La reforma a la Ley de Orden Público que se está tramitando en sesiones extraordinarias en el Congreso plantea, sin duda, un reto importante para el Legislativo y el rol que está jugando en el proceso de paz entre el Gobierno y las Farc.
Dicha Ley, como se sabe, contiene los instrumentos legales a que puede acudir el Ejecutivo para adelantar la logística procedimental necesaria para un proceso de diálogo y negociación con un grupo armado ilegal al que se le haya reconocido estatus político. Por ejemplo, es mediante esta ley que se pueden levantar y suspender las órdenes de captura vigentes sobre los delegados subversivos que actúan como voceros y miembros representantes.
La Ley de Orden Público siempre tiene una vigencia de cuatro años, por lo que en los comienzos de cada mandato presidencial es necesario volverla a aprobar. En 2010, arrancando el primer mandato Santos, la modificación más sustancial consistió en la eliminación del artículo que le permitía al Presidente de la República turno ordenar la creación de zonas desmilitarizadas para localizar allí a guerrilleros temporalmente, siempre y cuando se estuviera realizando un proceso de paz con la respectiva facción insurgente.
Obviamente la razón principal de dicha reforma era evitar la posibilidad de que en Colombia se volvieran a presentar fenómenos como los de la “zona de despeje” del Caguán (Caquetá) para las Farc o la “zona de ubicación” de Santa Fe de Ralito (Córdoba) para las autodefensas, en donde guerrilleros y paramilitares incurrieron en múltiples irregularidades y abusos de tipo delincuencial y contra la población civil.
Aunque en su momento distintos sectores le advirtieron al Gobierno que si pensaba realizar un proceso de paz no debería anular esa facultad de desmilitarización, el proyecto se radicó y fue aprobado en tiempo récord por el naciente pero mayoritario bloque de la coalición parlamentaria gubernamental.
Hoy, seis años después, el mismo Gobierno tuvo que echar reversa y reformar la Ley de Orden Público para reactivar esa facultad de crear zonas de ubicación para integrantes de grupos alzados al margen de la ley, ya que el proceso de paz con las Farc –aseguran las partes- se encuentra en la “recta final” y es necesario proceder a crear “zonas de concentración” para localizar a los contingentes guerrilleros cuando comience el cese el fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, y luego el respectivo desarme.
¿Pupitrazo o debate?
Sin embargo, la radicación del respectivo proyecto, que se discute en sesiones extraordinarias y con mensaje de urgencia, empezó a generar debate entre algunos parlamentarios, sobre todo porque su presentación coincidió con el escándalo de la semana pasada en el corregimiento de Conejo, zona rural de Fonseca, en La Guajira.
Como se sabe, el Gobierno había autorizado el traslado de varios cabecillas de las Farc desde La Habana a esa región con el fin de que adelantaran “jornadas pedagógicas” de paz en campamentos guerrilleros de la zona. Sin embargo, lo que ocurrió fue un acto público, con subversivos armados y población civil, que la oposición uribista no dudó en calificar de “proselitismo armado” y que el Ejecutivo se vio forzado no sólo a condenar, alegando que se violaron las reglas del juego autorizadas para este tipo de “jornadas”, que enfáticamente prohíben el contacto con la población civil, sino que las canceló hasta nueva orden.
En medio de la fuerte polémica sobre cómo fue posible que las Farc terminaran en esta clase de actos públicos, que de inmediato hicieron recordar los abusos de la guerrilla en el Caguán, en el Congreso empezaron a surgir temores respecto a cuáles deben ser las condiciones para las nuevas “zonas de concentración” y quién debe precisarlas.
El Gobierno, al tenor del articulado del proyecto, considera que el papel del Congreso debe limitarse sólo a dar una autorización general para que se posibilite la creación de dicha zonas por un periodo determinado de tiempo, mientras se adelanta el proceso de dejación de armas y tránsito a la legalidad. Por igual se pide dejar en cabeza del Presidente de la República la posibilidad de dar órdenes especiales de localización a la Fuerza Pública, lo que implica, entonces, los mandatos para retirar las tropas de determinada zona y crear, incluso, corredores para el ingreso de los subversivos a las mismas, así como definir la distancia que deben guardar las Fuerzas Militares de estas áreas, con el fin de evitar eventuales choques armados, concepto que se conoce técnicamente como “franjas de separación de fuerzas”.
Para justificar esa solicitud, la Casa de Nariño sostiene que no hay que confundir “zonas de despeje” estilo Caguán con “zonas de concentración” como las que ahora pide. “La finalidad de estas zonas es completamente distinta. Son zonas transitorias para facilitar la dejación de armas por parte de las Farc en el marco del fin del conflicto, no para llevar a cabo negociaciones como ocurrió en el Caguán y Ralito”, precisa el Ejecutivo.
El problema radica en que si bien el Gobierno reitera que el proyecto de ley establece que en las zonas de ubicación se deberá garantizar el normal y pleno ejercicio del Estado de Derecho, es decir que no habrá desplazamiento de la institucionalidad, los mecanismos para asegurar el cumplimiento de dicho mandato no están clara y taxativamente señalados en el articulado, por lo que no se sabe si es apenas un enunciado retórico y discursivo.
De allí que, tras lo ocurrido en Conejo, hay varios parlamentarios que consideran que no se le puede dar al Gobierno una autorización genérica para crear estas zonas, pues no se sabe qué pueda terminar negociando con las Farc o cediendo a las mismas en la Mesa.
Este temor es mayor aún porque cada día es más claro que esa guerrilla quiere que algunas de esas “zonas de concentración” coincidan también con los llamados “territorios especiales de paz”, que son una figura que están planteando crear en áreas en donde han mantenido influencia y presencia por largo tiempo. En esos “terrepaz” la guerrilla plantea que se les permita vivir y hacer actividades políticas, sociales y de distinta índole no sólo a ellos, sino también a sus familias e interactuar con las comunidades.
Por lo mismo varios senadores y Representantes consideran que debe condicionarse de manera puntual, desde el mismo articulado de la Ley de Orden Público, las reglas del juego que debe cumplir la guerrilla en estas “zonas de concentración”.
En ese orden de ideas, se podría, por ejemplo, establecer cuántas zonas podrían crearse, su extensión, qué distancia tendrían que tener de cascos urbanos y áreas pobladas, si la Policía podría permanecer en esas regiones, cuáles serían las limitaciones a los insurgentes en materia de armas y actividades a realizar, qué pasaría con los jueces y demás autoridades civiles y cómo evitar que la subversión haga proselitismo armado con la población, entre muchos otros aspectos.
Reglas de verificación
De igual manera, el mismo proyecto de ley pide reglar lo relativo al funcionamiento de mecanismos de verificación y monitoreo del cese el fuego, a cargo de una instancia internacional, en este caso de la ONU, según lo autorizado ya por el Consejo de Seguridad y que está pendiente de que el Secretario General del ente multilateral presente el respectivo borrador del protocolo y manual de funcionamiento.
Sin embargo, existe la duda en torno a si no se debería establecer desde ya un marco regulatorio de esos protocolos para garantizar al máximo la protección a los civiles y que las denuncias de posibles violaciones a las reglas del juego en las zonas desmilitarizadas no se queden en el aire.
Además de lo anterior, el articulado del proyecto establece, por igual, que esa instancia internacional pueda estar encargada de la administración, registro, control, destrucción o disposición final del armamento del grupo armado organizado al margen de la ley.
En este aparte debe tenerse en cuenta que los voceros de la guerrilla han insistido en que no le entregarán las armas al Gobierno y que en todo caso –lo que es más preocupante- mantener el arsenal es una de estrategias que tiene la subversión para garantizar el cumplimiento de los acuerdos y también de que no serán exterminados, como le pasó a la Unión Patriótica.
Estas condiciones de las Farc han sido entendidas por varios sectores nacionales e internacionales como un ‘mensaje’ en torno a que el proceso de desarme será largo y dispendioso, lo que de entrada va en contravía de una de las líneas rojas que tiene el Gobierno en este proceso de negociación: no se permitirá una “paz armada” o que la subversión quiera participar en política electoral sin haber dejado todas sus armas.
No menos polémica ha generado otros de los puntos clave del proyecto de reforma a la Ley de Orden Público. Se trata del parágrafo 5, según el cual cuando se trate de diálogos, negociaciones o firma de acuerdos con el Gobierno Nacional, “la calidad de miembro del grupo armado organizado al margen de la ley de que se trate, se acreditará mediante una lista suscrita por los voceros o miembros representantes designados por dicho grupo, en la que se reconozca expresamente tal calidad”.
Es claro que esta norma busca evitar lo ocurrido en el proceso de desmovilización paramilitar, en donde de un momento a otro los integrantes de los grupos de autodefensa empezaron a aumentar de manera exponencial, llegando a más de 30 mil, siendo evidente que había allí una gran cantidad de ‘colados’ o incluso de narcotraficantes que habían comprado ‘franquicias’ de bloques y frentes para acceder a los beneficios de la Ley de Justicia y Paz.
Sin embargo, no está claro cómo podrá, en la práctica, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz verificar si en los listados que entreguen las Farc, que se reciben “de buena fe, de conformidad con el principio de confianza legítima”, son todos los que están y están todos los que son, como reza el refrán popular.
Según los cálculos de las Fuerzas Militares, las Farc tendrían entre siete y ocho mil hombres-arma, y una red logística y de colaboradores, contando milicias urbanas, que podría llegar a más de 20 mil. Claro está, aquí no se tiene en cuenta a las familias de los guerrilleros, un concepto en el que los voceros de las Farc en La Habana han recalcado en muchas ocasiones como parte de su “causa revolucionaria” y, por ende, de su localización para desarme y reinserción.
¿Mantener o condicionar?
¿Qué camino cogerá el Congreso frente a este proyecto? ¿Le darán al Gobierno todas las autorizaciones genéricas que está pidiendo para crear “zonas de concentración”, ordenar la relocalización de la Fuerza Pública, recibir y revisar listados de “buena fe” de los guerrilleros y dar vía libre a un mecanismo internacional de verificación de cese el fuego y desarme? ¿O condicionará algunos de los anteriores acápites?
Según la ponencia para primer debate en las comisiones Primeras de Senado y Cámara, que debe empezarse a discutir hoy, no hay cambios frente al articulado original radicado por el Gobierno.
Sin embargo, crecen las voces que consideran que es el momento en que el Congreso deje de un lado su papel pasivo frente a la normatividad de paz, apenas ‘notariando’ lo que propone el Gobierno, y comience a ejercer un papel legislativo más determinante y activo, no sólo atendiendo las alertas de varios sectores sobre las exigencias extremas de la guerrilla, sino haciendo eco a las encuestas que evidencian que la opinión pública, que deberá refrendar o improbar el acuerdo, tiene cada día más reservas sobre el rumbo e implicaciones del proceso y lo acordado en La Habana.