnicos.
Esa es la situación más evidente en el laberinto político actual de la España que ha sido sorprendida en condición de inestabilidad, por este enero del 2020. Es una condición que también acompañó a Ángela Merkel con las elecciones de septiembre de 2017.
Esas son las dificultades que tienen los sistemas -en general europeos- en donde a las minorías se les respeta con un mayor peso político. Una situación contrastante, por ejemplo, se tiene con Estados Unidos, en donde se privilegia tener dos partidos dominantes y en donde -para sorpresa de muchos estadounidenses- no todos los votos tienen el mismo valor.
Véase respecto a este último punto, cómo Al Gore le gano en el voto popular a W. Bush por un margen de medio millones de votos y fue presidente este último. El abigarrado sistema, dando muestras de su anacronismo esencial, permitió que Trump llegara a ser mandatario no obstante haber perdido por 2.8 millones de votos ante Hillary Clinton.
Frente a estos laberintos que pueden llegar a ocurrir, los griegos han ideado una fórmula que podría resolver el asunto: el partido ganador se hace con los escaños proporcionales a la votación, pero a ellos se le suman 50 representantes legislativos. Puede que esto riña con la democracia estricta, pero puede resolver problemas de representatividad como los que estamos presenciando actualmente en Madrid.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario.
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