Ingenuo negar que hay un cambio de tono y énfasis entre Bogotá y Washington. La alianza geopolítica se mantiene pero el aumento desmesurado de narcocultivos y la evidencia de retroceso antidroga sin precedentes, tiene unas consecuencias en la ayuda, los condicionamientos y los compromisos
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De la diplomacia a la realpolitik. Esa podría ser la hoja de ruta por la que se vienen encaminando las relaciones entre los gobiernos de Colombia y Estados Unidos, sobre todo a medida que la administración del presidente norteamericano Donald Trump, que asumió apenas en enero pasado, se ha ido asentando mejor.
Desde el mismo momento en que, en noviembre de 2016, el magnate que enarbolaba las banderas del Partido Republicano se convirtió en el sucesor de Barack Obama, al derrotar a Hillary Clinton, se sabía que el marco de la alianza geopolítica entre Bogotá y Washington iba a cambiar, dado el enfoque pragmático que Trump había propuesto en su campaña en materia de relaciones internacionales. Un enfoque en el que, de un lado, advertía que Estados Unidos exigiría de sus aliados en todo el planeta más esfuerzo operativo y presupuestal propio y, de otra parte, privilegiaría las problemáticas internas antes que las externas.
Para el gobierno del presidente Juan Manuel Santos el cambio de titular en la Casa Blanca no llegó en el mejor momento, ya que el proceso de paz con las Farc estaba en uno de sus momentos más complicados, pues a comienzos de octubre el plebiscito refrendatorio había sido negado en las urnas y se buscaba afanosamente algún mecanismo ordinario o extraordinario para salvarlo.
También era claro que el cambio político en Washington repercutiría en la postura de Estados Unidos frente al proceso de paz colombiano, ya que Obama, pese a las reservas de los líderes del Congreso sobre los márgenes de impunidad que se estaban pactando en la negociación de La Habana, había mostrado una postura menos crítica frente a las tratativas, incluso designando un enviado especial de la Casa Blanca para las mismas.
En la recta final de la campaña proselitista el tema colombiano brilló por su ausencia, lo que desde ya era sintomático de que el estatus de una relación de Colombia como principal aliado geopolítico de Estados Unidos en Latinoamérica podría debilitarse un poco, sobre todo si ganaba Trump debido a sus propuestas sobre la construcción del muro en la frontera con México, la promesa de un endurecimiento de la política migratoria y más mano dura contra el narcotráfico, así como los condicionamientos que impondría a la ayuda económica y militar en el exterior.
Electo Trump fue evidente que la Casa de Nariño empezó a pensar en estrategias para acercarse al nuevo gobierno y, si bien Santos fue uno de los primeros presidentes latinoamericanos con lo que el entrante titular de la Casa Blanca se comunicó telefónicamente, días después de su triunfo en las urnas, la preocupación en Colombia sobre el nuevo tono en Washington comenzó a crecer.
Una incertidumbre que fue aún mayor por la poca atención que el electo Trump, imbuido en la compleja confección de su gabinete, puso a la coyuntura colombiana, pese a temas como la polémica refrendación legislativa del acuerdo de paz y el arranque de la implementación normativa. Apenas hubo algunos pronunciamientos del embajador en Bogotá, Kevin Whitaker, pero nada más.
Aterrizando
Posesionado Trump en la tercera semana de enero, los esfuerzos del embajador Juan Carlos Pinzón se enfocaron, entonces, en ir vislumbrando cómo se iban moviendo las fichas en la conformación del nuevo gobierno y cuál sería el énfasis.
La preocupación inicial era establecer si el gobierno Trump mantendría la promesa de ayuda de 450 millones de dólares al Plan Colombia (rebautizado como Paz Colombia por Obama y Santos en febrero de 2016 al celebrar 15 años de esa estrategia). Esa partida se incluyó en la vigencia presupuestal para 2017 que presentó Obama pero que tenía que ser aprobada por el Congreso ya bajo la presidencia del nuevo titular de la Casa Blanca.
Ya para entonces en el alto gobierno colombiano se sabía que el asunto antidroga no sería nada fácil con el relevo en la Casa Blanca, debido al inocultable aumento de los cultivos ilícitos en los últimos dos años, así como por las denuncias del uribismo y otros sectores críticos del acuerdo con las Farc en torno a que en virtud de lo negociado en La Habana en materia de lucha contra el narcotráfico (punto 4 de la agenda acordado en mayo de 2014) muchos campesinos, instigados por la propia guerrilla, se habían lanzado a cultivar hoja de coca, marihuana y amapola para poder ser objeto del plan de sustitución de sembradíos ilegales pactado en Cuba, que les representaría una compensación económica sustancial.
Había allí un incentivo perverso derivado del proceso de paz que el Ejecutivo se negaba a aceptar y, por el contrario, al lanzar la nueva política antidroga culpó al fortalecimiento del dólar, a los ciclos estacionarios más cortos e incluso al aumento de la incautación de droga del incremento en los sembradíos ilegales.
Es más, pese a que desde septiembre del año pasado el fiscal general Néstor Humberto Martínez había advertido del fracaso de la erradicación manual de narcocultivos y urgió la reanudación de las aspersiones aéreas con glifosato, el Gobierno continuaba replicando que el uso de ese químico se había prohibido, desde abril de 2015, por cuenta de un informe de la OMS alertando de sus posibles efectos cancerígenos. A ello agregaba que los planes piloto con otros fungicidas todavía no habían terminado.
A todo lo anterior había que sumar que para al cierre del primer bimestre era claro que las disidencias de las Farc venían en aumento, y mientras el grueso de los guerrilleros se dirigía a las zonas veredales de concentración, una parte (alrededor de 400 hombres-arma, con varios cabecillas de primer nivel) se habían apartado del proceso y continuaban operando precisamente en zonas de alta densidad de narcocultivos y corredores para la movilización de droga e insumos, en alianza con guerrilleros del Eln, bandas criminales y carteles del narcotráfico.
Estados Unidos denunció en marzo que hay 188.000 hectáreas de narcocultivos, un 42% más que hace dos años
Primer campanazo
Mientras que la Casa de Nariño venía trabajando en la posibilidad de cuadrar con la Casa Blanca una fecha para una visita de Santos a Trump, se dio en Bogotá el primer campanazo respecto a que la relación bilateral sí iba a cambiar.
Una alta delegación norteamericana, presidida por el subsecretario de Estado para Asuntos Internacionales de Narcóticos y Aplicación de la Ley, William Brownfield (exembajador en Bogotá), llegó al país y se entrevistó con Santos, el ministro de Defensa y otras autoridades colombianas.
Aunque la versión pública sobre los resultados de la visita fue que Estados Unidos mantendría en este nuevo gobierno el apoyo económico y de cooperación a Colombia en la lucha contra las drogas pese al aumento de cultivos ilícitos en el país, tras bambalinas las versiones que circularon fueron otras.
En primer lugar, que Washington veía muy grave el aumento desmesurado de la extensión de los narcocultivos. Segundo, que esa situación debería ser enfrentada de manera urgente más allá de las implicaciones y alcances del proceso de paz. Y tercero, pero no menos importante, que la ayuda al Plan Colombia sería recortada.
Trascendió, incluso, que las cifras preliminares de que disponía el Departamento de Estado sobre la extensión de los narcocultivos se podrían estar acercando a 200.000 hectáreas al cierre de 2016, es decir 40.000 más que las reportadas en 2015.
Sin embargo sería apenas unos días después que EU oficializaría el informe situando en 188.000 las hectáreas de narcocultivos, lo que implicaba un aumento superior al 42% en tres años así: 120.000 en 2014, 160.000 en 2015 y 188.000 en 2016.
En el Congreso norteamericano se hizo eco de estas cifras y mientras algunos parlamentarios demócratas y republicanos hablaron de un retroceso a cifras de narcocultivos que no se veían desde inicios del Plan Colombia, otros culparon directamente al proceso de paz de este auge de sembradíos ilícitos y de un potencial de exportación de cocaína cercano a las 700 toneladas métricas anuales.
Cambio de tercio
Si bien, como se ve, ese primer trimestre sirvió para que el escenario de la lucha antidroga se sincerara, fue en el segundo cuando los cambios en las relaciones entre ambos países comenzaron a sentirse con más fuerza.
Primero fue un hecho, si se quiere, anecdótico pero que puso sobre el tapete el nerviosismo y quisquillosidad sobre el futuro de la relación Santos-Trump. A mediados de abril se conoció que los expresidentes Pastrana y Uribe se habían encontrado con el mandatario norteamericano en un club vacacional en La Florida.
Si bien hubo versiones distintas sobre cuáles fueron las circunstancias de modo, tiempo y lugar del encuentro, el Gobierno reaccionó afirmando que las relaciones internacionales eran de manejo exclusivo del Presidente y la Cancillería, e incluso desde las toldas oficialistas se acusó a los expresidentes de hacer lobby para que le recortaran la ayuda a Colombia por cuenta de sus críticas al proceso de paz. Es más, se rumoró que Santos habría regañado a Pinzón por no prever la situación y dejar que Pastrana y Uribe, de buen recibo en algunos círculos de poder en Washington, llegaran a Trump primero que él.
Lo cierto es que a comienzos de mayo el Congreso estadounidense dio luz verde a la partida de los 450 millones prometidos por Obama a comienzos del año pasado y el gobierno Santos, de inmediato, salió a cobrar el hecho y afirmar que ‘tacaron burro’ los críticos del proceso de paz que hicieron, presuntamente, lobby en Washington en sentido contrario. Para algunos analistas esa partida en realidad ya estaba comprometida en la vigencia fiscal de 2017 y difícilmente se habría echado para atrás, como muchas otras en materia de ayuda extranjera.
El termómetro, entonces, de la relación se situó en lo que sería la cita entre Santos y Trump, fechada para el 18 de mayo en la Casa Blanca. En medio de discursos llenos de formalidades y buenas maneras, lo cierto es que, en el fondo, el mandatario norteamericano insistió en la necesidad de reforzar la lucha antidroga ante el aumento de los narcocultivos pero fue cauteloso en torno a un compromiso mayor de su gobierno frente al proceso de paz.
Señaló Trump que la ayuda estadounidense estaría dirigida a "combatir y eliminar las redes del narcotráfico, las financiaciones ilícitas, así como los cultivos de coca y las producción de cocaína, de la que hay demasiado".
Aunque durante la cumbre se habló de otros temas como la integración económica, el TLC y la crisis de Venezuela, es claro que la sensación general fue que la relación bilateral, si bien se ratificó como prioritaria y privilegiada, se narcotizó de nuevo, sin que el desarrollo del acuerdo de paz con las Farc se hubiera podido deslindar de ese marco circunstancial.
Pero aun así apenas unos días después de la cumbre en Washington se reveló que en el presupuesto para la vigencia de 2018 la administración Trump propuso recortar en un 35% la ayuda al Plan Colombia, bajándola de 450 millones de dólares a 251 millones. Este anuncio generó múltiples interpretaciones. Mientras algunos analistas indicaron que probaba que la Casa Blanca no le creía mucho al proceso de paz y castigaba su incidencia en el auge de narcocultivos, otros replicaron que el recorte de la ayuda extranjera fue general para todos los países.
En caliente
Y esa tensión de baja intensidad no ha hecho más que enfatizarse con los hechos de las últimas dos semanas. En primer lugar, la controversia entre ambos gobiernos por la negativa de la Corte Suprema a extraditar a Julio Enrique Lemos, alias Nader, un guerrillero de las Farc solicitado por la justicia de ese país y que fue puesto en libertad en Colombia en desarrollo de medidas derivadas del acuerdo de paz.
A una reveladora carta de Whitaker a la Corte afirmando que "dicha decisión no consideró la gravedad del caso de secuestro de un ciudadano norteamericano que está enfrentando" Lemos, el presidente Santos replicó que "esos fallos no pueden ser puestos en tela de juicio por nacionales ni por extranjeros"
Sin embargo es claro que afirmaciones del embajador en su carta a la Corte, tales como que "esta decisión es inconsistente con los fines de justicia y desarrolla un gran riesgo de crear un procedente preocupante y peligroso para la justicia bilateral", ponen de presente que Estados Unidos le sube cada vez más el tono a sus reservas al acuerdo de paz.
Esa tensión aumentó esta semana por las declaraciones del secretario de Estado norteamericano Rox Tillerson en una audiencia en el Congreso de su país en donde no sólo indicó que las cifras sobre narcocultivos eran “increíbles” sino que se había insistido a Colombia en la necesidad de volver a la aspersión aérea de narcocultivos.
De inmediato el gobierno Santos replicó que ello no era posible y que se apostaba todo al plan de erradicación manual, aunque por primera vez aceptó que sí pudo haber un “incentivo perverso” derivado del pacto con las Farc para compensar a los campesinos por la sustitución voluntaria de sembradíos ilícitos.
La cuestión no paró allí. El embajador Whitaker ripostó rápidamente que si bien respetaban la negativa colombiana, era necesario no descartar opciones y reconsiderar la fumigación aérea porque los cultivos ilícitos apuntan a seguir creciendo y hay una cantidad de cocaína sin precedentes.
Visto todo lo anterior sería ingenuo negar que hay un cambio de tono y de énfasis en la relación entre Colombia y Estados Unidos. No porque de un lado u otro se quiera romper la alianza geopolítica. Eso no está en el presupuesto de Santos ni Trump. Lo que hay es un aumento desmesurado de narcocultivos y una evidencia de retroceso antidroga sin precedente, asunto objetivo que tiene consecuencias en la ayuda, los condicionamientos y los compromisos. Por eso rápidamente entre ambas naciones se pasó de la diplomacia a la realpolitik.