Las orejas de la anarquía | El Nuevo Siglo
Domingo, 13 de Septiembre de 2020
  • Existe un claro propósito desestabilizador
  • Bogotá debe enfatizar principio de autoridad

 

 

En sucesos como los que ha vivido Bogotá en los últimos días vale la pena detenerse a fin de encontrar lecciones de tan drástica y confusa experiencia. Se está hablando, por supuesto, de sangre, terror y lágrimas. No es, pues, cosa de poca monta cuando se produce la muerte, la anarquía y la desorientación estatal. Y una ciudad anarquizada tal vez sea un factor de riesgo que no se ha medido en toda su dimensión categórica por los responsables de llevar las riendas de las instituciones. Tanto así que el solo ejemplo del caos bogotano fue replicado en otras ciudades colombianas, lo cual es demostrativo de la magnitud de lo que se está hablando.  

Bajo esa perspectiva, hay que hacer un alto en el camino y tratar, en medio de las dramáticas circunstancias, de elaborar alguna plataforma hacia el futuro que permita, de un lado, recuperar la confianza ciudadana y de otro eliminar los exabruptos y arbitrariedades que sirvieron de detonante al lesivo cuadro de esta semana.

Razones para protestar, claro que las hubo. Pero de ahí a aceptar el reino de la anarquía como formulación política hay un abismo. Porque para nadie es secreto que son episodios repetitivos que no nacen por generación espontánea, en esta ocasión con múltiples víctimas mortales, aparte de los ingentes daños materiales tradicionales. El caso de Bogotá, con sus réplicas en el país, demuestra fehacientemente que detrás existe un claro propósito desestabilizador. Hay una estrategia persistente que consiste, precisamente, en derruir la autoridad, bien maniatándola, bien enfrentándola. Existe, además, un uso espectacular de las redes sociales con esos fines. Y en tanto parecería, de parte de las autoridades, no existir la más mínima inteligencia al respecto.

Por descontado, es un axioma que los abusos policiales merecen, no solo las condenas públicas, sino las medidas más eficaces establecidas contra los desmanes estatales, sobre cuyos agentes individuales debe recaer todo el peso de la ley en caso de trasgresión. A los otros, en las altas instancias distritales y nacionales, les cabe la responsabilidad política. Tratar de evadir esas responsabilidades, echándose culpas unos a otros, para no asumirlas, es un espectáculo infamante que desgasta al Estado y horada la democracia. De nada vale, además, sostener que no se tolerarán brutalidades y que se castigarán con todo rigor, puesto que esto es simple y llanamente parte esencial de las funciones constitucionales. No hacerlo sería cohonestar las arbitrariedades y caer en los mismos abusos.         

De otro lado, es menester decir que una ciudad no tiene ni puede tener vocación de futuro si se abandona el principio de autoridad. La idea de que es factible vivir en el desorden, de que la protesta vandalizada es el camino de la redención social, de que es válido recurrir a las acciones violentas concertadas en los diferentes barrios de la capital, como en otras partes de Colombia, no puede ser fruto sino de una noción anárquica que intenta imponerse sin que exista una reacción, serena pero determinante, de parte de quienes tienen en sus manos el compromiso legal y el mandato democrático de velar por la totalidad de los ciudadanos. En un momento dado, después de conocerse el tenebroso video de la víctima de los abusos policiales en Bogotá, cuando se produjo el desborde anarquista, con claros visos de premeditación orquestada, pareció no haber ningún tipo de jefatura de Policía en la alcaldía capitalina. Salvo por encender la polémica, con algunos trinos, el asunto más bien pareció un acto de fuga de las realidades circundantes. Es comprensible que existan matices sobre cómo proceder; lo que no es dable es la parálisis y la retórica de la inacción.          

En esa medida, la democracia no es un albur político que se pueda jugar a los pálpitos y las emociones. Las responsabilidades institucionales son irrenunciables, so pena de caer en el prevaricato por omisión. De hecho, la sola exigencia de clamar por el principio de autoridad demuestra cuán bajo está este concepto elemental en el escalafón de prioridades. Quizás ello se deba al abandono de este principio básico en los últimos tiempos, en todos los niveles, desde que se implantó la idea populista de que todo es negociable, en particular el orden y la ley.

Pero una cosa es la democracia y otra el democraterismo, en cuya doctrina todo es transable, según se ha venido implantado como modelo inamovible desde hace unos años. Por esa dirección, claro está, es muy fácil llegar a la oclocracia, que en efecto ya se avizora. Es decir, el gobierno de la muchedumbre, del tumulto, del trastorno. Que es lo que se ha venido viviendo, así se quiera tapar el sol con las manos.