Hace una semana, manifestantes en el Reino Unido tumbaron la estatua de Edward Colston, una de las figuras más criticadas por su pasado esclavista. En la deconstrucción del racismo, algunos creen que esta es la mejor manera de borrar el pasado. Otros, sin embargo, opinan que el límite de lo que se puede eliminar es difícil de trazar.
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POR más de 40 años todos le temieron por su omnipresencia en cada esquina de Paraguay. Era tan poderoso Alfredo Stroessner, que su dictadura esquivó cualquier intento de democratización, y poco le importó que sus vecinos le pusieran fin al autoritarismo. En 1980, como hombre de poder -vanidoso como Claudio, cuya estatua navegó por las aguas de Colchester- quiso que esculpieran su figura de ascendencia alemana en el cerro Lambaré. Allí no duró mucho: nueve años bastaron para que la trasladaran. Acabada la dictadura, el repudio de su figura fue manifiesto y comparable con lo que pasó en Rumania después con Nicolás Ceaușescu.
De agache han pasado las historias de las estatuas de estos dictadores. Poco o nada se dice de ellas. Casi siempre es el destino de las narrativas de la periferia: la incomprensión o el olvido. La historia, parece, solo sirve para aquellos dedicados a las discusiones absurdas sobre el pasado. Pero en el centro, en aquellos países denominados “desarrollados”, el relato histórico, y sus actores y representaciones, genera hoy una enorme división.
La representación
Hace siglos o décadas, en un sucinto ejercicio de reconocimiento, se adularon ídolos que, sin embargo, hoy rayan con el régimen de valores de movimientos como “Black Lives Matter”. En rechazo del pasado colonial y esclavista, que está esculpido en algunas estatuas en las calles, este grupo, como otros, busca reconstruir el pasado con su presente multicultural y multirracial.
Pero el problema con las estatuas es que están hechas de hierro, bronce y mármol; aguantaron los bombardeos de los Junkers, aguantan todo. A menos que la ciudadanía las modifique, son, como dice Robert Shrismley en Financial Times, construcciones “para durar”, “mientras que las reputaciones están sujetas a reinterpretación”.
Por siglos, Edward Colston (1863) fue un ciudadano inglés que ayudó al desarrollo de Bristol. Pero su motor, con el que hizo dinero, fue la institución -legal en ese entonces- más inmoral de la historia: la esclavitud. Hace ocho días su estatua navegó, tras ser derrumbada por manifestantes, en lo más profundo del río Harbour.
La deconstrucción del racismo lleva directamente a debatir la esclavitud. Para los estándares modernos -ya no sé cómo llamar esta época- Colston es un esclavista, y ya. Borrar su imagen es, en consecuencia, necesario para la construcción de memoria. Pero la esclavitud fue una institución milenaria de la que vivieron imperios, por lo que trazar lo que debe ser tumbado llevaría a romper millones de imágenes, de estatuas. Se puede hacer, pero es difícil saber dónde se debe trazar el límite de lo borrable.
Colston no era Colston por sí mismo. Colston era el gerente de la Royal African Company (RAC), empresa que se encargaba de organizar la esclavitud colonial. Inobjetablemente fue un actor cuyo legado genera desprecio. Pero no fue el único que se benefició de esta institución. Hace días, la profesora de Cambridge Mary Beard contó que entre los beneficiarios de la RAC estuvieron John Locke y Samuel Pepys. Beneficiario de ese sistema, Locke también inspiró a don Pedro II, lector de sus tesis cuando moría de diabetes, para eliminar la esclavitud en Brasil.
El límite, nuevamente, inspira numerosas preguntas. Como Colston, ¿debe Locke terminar en el Támesis? Es atrevido hacerse esta pregunta con el pasado inglés, diría Winston Churchill, quien tuvo una clara concepción racista frente a los pueblos africanos; el lunes, su estatua fue pintada por manifestantes en Londres. Indignados, sus defensores dicen que qué hubiera hecho el Reino Unido sin él para combatir a los más racistas, los nazis.
Las estatuas siempre han generado debate por el régimen de valores que representan. En la rebelión de Boudicca, en lo que hoy es Reino Unido, los pueblos celtas cortaron la cabeza de la estatua de Claudio, para eliminar cualquier lazo simbólico con Roma. El Museo Británico está repleto de exponentes como este, que fueron idolatrados en un tiempo, hasta que los valores cambiaron.
Para algunos, sin embargo, tumbar estatuas lleva a una amnesia histórica. Recordar es vivir, así sea infelizmente, pero con sentido del pasado. Es el pasado el que, como toda narrativa histórica, es interpretable de diferentes maneras por los actores del presente, por medio de registros que van desde las fuentes primarias hasta un registro público, tan público como una estatua. Ella está ahí: empotrada, inamovible y, como muchas, fea. Al final, su significado se lo da quien la ve, y la entiende, a su manera.
Historia entre paredes
Lo simbólico, en la deconstrucción del racismo y de otras causas, hoy parece tener un rol preponderante. El espacio público, aquello que se asienta sobre él, se ha convertido en el lugar de batalla de la representación y la memoria. En esa búsqueda hay un sector que cree que el tiempo se representa sin símbolos negativos; otros creen que todos, buenos o malos, son parte de la historia.
Para encontrar un destino a las estatuas, cuyo pasado no representa los valores contemporáneos, ha quedado claro que un camino es el de Colston, destruidas o en el agua. El poder de tumbar una estatua lo supieron los manifestantes en Leipzig semanas antes de que, sin saber que el muro de Berlín iba a caer, tumbaron la cabeza de Lenin. Pero hay formas que sopesan la destrucción con algo de consenso sobre las estatuas y su lugar.
Por décadas, no ha sido raro ver camiones que mueven las estatuas a un lugar, cerrado o abierto, que no tiene el grado simbólico que una calle principal. En Budapest, desde hace algún tiempo, yacen en el parque Memento, o de Memoria, 40 estatuas comunistas que fueron trasladadas después de la caída de los soviéticos. Para The Economist, que estuvo en el lugar hace tiempo, “no proporciona suficiente información sobre los objetos en exhibición, pero ofrece inspiración”.
No es suficiente la inspiración, aparentemente. Preguntarse con fundamento cuál es el pasado de la persona esculpida en una estatua requiere aprender historia, tan vapuleada por el paradigma desarrollista cuyo dios, hoy, es la tecnología. No obstante, hay aproximaciones interesantes. En varias ciudades existen paseos “incómodos” (uncomfortable tour) sobre capitales con pasado imperialista y colonial, en los que se puede aprender y tomar una posición crítica.
Tumbar una estatua siempre será una opción. Lo ha sido así ya muchas veces, no hay nada nuevo. Una mirada crítica de quienes están esculpidas en ellas lleva, más bien, a ser más creativos.
*Candidato a MPhil en Estudios Latinoamericanos en Universidad de Oxford.