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El mensaje fue muy claro en las elecciones presidenciales en Estados Unidos: los votantes le dijeron no a la globalización.
Se hizo evidente, tras la bofetada que sufrió el liberalismo norteamericano con la victoria de Donald J. Trump, la insatisfacción sistemática de muchos sectores de la sociedad norteamericana.
Una enorme masa de votantes blancos, de clase media y ubicados en sectores rurales eligieron la opción que los tuvo en cuenta, por encima del discurso multicultural que erigió Hillary Clinton durante toda su campaña.
Al igual que en el Brexit, el norteamericano dejó claro que existe una disconformidad con la globalización económica que tiene en cuenta algunos, pero a otros no. Su voto castigo fue contra un sistema que rompe fronteras y crea oportunidades en algunos lugares, y quiebra tradiciones en otros, las desecha como basura.
El votante de Trump durante mucho tiempo se sintió así: desechado. Poco incluido, vio cómo en tres décadas su posibilidad de progresar se vino al piso. Pasó de trabajar en la industria pesada o en campos agrícolas, a llenar las filas en cada estado como un desempleado más.
Mientras, un discurso universal y multicultural copó la agenda de los últimos gobiernos. Esta búsqueda incesante por incluir antes que corregir problemas económicos y sociales en viejas capas de la sociedad, llevó a un sentimiento de rechazo contra el establecimiento, representado por políticos, como Clinton, que venían de los corrillos de Washington.
Hábilmente, Trump entendió que su objetivo electoral estaba ahí, con los inconformes, que se convirtieron en su soporte, ante un arrollador establecimiento demócrata -en la prensa, en la política, en el mundo- que trató de tumbarlo.
Estos inconformes tenían raíces similares y compartían las mismas insatisfacciones. Pese a la experiencia de Clinton y la imagen de bufón que la prensa presentó de Trump, sus seguidores siguieron al pie de su campaña. El discurso fresco e innovador que presentó a lo largo de la campaña fue lo suficientemente fuerte para tener una masa leal a su lado.
Al elector poco le importó los escándalos o su mal desenvolvimiento en los debates. Prefirió, por delante de todo, que el magnate, y presidente electo, hiciera referencia a sus problemas. Que pusiera en evidencia el desempleo, los precarios niveles de salud y las escabrosas tasas de mortalidad de la población blanca en áreas rurales.
The New York Times reveló que los votantes de Trump, en una proporción de siete a diez, dijeron que preferían el Estados Unidos de los años cincuenta que el de ahora. Esto demuestra que una proporción importante, la que ganó, gritó a todos los vientos su afán de cambio, que se vio representado en Donald J. Trump.
Él dejó claro su deseo de recuperar el viejo proteccionismo que Estados Unidos aplicó a comienzos del Siglo XX. Como si fuera un deja vu post-revolución industrial, habló de un modelo que fue exitoso hasta que explotó la Primera Guerra Mundial, generando que el país entrara en el sistema internacional y dejara para siempre el aislacionismo que lo llevó a ser una megapotencia cerrada e interesada, exclusivamente, en su desarrollo interno.
A muchos se les olvida que Trump replicó esa y otras ideas de sus antecesores. En estricto sentido, copió a Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson, y su visión conservadora de la economía -primero Norteamérica y luego del mundo-. También, como una especie de adoración incubada desde niño, citó una y otra vez y tomó de referente a Richard Nixon, aquel presidente que basó su gobierno “en la ley y el orden”, pero terminó renunciando por una mala decisión.
Todas esas tesis fueron recogidas, pieza por pieza, por Trump, quien las aterrizó a una sociedad cansada de escuchar sobre los derechos de las minorías y los tratados de libre comercio con países a miles de kilómetros de Estados Unidos.
Su apelación al miedo, como un antídoto ante la actual oleada de violencia, fue el otro motor de su innegable popularidad. Este punto generó polémica: muchos dijeron que sus estimaciones eran falsas. Pero el efecto de ellas fue positivo. Logró convertirse en la imagen de un líder fuerte y valeroso capaz de recuperar la confianza de una sociedad “asustada”.
A medida que se fue desarrollando la campaña su mensaje, marcado por dos ejes centrales, tomó fuerza. Hizo, por un lado, que sus seguidores creyeran en un marco económico proteccionista y amable con sus tradiciones. Y logró, por el otro, imponer un discurso de mano dura que recuperó la fe de una sociedad agobiada por el miedo.
Su llegada a la Casa Blanca está marcada por el optimismo de sus seguidores y el temor de sus detractores. Tras su elección la sociedad norteamericana refleja profundas divisiones raciales y una brecha enorme entre ciudad y campo.
Contrario a lo que se pensaba tras el gobierno de su antecesor, Barack Obama, hoy Estados Unidos demuestra una especie de multiculturalismo hipócrita; hay niveles de intolerencia muy altos. Como presidente, su primera tarea será reunir el país alrededor de su figura y calmar la crispación social.
*Este artículo fue escrito originalmente a las 4: 39 AM y ha tenido una actualización.