Especial para EL NUEVO SIGLO
Mucho antes de que dijera, en diciembre de 2004, que el Socialismo como idea política estaba vigente y debía recuperarse, Hugo Chávez Frías había incorporado a su verborrea consignas referidas al antiimperialismo y la integración de América Latina. A partir de su reunión con Fidel Castro en la isla de Margarita, en diciembre de 2001, el discurso de Chávez comenzó a revestirse de tintas rojas y vieja fraseología izquierdista.
Recordemos que el dictador cubano estuvo entonces en la isla de Margarita, rodeado de más de un centenar de guardaespaldas, francotiradores y sujetos armados. Se celebraba la III Cumbre de la Asociación de Estados del Caribe (AEC). Y fue en esos días cuando el astuto Fidel Castro comprendió que el golpista Chávez carecía de un pensamiento político mínimamente estructurado, y que si se le acariciaba el ego de forma sistemática, ese Chávez rimbombante y ahuecado, ese narciso con los bolsillos lleno de dólares, cuyo mayor placer consistía en escucharse a sí mismo hablar sin límites, ese Chávez con vocación de palabrerío, era influenciable. Absolutamente influenciable por él. Fidel Castro lo tenía disponible, listo para hacerle sentir como un líder planetario, pero, eso sí, a cambio de una tajada de la renta petrolera venezolana.
Castro entendió que tenía en sus manos a un sujeto con autoridad sobre la rica nación productora de petróleo –Venezuela, su crónico sueño húmedo–, y que a cambio de la plataforma política y de proyección internacional que Chávez anhelaba con desespero, la dictadura cubana obtendría beneficios en forma de combustibles a precios ridículos y recursos financieros. Castro entendió que el potencial era mucho más grande que el previsto inicialmente.
Y entonces, las piezas sueltas de esa colcha de retazos llamada Socialismo del Siglo XXI comenzaron a juntarse, a embutirse, no importa si calzaban unas con otras, si guardaban coherencia, si sus fuentes históricas eran o no ciertas o si eran legítimas o no, y mucho menos si el enunciado mismo de un Socialismo del siglo XXI podía ser o no viable.
Quien tenga memoria de ese momento venezolano, sin duda compartirá mi perplejidad: aquella colcha quiso venderse como una ideología. Nada menos. Venderse como una nueva ideología, que vendría a promover una nueva oportunidad, distinta al fracaso inocultable del asesino comunismo soviético y del asesino comunismo maoísta, para avanzar “hacia la liberación de los pueblos”. Nada menos.
Las promesas
¿Y cuáles eran las promesas, los contenidos de ese pretendido Socialismo del Siglo XXI? En primer lugar, se proponía como una especie de amalgama de consignas o pensamientos diversos, que enunciaba como antineoliberal, anti-Estados Unidos, y fundada en las banderas o el pensamiento de figuras de la historia de América Latina: Simón Bolívar, Simón Rodríguez, José Martí, Ezequiel Zamora y hasta el mismísimo Fidel Castro.
Ese pastiche hecho con materiales de quincalla, que hasta produjo un pequeño dibujo, “el árbol de las tres raíces”, que tendía un lazo hasta “los saberes de los pueblos originarios” como semilla o savia ideológica, sería la visión que guiaría a la Revolución Bolivariana en Venezuela, pero también sería el factor inspirador de movimientos “progresistas” en el Ecuador de Rafael Correa, la Bolivia dominada por el apetito del ególatra Evo Morales o la Argentina bajo el control de la banda de delincuentes encabezada por Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner.
Sin embargo, hay un asunto crucial que me ha animado a escribir este artículo: recordar que el Socialismo del Siglo XXI hizo de posiciones ético-morales su cartilla de presentación. Se llenaban los pulmones de aire, aumentaban el volumen de los micrófonos, reunían los mayores auditorios posibles, para denunciar la corrupción en sus múltiples formas. Chávez, el más hábil para este fin, creaba escenas, apuntaba y señalaba, a diestra y siniestra. En su precariedad mental, Venezuela se dividía en dos: sus seguidores, unánimemente buenos e impolutos, y el resto del país, siempre corruptos y lacayos del imperialismo.
Resultó que esa chusca ideología de cartón-piedra, que ese activismo propagandístico multimillonario, no era más que una gigantesca tapadera, un enorme circo para distraer incautos del único y real propósito del Socialismo del Siglo XXI: robar todo cuanto sea posible; hacerse de los bienes de la nación sin pagar por ellos; crear gordas e impunes oligarquías institucionales, políticas y económicas, que les garanticen el mantenimiento del poder y el enriquecimiento ilimitado.
Pero en el caso de Maduro, su brutal ejecución del Socialismo del Siglo XXI lo empujó a cruzar todos los límites, para convertir su régimen, a partir de las bases que Chávez dejó establecidas al momento de morir, en una estructura político-militar fascistoide, represiva y violadora de los Derechos Humanos, torturadora y violadora, extorsionadora y coercitiva, responsable del empobrecimiento masivo de la sociedad, la destrucción de los servicios públicos, la aniquilación de la institucionalidad democrática, y hasta la devastación ambiental de amplias zonas del territorio.
Así las cosas, la etiqueta Socialismo del Siglo XXI perdió por completo su posible utilidad. Ya no genera ilusión alguna, ni nadie la agita. Su sola mención causa repulsión o, en el mejor de los casos, risa. Maduro la destruyó, la volvió un trapito sin capacidad de ilusionar o de engañar.