Con base en una perspectiva de gran cobertura, una abarcadora mirada global, es posible distinguir que Francia prevaleció durante el Siglo XVIII, el Siglo de las Luces. Ya para el Siglo XIX Inglaterra mostró su poderío e influencia global. El Siglo XX habría sido dominado por Estados Unidos, incluyendo en ello, su dinámica de acuerdos y antagonismos, con la desaparecida Unión Soviética.
En nuestro ingreso al Siglo XXI, más que un mundo unipolar, se va imponiendo una condición variada, con diferentes potencias prevaleciendo en sus intereses y presencia en las relaciones internacionales. A las condiciones de “normalidad” hasta 2019, se agrega este año extraordinario, la conformación de este “cisne negro”, totalmente excepcional, con el impacto mundial de la pandemia del covid-19 y la generación del Gran Confinamiento que no tiene fecha de vencimiento definitivo aún para fines de 2020.
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Sin embargo, es posible identificar rasgos de lo que la Doctrina Social de la Iglesia, denomina “los signos de los tiempos”. En efecto, en un primer momento de euforia, nuestra entrada política al Siglo XXI, parece estar dada por lo acaecido la noche del jueves 9 de noviembre de 1989: la caída del muro de Berlín. A partir de este suceso parecía prevalecer tanto la democracia occidental, como las economías de mercado. El planteamiento de Francis Fukuyama generaba prometedores dividendos en la industria editorial: “el fin de la historia”.
Sin embargo, la realidad continúa por rutas de obcecación. Las cosas no salieron tan fáciles como se podían haber percibido. Estados Unidos dio muestras de tener una economía y liderazgo socavados, en especial durante los dos períodos presidenciales de W. Bush (2001-2009) se tuvo los ataques del 11 de septiembre, la crisis financiera sistémica de 2008 puso de manifiesto los frágiles cimientos de la economía internacional. Y finalmente la pandemia actual del Covid-19 con su marea baja, dejó al descubierto los sistemas y los países que carecían de aceptables condiciones de institucionalidad.
Llegamos a las condiciones con las que cerramos ahora la segunda década del Siglo XXI, estando a 75 años de haber establecido el entramado y urdimbre de instituciones con las que se concluyó la Segunda Guerra Mundial. En específico se hace referencia aquí a la Organización de Naciones Unidas (ONU), al Banco Mundial (BM), al Fondo Monetario Internacional (FMI), y también a lo que primero fue el GATT y luego, a partir de 1995, la Organización Mundial del Comercio (OMC).
En todo este andamiaje internacional es claro que el liderazgo, impulsando la 4ª. Revolución Industrial y la actual fase de globalización contó con el protagonismo de Washington. Tiempos de liderazgo para el establecimiento e imposición de agendas. De allí, entre otras razones, el predominio estadounidense en el siglo pasado.
Pero los tiempos han cambiado. Y lo han hecho drásticamente. En la actualidad, aún con más evidencia a raíz del impresionante efecto del covid-19, se requiere de un replanteamiento en el entramado de las instituciones internacionales.
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Sin embargo, a la par de la pandemia, o en todo caso debido a sus efectos, ha quedado al descubierto un vacío abismal de liderazgo global, con sus siempre evidentes excepciones. Entre estas últimas, contrastando con las irresponsabilidades de dirigentes como Trump o Bolsonaro -con notables influencias tanto globales, como para América Latina- se encuentran dos mujeres: Ángela Merkel en Alemania y Jacinda Ardern en Nueva Zelanda.
No obstante es posible advertir ahora la práctica imposibilidad de que el liderazgo mundial pueda provenir de Europa -aún con menos posibilidad luego de las heridas autoinfligidas por parte del Reino Unido-. En el caso de Estados Unidos es por demás innegable el impacto populista de Trump. De eso se nutren las estridencias enraizadas en el proteccionismo, la incapacidad de liderazgo en la actual globalización, los delirios del aislamiento. Sus posiciones contra el multilateralismo lamentablemente no pueden ser reparadas tan rápidamente por la nueva Administración Biden.
En ese panorama es donde emerge el protagonismo chino. Su poderío es visible en varios frentes de su política económica, social y de relaciones internacionales. Ya prácticamente a inicios de 2021, lidera una asociación regional en el Pacífico que constituye un 32% del total de producción mundial (PIB global), ha demostrado tener una sobresaliente capacidad en la generación de infraestructura -recuérdese la construcción de un puente de 55 kilómetros sobre el mar en 8 años, y de un hospital de cuatro pisos, en 7 días.
Por otra parte, China está copando el vacío que en el liderazgo mundial deja Trump. Una ventaja de la potencia asiática es que sus planes son estratégicos en el largo plazo, unos 50 años de perspectiva. Esto ofrece estabilidad a la política económica, la asignación de recursos y promueve un desarrollo con base en procesos acumulativos sólidos.
Actualizadas estimaciones de organismos internacionales identifican que para 2028 China podría muy bien estar sobrepasando a Estados Unidos y Europa en total de producción mundial, en capacidad de demanda y en productividades laborales. Tómese en cuenta que, en la actualidad, la tendencia es que el modelo chino se base más en demanda efectiva del mercado interno, en lugar de expansión exclusiva de exportaciones.
El Presidente Xi Jinping de China ha sido enfático: “en la perspectiva del mundo actual, se debe propiciar el Desarrollo Sostenible. China está comprometida con la construcción de un efectivo sistema de gobierno global”. Como están las cosas en la actualidad, el liderazgo chino tiende a estabilizarse y a predominar. China se avizora como protagonista esencial del Siglo XXI, con todas las esperanzas, expectativas y amenazas que todo ello puede significar.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor Titular, Escuela de Administración de la Universidad del Rosario
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