PARA EMPEZA, lo obvio: este ciudadano, como cualquier otro, no está en condiciones de dar ni lecciones morales ni lecciones de vida a nadie. Bastaría con echar una mirada a los problemas familiares de esas micro repúblicas que nunca nadie ha podido resolver para curarnos en humildad. Ni siquiera me siento más autorizando que nadie para dar mi opinión por ser ciudadano uruguayo ni por ver sus problemas desde una perspectiva particular o a través de una experiencia algo diversa. El popular argumento de “yo sé lo que digo porque lo viví” es una muleta que se desarma fácilmente con la opinión opuesta de dos individuos que vivieron los mismos hechos. Por no entrar a recordar la imposibilidad de cada individuo de vivir sobre todo un país y en cada uno de los grupos y las clases sociales que lo componen.
Empecemos por las virtudes. Hasta muy recientemente, Uruguay ha gozado de un capital que escasea, y cada vez más, en la mayor parte del mundo. Me refiero al capital político que siempre tiene traducciones en la forma en que los individuos se relacionan y hasta en la economía. Ese capital político es muy simple, pasa desapercibido o desvalorizado por aquellos que lo viven desde su propia burbuja. No es sexy (como dicen los consumistas hoy) como la guillotina en la Revolución francesa, como el Gran Garrote de Theodore Roosevelt, como los tanques de las tradicionales dictaduras latinoamericanas o como el grito de yugulares hinchadas de los presidentes-pastores-ejecutivos de las nuevas democracias asaltadas por la nueva cultura cowangry.
Ese capital, que se basa en la cultura civil, en la capacidad de convivir con nuestras diferencias ideológicas e identitarias, se erosiona y se pierde fácilmente con las frustraciones individuales y colectivas (en caso que todavía exista lo colectivo).
Cuando en mis primeras elecciones de 1989 voté al partido Verde Ecologista, mi padre era un modesto candidato a edil por el partido Nacional (a esa altura su partido había vuelto a ser el partido conservador que había sido la mayor parte del siglo). El mismo día de las elecciones le dije que no había votado por él. Mi padre me respondió que había hecho lo correcto al seguir mi conciencia. Hasta su último día, nuestras profundas diferencias políticas nunca menguaron el cariño y el respeto que le tenía.
Recientemente, un amigo venezolano que detesta lo que él llama el “régimen chavista” me preguntó, sorprendido, “¿cómo es posible tener amigos en los dos bandos”? Mi respuesta fue que su pregunta explicaba gran parte del “problema venezolano”. Más allá de quién es responsable de esa cultura suicida (ya he escrito bastante, o algo, sobre esto, sobre la historia venezolana y sobre la antigua práctica hipócrita de las potencias hegemónicas, y acepto que otros no vean el problema de la misma forma). Quiero decir, no por eso los considero enemigos o necesariamente mala gente. Depende del caso.
Uno no es bueno ni malo por ser estadounidense. (¿Hay que aclarar algo tan obvio? Sí.) Uno no es ni bueno ni malo por ser uruguayo, francés o mozambiqueño. Nadie es bueno o malo por ser socialista, conservador, cristiano, judío, ateo o astronauta. Para merecer esos títulos primero hay que ser una buena o una mala persona. Razón por la cual puedo jactarme de tener amigos conservadores, católicos, ateos, comunistas, liberales, anarquistas, pro-chavistas, antichavistas… En fin, de todo menos nazis o miembros del KKK, por razones morales básicas. Son mis amigos no por sus ideas políticas sino porque los considero buenas personas. Discrepo con la mayoría de ellos, creo que se equivocan en el diagnóstico y en las soluciones (claro, ese es el orden científico, pero en política, como en religión, el orden es el inverso: primero las supuestas soluciones, las ideas políticas, luego el diagnóstico de la realidad, la crítica).
En la cultura toxica de las redes sociales (el factor global común que nació y se sustenta en el principio de la venta y el beneficio económico, no en el amor fraternal), en las reacciones epidérmicas donde los algoritmos del sistema de renqueo y popularidad siempre premian más al insulto y el agravio que a los ya vanos intentos de dialogo civilizado, mantener el Factor Uruguayo, el Capital Político, el sentido del diálogo ilustrado, es cada día más difícil.
Pero tal vez tomar conciencia de este problema ayude en algo. El capital político no significa que todo vale igual. De algún lado está la verdad o tal vez está en ambos lados y mal repartida. A veces ni siquiera se trata de la verdad sino de simples intereses. En cualquier caso, el ejercicio intelectual de des-cubrimiento, de re-velación a través de la crítica radical seguirá siendo vital para cualquier sociedad civilizada que pretenda vivir en paz y en justicia.
Es decir, seguiremos luchando, con todos los recursos intelectuales y morales por lo que creemos justo y necesario. Seguiremos siendo radicales y agresivos en el análisis y en el combate de las ideas sobre la justicia y la realidad. Seguiremos luchando por destruir las ideas que enmascaran la realidad para sufrimiento de la gran mayoría o para el abuso injusto de una minoría. Seguiremos apoyando organizaciones populares y luchando para limitar el inmenso poder elitista que nunca deja de crecer ni de secuestrar los logros del resto del mundo mientras los venden como méritos propios.
Pero en el proceso, no destruyamos el gran capital político y social, el único y verdadero capital humano (no ese cuyo único objetivo, se supone, es el capital financiero), porque en ese caso todos tendremos mucho para perder. Empezando por la razón y terminando por los recursos materiales más básicos.
Se acercan las elecciones de 2019 en ese pequeño país rodeado de maniqueos. Es natural que, en estos procesos, muchas veces meros circos, se comercie con insultos y otros ataques personales. Aquí en Estados Unidos, una democracia muy imperfecta y limitada, elegantemente corrupta, es una práctica cada vez menos disimulada. Es de esperar que lo que se hace aquí se copie allá, como lo indica la tradición.
Claro que no es algo inevitable. No sería un mal acuerdo procurar minimizar estos daños de campaña electoral, recuperar y potenciar el capital político una vez que pase el carnaval.
En Uruguay los candidatos de los partidos políticos en disputa podrían reunirse en una pizzería a tomar cerveza. Por ridículo o irrelevante que esto pueda parecer, la sola posibilidad indica un capital social que escasea en el mundo, mucho más que cualquiera de las riquezas por las cuales abundan tantas guerras, tanto odio y tanta miseria que solo les sirve a unos pocos, a casi nadie.
______________________________________________________________________
Escritor y profesor uruguayo residente en Estados Unidos