Por Juan Carlos Eastman Arango*
EL lanzamiento estadounidense de las bombas atómicas sobre dos ciudades japonesas, en agosto de 1945, sigue siendo materia de controversia historiográfica y política. Las explicaciones alrededor de la toma de decisiones entre civiles y militares en aquellos momentos, ofrecen la misma insatisfacción durante los 70 años transcurridos desde aquel atroz evento. Las dos preguntas centrales, cuyas respuestas no logran sanar la memoria japonesa ni la moral humana global lastimada, resuenan aún: ¿Por qué se decidió?, y ¿Para qué se lanzaron? Quizás una inquietud adicional las une: ¿Era realmente necesario?
Pues bien. De los viajes y visitas que el presidente Obama ha realizado, en lo que va corrido del año, a lugares neurálgicos para las relaciones históricas de su país, el más reciente, a Japón, tuvo la particularidad de inscribirse en una problemática política y diplomática regional que controla de forma muy precaria, y que incluso puede llevar a su país a paralizar su soñado liderazgo anti-ruso y anti-chino en Asia oriental. Si creyó, siguiendo la opinión de sus asesores y consejeros, y quizás acordando con su contraparte japonesa, un punto medio de “silencios mutuamente convenientes”, se equivocó, como también lo hizo su anfitrión.
Los silencios terminaron siendo sonoros e incómodos, a la luz de la historia y de la sensibilidad colectiva y política de diversas nacionalidades asiáticas, incluso la australiana. Si bien la visita formaba parte de su estadía en el archipiélago para cumplir compromisos en la reunión del llamado G-7 (ahora sin Rusia), los propósitos de acudir a una “cita con la historia”, en Hiroshima, terminó siendo un evento mediático, vacío de contenido y de fuerza vital, con un discurso escrito y pronunciado para una parte de la sociedad global que, desde décadas atrás, denuncia la inutilidad y la perspectiva suicida de la acumulación y eventual uso de armas nucleares para solucionar disputas y rivalidades geopolíticas.
Si somos rigurosos, esas palabras nos muestran, una vez más, el estilo populista que se adueñó de la política estadounidense desde la década de 1990, y cuya conquista más extraordinaria, pero vergonzosa para la humanidad, fue el otorgamiento del Premio Nobel de Paz a un presidente que, siguiendo la lógica del interés corporativo transnacional que representa, cambió el estilo comunicacional pero no el fondo de la política exterior de su país.
Días atrás a esta visita, los medios y las redes sociales se agitaban debatiendo y especulando si el presidente Obama pediría disculpas por el lanzamiento de esas bombas atómicas. Como parte de la construcción mediática del entorno de esa visita, las cifras de víctimas volvieron a exhibirse, el trauma colectivo experimentado nos fue recordado y los sobrevivientes, de nuevo, convocados a una ceremonia con distinto tono y aspiración política por parte del gobierno japonés.
No ponemos en duda, por supuesto, el valor de esos testimonios japoneses dolorosos; lo han sido desde agosto de 1945, y recordados cada año por el sistema de Naciones Unidas, aunque no hayan logrado el propósito ejemplarizante y educativo que parecería obvio para el resto de países del mundo; varios de éstos, por el contrario, en nuestros días, poseen armas de destrucción masiva tanto nucleares como químicas y biológicas, e insisten en desarrollar exigentes programas de investigación en ciencia y tecnología para exhibir armas de este tipo como disuasión y como piezas novedosas de negociación y extorsión política y diplomática.
Al tiempo, de forma deliberada, se omitió y silenció la misma expectativa y exigencia para las autoridades japonesas, las cuales, desde hace varias décadas, niegan y se resisten a aceptar responsabilidades sobre los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por sus tropas, corporaciones empresariales y dirigentes políticos y científicos contra la población civil en las áreas invadidas y sometidas por el proyecto imperialista japonés de Hirohito y sus compañeros de gobierno entre 1931 y 1945.
¿Solamente Estados Unidos debía presentar excusas por el lanzamiento de las bombas atómicas bajo la administración Truman en 1945? La evidencia de que el papel político de la memoria de Pearl Harbor en diciembre de 1941 tampoco ha sido superado por el establecimiento estadounidense, lo demostró George W. Bush cuando, frente a los escombros del implosionado World Trade Center, en septiembre de 2001, en medio de una escena dramática, recordó a sus conciudadanos que ése era su “Pearl Harbor del siglo XXI”. Y la mayoría estadounidense, golpeada moralmente y sensibilizada al extremo, como era natural, después de 60 años, lo entendió y admitió.
¿Por qué el presidente Obama incursionó en un “mar de tormentas historiográficas” y de pasiones individuales y familiares sacudidas por la memoria colectiva, que administran gobiernos nacionalistas, liberando al gobierno japonés de hacer lo propio frente a sus propios conciudadanos? ¿Cree que esta postura le hará más cómoda su relación con China, las Coreas, Taiwán, Filipinas, e incluso, Australia? No lo creo. Quizás, más adelante sabremos cuál fue el precio que pedía Japón para apoyar a Estados Unidos en su agenda asiática, al tiempo que continuaba con la agenda de “liberación gradual y selectiva” de iniciativas y autonomía creciente del gobierno del archipiélago en materia de seguridad y defensa, iniciada de forma discreta desde la segunda administración de Ronald Reagan. La tendencia, por supuesto, ha sido rechazada por sus vecinos más cercanos.
La imagen cultivada y proyectada de un Japón pacifista, que de repente fue víctima de la agresión militarista estadounidense, de la manera más cruel y bárbara, no es saludable para la sociedad japonesa y tampoco promueve la convivencia que requieren los desafíos de cooperación y entendimiento en Asia oriental, para las siguientes décadas de este siglo XXI. Corea sigue esperando el ofrecimiento de perdón por parte de las autoridades japonesas. China, de forma regular y sistemática, recuerda y exige la misma conducta por parte de Japón. Las víctimas que sobrevivieron la cruenta ofensiva japonesa en la Guerra del Pacífico de mediados del siglo pasado, y que han fallecido ya en su mayoría, sus hijos y nietos, sus colectivos imborrables a pesar de los esfuerzos políticos por hacerlo, y las naciones que hoy los acogen, siguen esperando que Japón rompa el silencio incómodo frente a su propio pasado, y deje de atribuir, de forma exclusiva, las responsabilidades de la crueldad de aquella guerra, a los vencedores.
¿Por qué Obama fue a Hiroshima? ¿Bien valía una Corea del Norte ese paso político? ¿Es equivalente a sus dificultades con China, y al desafío creciente de este gobierno a la soñada hegemonía estadounidense en Asia Pacífico? ¿Por qué recordar Hiroshima, sin profundizar en las causas y desarrollos de la guerra, y no recordar ni reconocer, como sucedió a comienzos de este mayo, los esfuerzos y logros del ejército ruso-soviético contra los nazis en 1945? La tragedia de los usos y abusos de la historia por el poder es que la evidencia social los asalta, más adelante, al girar la esquina.
*Historiador, Especialista en Geopolítica. Docente e investigador del Departamento de Historia y Geografía, Pontificia Universidad Javeriana.Miembro del Ceaami (Centro de Estudios de Asia, África y Mundo Islámico) y del Cesdai (Centro de Estudios en Seguridad, Defensa y Asuntos Internacionales).