De nuevo las decisiones de Trump parecen sobrepasar todo límite de sorpresas. Fiel a su estilo intempestivo, ahora se tiende a profundizar y a extender el espacio de la guerra comercial con China. Se trata de nuevos pretextos, sin mayores innovaciones en este libreto de inestabilidades que tiene epicentro en el 1600 de “Pennsylvania Avenue”, la dirección oficial de la Casa Blanca.
Sin embargo estas dinámicas de lo comercial no han quedado allí. Recientemente Trump tomó la decisión de vetar a la compañía tecnológica china Huawei invocando razones de seguridad nacional. Es evidente que cualquier cosa es válida para encubrir el rezago de competitividad de la economía estadounidense, esta vez en relación con la tecnología.
El mandatario dice proteger empleos cuando populistamente incorpora un ingrediente no confesado, un elemento que usualmente es denominador común en todo populismo: serán los consumidores los que paguen por estas medidas y obstrucciones al libre comercio y a una asignación más efectiva de los recursos productivos.
Es evidente y alarmante el enfrentamiento entre Washington y Pekín no sólo en función de los nexos comerciales, sino en una pelea con un objetivo más estratégico. Se trata de una finalidad más de fondo: lograr adueñarse de la hegemonía en el mercado tecnológico mundial.
No es poca cosa. Quién lo logre -ya sea China o el volátil país que ahora es Estados Unidos- podrá establecer amplias economías de escala, un gran soporte de capital fijo y con ello de solvencia. Podrá tener la potestad de ser -dada su posición dominante de mercado- quien establezca precios en ramas de tecnología de punta, con grandes efectos multiplicadores en los circuitos de la cuarta globalización que vivimos actualmente.
Da la impresión que Estados Unidos está acorralado, y en función de ello se ve forzado a establecer medidas abiertamente defensivas en función de la política económica mundial de tecnología y comunicaciones. Pekín ha ido avanzando y planea continuar con una confrontación más basada en la paciencia y en el desgaste -como son las estrategias de mayor calado que buscan resultados de mayores magnitudes- que las vociferantes y etéreas posiciones propias de Trump.
Todos sabemos que China opera, para fines funcionales y efectivistas, con una gran ventaja, para bien y para mal: no tiene los frenos o compensaciones democráticas ni los sinuosos caminos, auténticos senderos endiablados que en las sociedades occidentales suelen explotar los abogados para beneficiosos personales, de entidades lucrativas sin escrúpulos, y en función de metas corto-placistas. Se trata de circuitos rentistas basados en el modelo D.R.F.E. –dinero rápido, fácil y efectivo-.
Medidas y réplicas
Este conjunto de condicionantes habría dado base a que el funcionario Ren Zhengfei, asesor de Huawei, haya hecho declaraciones en las cuales prácticamente despreciaba la moratoria de tres meses que Trump había ofrecido para, en palabras del líder republicano, “mitigar los efectos de un veto radical que ha desestabilizado los mercados de valores”. El inquilino actual de la Casa Blanca no debe olvidar que la volatilidad económica de Estados Unidos se pudo confirmar con la evaporación que en diciembre y enero borró los avances bursátiles logrados durante todo el 2018.
Tal y como el gobierno de Pekín lo ha manifestado en reiteradas oportunidades, lo que China hace es responder a un desafío que plantea Trump. Al más alto nivel, el presidente chino Xi Jinping lo ha recalcado en varias ocasiones: “nuestro país se ve forzado a dar réplica a los planteamientos hostiles del Washington actual”.
No es posible, incluso utilizando un mínimo análisis de teoría de juegos, establecer un resultado que sea altamente probable en esta guerra iniciada por Trump. En estas transacciones se sabe certeramente como se inician los procesos, pero se ignora el escenario final de las controversias.
Sin embargo se dibuja ya en la perspectiva inmediata un resultado que se va concretando rápidamente: la relativa desconexión tecnológica entre las dos potencias. Esto muy probablemente será un freno a la dinámica económica mundial, y además, y esto es muy peligroso, se afectarían los sistemas integrados de defensa común, tal y como lo documentan, recientes editoriales de Le Monde y El País, desde Paris y Madrid, respectivamente.
Es indiscutible que en todo esto hay algo más alarmante que Trump en Washington y Bolsonaro en Brasil: son sus seguidores, quienes les respaldan. Sin estos últimos, esos liderazgos no tendrían poder. Los costos muy probablemente, serán mayores en el futuro. Son muy serias las consecuencias que se pueden tener a partir del actuar de grupos sociales marginados, perdedores, que claman represalias contra otros. Ciertamente, en medio de una actitud desesperada, las decisiones son peligrosas.
Uno desearía equivocarse en estos análisis, pero parecieran confirmarse actualmente estos planteamientos, con la elección del joven cómico Volodimir Zelenski (1978 -) el nuevo presidente de Ucrania. Ha prometido declarar tierra arrasada respecto a los logros de su antecesor. Es presidente de su país desde el 20 de mayo de 2019. Su primera acción, sin anestesia y con motosierra, fue disolver el Congreso ucraniano.
Pareciera que estos líderes son dados lanzados al aire. La esperanza de las promesas de campaña fácilmente puede traducirse en costosas tragedias de amplio alcance. El evitable drama humano con todo el sufrimiento de la Venezuela actual, aprovechada y sostenida hasta lo último por represivos militares de ese país, también nos lo recuerda. Nos lo recuerda a diario y de manera lacerante.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario. El contenido de este artículo es de entera responsabilidad del autor por lo que no compromete a entidad o institución alguna.