Fueron dos siglos en los que, de derecha a izquierda, los debates fundamentales siguieron un camino sincrónico: achicar o ampliar el tamaño del Estado, bajar o subir impuestos y acceder, por trayectorias divergentes, al poder. Hasta que, de agache, pero con profundo peso, llegó el ambientalismo a la política.
El ambientalismo -verde, aguacate, de Greta hasta Harrabin- ha sido una novedad que aterrizó en la política como algo ajeno. Amorfo por su indefinición o sus vastas definiciones, partidos políticos, países y ciudadanos poco comprendían sus características y, sobre todo, su condición política. Era -decían- un asunto de expertos que estudiaban biología, imbuidos en aquel mundo fantástico de lo natural.
Ese tiempo pasó. Desde hace dos décadas el ambientalismo ha marcado la política en Europa, Asia y Norteamérica, un relevo temático casi del nivel de la irrupción del marxismo en los debates del siglo XIX. En algún nivel todos los actores, empezando por los bucólicos políticos, hablan de él como algo propio, ineludible.
La apropiación unánime (por vía directa o indirecta) de la temática ambiental, sin embargo, no ha zanjado las divergencias ideológicas. A primera vista muchos asocian ambientalismo con el centro político, incluso con la izquierda. Ocurre principalmente en países en vía de desarrollo ante el innegable ecocidio en el delta del Orinoco, permitido por el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela o la explotación, con una secuencia histórica y colonial, de las minas del África Subsahariana.
Vuelco ambiental
En las últimas cuatro décadas el ambientalismo o, al menos la preocupación por la atmósfera, ha tenido un camino predominante en la política. Los partidos socialdemócratas y verdes han construido sus tesis sobre la base de que el desarrollo económico, social y cultural debe ser sostenible con el medio ambiente.
En la derecha, sin embargo, se presume un vacío ambiental. Idea que ha sido labrada por el desinterés o la negación de Estados Unidos de promover el ambientalismo, firmar el Tratado de Tokio (2001) e impulsar los Acuerdos de París (COP 21). Esta deducción, aunque ha tenido su raíz en el gobierno republicano de George W. Bush y sus intereses petroleros, resulta injusta al ver el comportamiento de Washington. Durante la administración de Barack Obama tampoco se volvieron vinculantes ninguno de los dos acuerdos.
Europa, Australia y Canadá han mostrado una trayectoria distinta. Por décadas las políticas ambientales han sido el eje de cualquier campaña o debate público. Pero la interpretación del desarrollo sostenible y su conexión con lo ambiental han variado. Inglaterra es un buen ejemplo. Los laboristas (socialdemócratas) han defendido un ambientalismo cuyo eje central es el Estado y su expansión para promoverlo, mientras que los conservadores han entendido que es una simbiosis entre el Estado, la empresa privada y el individuo.
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Lejos de zanjar el debate ideológico, estas dos tendencias han mostrado que el ambientalismo es una corteza, cuyo fondo, indiscutiblemente, tiene posiciones divergentes y políticas. No está mal que sea así: lo importante -dirán algunos- es que el tema está presente, omnipresente.
Los términos “políticas del aguacate” y “políticas de la sandía” son una manera de entender estas variaciones. En la década de los ochenta, analistas llamaron “sandía” a los partidos ecologistas o ambientalistas: verdes por afuera, rojos por dentro. Por su inocultable pasado, el mejor exponente de ellos fue Daniel Cohn-Bandit, líder estudiantil en la París de 1968, quien comprendió que la izquierda debía avanzar hacia nuevas narrativas que invocaren la justicia, en este caso, ambiental. Pero siempre ondeó la bandera socialista, al menos colgada en su espalda.
En un momento pareció que la “política sandía” era, casi, la única transformación política hacia el ambientalismo; la derecha, sosegada por intereses corporativos, poco le importaba. Esta mirada, sin embargo, parece incorrecta. Para la derecha el ambientalismo ha sido un eje esencial de su discurso. Basta mirar lo que han dicho, y hecho, Ángela Merkel, Emmanuel Macron y David Cameron.
Aquellos líderes son intérpretes de la “política del aguacate”. De una “política del aguacate” moderada, término usado por Nils Gilman, del Instituto Berggruen, que sirve para comprender un fenómeno paralelo a la sandía: verde por fuera, marrón por dentro. Lo que muchas veces deriva en la extrema derecha.
Comprender qué significa el marrón resulta difícil. El rojo -vivo y no siempre socialista- da muchas pistas de su tradición. Menos vivo y, sobre todo, carente de simbolismo político es el marrón. ¿Representa la extrema derecha europea, como Alternativa por Alemania o los eurocéntricos y extremos de los países nórdicos? Para Gilman, sí. Aunque puede ser sujeto de una extensión conceptual, para incluir a la derecha moderada.
Intelectuales de extrema derecha en Europa, como Renaud Camus y Pentty Linkola, justifican las medidas antimigratorias para “proteger la ecología” de sus países y volver a la política de “un hijo” en el sur global a cambio de ayuda proveniente de los países desarrollados.
Pero la derecha tiene más versiones. Merkel ha ganado elecciones bajo la premisa de eliminar la energía nuclear y adoptar medidas para impulsar el desarrollo sostenible. En Inglaterra, Cameron expandió el sentido del bienestar social bajo la premisa del goce del medio ambiente y Macron fue el impulsor del Acuerdo de París.
El terreno de la causa ambiental y su sentido moral, sin embargo, sigue estando en la izquierda o el centro. El movimiento “Extinction Rebellion”, liderado por la popular Greta Thurnberg, es la muestra de ello. Millones de personas, muchas de ellas jóvenes menores de 30 años, protestan cada viernes contra gobiernos que, dicen, representan intereses corporativos y nos llevan al precipicio por el calentamiento global.
La inacción climática es una amenaza real. Descarbonizar las economías antes de 2025, petición de Extinction Rebellion, es urgente. Hacerlo de una manera ponderada entre los intereses de todos es la gran cuestión, o pregunta. En un análisis en Prospect Magazine se explica que hacerlo en Reino Unido representaría “parques eólicos del doble del tamaño de Gales, el reemplazo de calderas de gas en más de 22 millones de hogares, la gran mayoría de los países que se vuelven veganos y estricto racionamiento de los viajes aéreos”.
¿Es posible? ¿No se destruiría el consenso popular sobre la amenaza del cambio climático? Nuevas respuestas para descarbonizar la economía deben venir desde otros sectores políticos.
El ambientalismo no sólo es “sandía”, no sólo es de los partidos “verdes”, es de todos, de toda la política.
*Pablo Uribe Ruan es Candidato a MPhil en la Universidad de Oxford.