LA existencia de violentas protestas en Francia podría equipararse con los planteamientos de “problemas en el paraíso”, temas sobre los que ha reflexionado el filósofo esloveno Slavoj Zizek (1949 - ). Efectivamente, Francia se abre paso no sólo, en términos históricos, como la sociedad que nos legara la Revolución Francesa, importantes contribuciones científicas, sino también un país en donde se concretó el liberalismo como forma de conducción de política económica, asociado a los rasgos fundamentales de la democracia como poder de pueblo, de consenso, de elecciones informadas, libres y limpias.
En referencia a Occidente, fue en Francia, junto a otros países europeos y los logros de la Revolución Estadounidense de 1776 -nada que ver con Trump- a partir de lo que se consolidó la expresión siempre perfectible de la civilización y la práctica del humanismo en pro del desarrollo social, de los mercados incluyentes y del Estado de bienestar. Es esto lo que constituye parte del contexto de la movilización de los “chalecos amarillos”.
Con todo lo que los medios de comunicación nos traen, con todo el bagaje del que somos históricamente herederos, Francia es percibida como una sociedad funcional, como un Estado post-moderno, es decir, aquel que cede soberanía para enfrentar males acuciantes que nos acechan -así sea que el costo de los mismos no se perciba- tal el caso del calentamiento global.
Pero esas percepciones, como todas las percepciones, esconden situaciones y dinámicas de las que muchas veces no nos percatamos. Al ignorar esas cuestiones es que nos puede sorprender la toma de calles realizada por los “chalecos amarillos”. Se trata de grandes conglomerados que siguieron la convocación mayoritaria de las redes sociales en un amplio movimiento de protesta contra medidas de la Administración Macron en Francia.
El elemento detonante, el que disparó las protestas y toda la violencia que se ha evidenciado, fue la decisión del presidente francés, de equiparar los precios del gasoil con el de los combustibles comunes. La medida buscaba recursos financieros a fin de que Francia cumpliera con los acuerdos de lucha contra el calentamiento global, según estipulaciones del Acuerdo de París -acuerdo mundial firmado el 22 de abril de 2016-.
¿Qué pasó entonces, los franceses están contra medidas para evitar el calentamiento global? No, no es así exactamente.
Lo que ocurre debe identificarse con un contexto. En un principio se aceptó el gravamen percibiéndose como una medida justa. Pero rápidamente grandes sectores sociales se dieron cuenta que el impuesto golpeaba a los más vulnerables económicamente.
Quedó en evidencia, que, desde el inicio del mandato presidencial de Macro, en 2017, el Ejecutivo francés había aliviado la carga fiscal de los sectores más poderosos. Macron desde el inicio de sus funciones eliminó el impuesto a las grandes fortunas, lo que influyó en los niveles de liquidez que maneja el gobierno. Y en un acto, por demás populista con los grandes poseedores del capital, trasladó los costos con mayor rigor, en términos marginales, a los asalariados. Esto es lo que está en el centro fundamental de la protesta de los “chalecos amarillos”.
Y claro, con revueltas que se toman el centro de París, que están allí mismito en el Arco del Triunfo, de la Plaza de la Concordia, de los Campos Elíseos, de la misma avenida Fochs -donde se concentran quizá las mayores fortunas de Francia, de Europa y del mundo- que están enfrente del Palacio del Eliseo, sede del Ejecutivo francés, las cosas no pintan ni mucho menos para ocultarse.
Es de subrayarlo: las protestas surgen porque hay gentes que no aceptan lo que se entiende como una clara violación de derechos de equidad, en donde se perciben injusticias. La revuelta planta cara a la injusticia fiscal, que contrae la demanda interna. Precisamente la demanda que crea empleo, crecimiento y brinda oportunidades de bienestar a la población. Se acepta la ecología, pero no con medidas que sirven de pretexto para rebajas “competitivas” para los sectores más poderosos, en lo que se identifica como una práctica típicamente coercitiva más propia de países “emergentes”.
Se puede estar de acuerdo con la lucha contra el cambio climático, aceptando de paso el estado de negación de esta cuestión por parte de Trump en Washington, pero es difícil que la gente acepte todo ello, sabiendo que los sectores que más se benefician no están participando en la cancelación de las facturas. Las cosas se complicaron cuando, incluso antes de las manifestaciones, el Ejecutivo francés, detuvo a cabecillas y procedió a interrogar a supuestos líderes, los sospechosos de organizar las movilizaciones.
En un país latinoamericano en general, esas arbitrariedades son moneda de uso diario. Nadie se inmuta. La gente está más ocupada en el fútbol o pendiente de las telenovelas, y también es cierto, imperan condiciones de represión, por lo general severas y sangrientas. Pero en Francia los logros que aún se tienen de la educación y de las actitudes sociales, hacen que las cosas tengan dinámicas diferentes, que se tenga más consciencia de los derechos y se plante cara ante lo que se estima son flagrantes arbitrariedades.
Ahora el escenario es que los “chalecos amarillos” van por más. Ya se han retirado o se han pospuesto las medidas que se consideraban más perjudiciales, las más polémicas. Pero la población está consciente de su poder, de los errores y vacilaciones de un régimen que como el de Macron, impulsa la “modernidad” de costos asimétricos. El riesgo es que las fuerzas más nacionalistas y contra-europeas, pesquen en aguas revueltas, tratando de que se impongan posiciones excluyentes en la política y los odios de la segregación.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario. El contenido de este artículo es de entera responsabilidad del autor por lo que no compromete a entidad o institución alguna.