Muchas veces al tratar de enfatizar la importancia de algunos tópicos es casi imposible no caer en lugares comunes. Percibo esto con el caso de la educación. Se trata de procesos y mecanismos mediante los cuales, por excelencia, podemos innovarnos en el sentido de transitar de nuestra naturaleza instintiva de primates superiores, a constituirnos en personas humanas. La educación permite esa transformación, esa realización plena en función de tener vidas fructíferas en nuestra realización y contribución a la sociedad.
Por otra parte, la educación se relaciona con el desarrollo de seres humanos. Se trata de los recursos más importantes que tiene una sociedad, indiscutiblemente. Es el talento humano, el capital humano, el único recurso que es capaz de crear riqueza a partir de otros recursos. Es indiscutible la importancia prevaleciente, de primera prioridad, que debe tener la educación en un sistema social.
Todo lo anterior se fundamenta de manera explícita dado que en las actuales condiciones pareciera ser que hay grupos -que por momentos parecen mayoritarios- en su desprecio a la educación. Es algo inaudito y grave. Un peligro que acecha la funcionalidad democrática, que pega en la línea exacta de flotación de sistemas que requieren de la información, del criterio y de la participación de los ciudadanos. Sin ello, la democracia se constituye en una falacia, queda vacía de contenido.
Estos caracteres se exponen en lo inmediato y en referencia a América Latina, en una publicación reciente del Banco Mundial (BM), en un estudio sobre las condiciones de educación en la región. El documento correspondiente determina las condiciones principales y actualizadas de este tópico en los países latinoamericanos.
Un dato por demás sobresaliente, terrible, que debe llamar nuestra atención: antes de la pandemia, hasta fines de 2019, se estimaba que un 50% de los niños de 10 años de edad, en Latinoamérica no podían comprender los mensajes escritos, captar la esencia de lo que leían. Luego, con datos actuales, con 8 meses de confinamiento, ese porcentaje se eleva a 62%. Es absolutamente alarmante.
Véase bien, en las condiciones actuales y en promedio para la región, 6 de cada 10 niños no son capaces de comprender un escrito básico. Mucho menos se esperaría que puedan articular ideas de manera plenamente coherente, ya sea en forma escrita o bien oral. Esto, no augura ninguna buena noticia para mediano plazo. Se convierte en combustible fácil para lo emotivo, elemento clave que aprovechan los diferentes populismos.
Se trata de un déficit formativo alarmante. La educación, como parte de la inversión en desarrollo es absolutamente esencial para que a mediano y largo plazo las sociedades establezcan desempeños importantes en materia de desarrollo humano y social integral. Un desarrollo, que como en varias ocasiones se ha recalcado, sea eficiente y eficaz en lo económico, equitativo en lo social y sustentable en lo ecológico.
Sin educación no podremos lograr nada de eso. El factor educativo es un componente fundamental en la ética social nuestra. Siempre lo ha sido. Se trata de una obligatoriedad ética y moral para toda sociedad. Ese es un rasgo humanista, de auténtica raigambre cristiana. Pero si no deseamos abocarnos a esta justificación, también tenemos el enfoque pragmático: nuestros niños y jóvenes son los llamados a ser protagonistas de la sociedad futura.
Toda esa importancia parece ser olvidada, así como estamos, tratando muchas veces a la desesperada de resolver los problemas más ingentes, más inmediatos. Véase como, amenazadoramente, los populismos de todos los pelajes -Trump, Bolsonaro, Ortega, Maduro- no sólo desprecian la ciencia y el conocimiento, no dan muestras -por donde se vea- de conceder importancia, ni prioridad a los procesos educativos.
A esos dirigentes no parece importarles esa conformación de futuro que se aseguraría innovadora y sostenible mediante la educación. “Si todos vamos a morir, ¿para qué preocuparnos por el virus”? reniega el excapitán Bolsonaro desde la presidencia de Brasil. Es de entenderlo: así como vamos, las cosas no van a terminar nada bien.
Véase cómo la educación afecta incluso en naciones desarrolladas. En este sentido, el caso de texto se concretaría en Estados Unidos. Bajo el liderazgo de Trump, este demuestra ser el país con el peor manejo de la pandemia: ya supera los 310,000 muertos; dentro de un mes, a fines de enero o mediados de febrero, pueden estar rozando los 400,000 fallecidos. Para ello tómese en cuenta el carácter exponencial de la pandemia.
He aquí los resultados de la carencia de educación, de una lúcida demostración de ignorancia auténtica: el sólo hecho de usar mascarilla se transformó en un gran debate político. Es increíble. Y con todo ese desastre Trump tiene 74 millones de personas que le siguen creyendo, que votaron por su reelección. Gracias a Dios el bulbo raquídeo, en la base de nuestro cerebro, controla la respiración. Si eso dependiera de nuestra voluntad podríamos ir teniendo seminarios talleres que nos convencieran sobre la “importancia de respirar”.
Lo anterior son casos comprobables y actualizados de los linderos a los que amenazantemente pueden llegar los estragos de la ignorancia. Aunque por supuesto hay matices en el caso latinoamericano. Se esperaría que las naciones más funcionales tuviesen sistemas educativos más confiables: Uruguay, Costa Rica, Chile, y hasta cierto punto Trinidad y Tobago, además de Argentina.
Sin embargo, otra es la realidad en estados que bordean lo fallido: Haití, Nicaragua, Honduras, Guatemala. Y por supuesto una es la realidad urbana y otra la condición de la América Latina profunda, que subsiste en las condiciones ruralidad marginal. Allí se vive al descampado, con mínima presencia del entramado institucional de los países.
¨*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor Titular, Escuela de Administración de la Universidad del Rosario
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