Desde hace varias semanas está de moda un dolor de patria. Muchos colombianos, desde el Presidente Santos hasta opinadores, empresarios, taxistas y amas de casa lo sufren con diversos grados de intensidad.
La renovada manifestación de la enfermedad produce más sufrimiento del acostumbrado. La pérdida fue una importante porción del mar Caribe, aunque se ha conservado la soberanía sobre las nada despreciables islas de San Andrés, Providencia, Santa Catalina y unos cayos que, tristemente, son ignorados o no recordados por una inmensa mayoría.
Una cura para tan dolorosa enfermedad ha sido recetada por el locuaz ex-presidente Uribe, y recitada en diversas tonalidades, por todo un coro de abogados prestigiosos, congresistas, opinadores y aún por el Presidente Santos y la Canciller. La receta, en su versión extrema, consiste en hacer abstracción de la ley que regula relaciones internacionales: hacer de cuenta que el fallo no existe y, aún mediante las armas, continuar ejerciendo presencia y “soberanía” en aguas ahora nicaragüenses.
Tal medicina resulta una cura peor que la enfermedad, al menos por tres razones: i) es un remedio manido en nuestro medio eso de ignorar o desacatar la ley cuando esta nos parece injusta o resulta contraria a nuestros intereses; ii) es un pésimo ejemplo para la sociedad, en particular cuando es esgrimido por quienes deberían ser adalides del cumplimiento de la ley; iii) es un germen de nuevas guerras, una rémora de la ley del más fuerte o violento.
Indudablemente las leyes nacionales e internacionales son hechas por humanos y, por ende, son inacabadas, imperfectas y, seguramente, han de ser modificadas o aún radicalmente transformadas cuando contribuyen a generar injusticias. Sin embargo, los grandes desobedientes como Jesús, Sócrates, Thoreau, y Gandhi fueron ejemplares cumplidores de la ley, además de transparentes y honestos.
Fue Gandhi quien, al hacer un comentario crítico acerca de la Declaración Internacional de los Derechos Humanos, sugirió que unos derechos sin el respaldo de unos deberes correspondientes eran una impostura, un fraude, un cheque sin fondos.
Repaso
Un repaso fugaz y panorámico a nuestra historia contemporánea muestra que nuestro país ha sido poblado y mal gobernado por especímenes que padecen un malestar estructural: el desarraigo cultural y territorial, y el más cínico y pavoroso incumplimiento de los deberes, sea como ciudadanos o como servidores públicos.
Gran parte de los habitantes de Colombia han sido extranjeros en su propio país: la emigración, el escape, la salida, el desplazamiento voluntario o forzado son marca nacional. Las urbes albergan a más del 70% de colombianos, que hace pocos años o décadas fueron expulsados de algún territorio. Las zonas más agrestes de la geografía nacional y las más distantes de las ciudades, han sido habilitadas para la agricultura por colonos desarraigados y rebuscadores.
La isla de San Andrés fue declarada puerto libre por el dictador Rojas Pinilla, desde entonces fue escenario de migrantes rebuscadores de negocios no tan lícitos, y lugar para vacaciones de masivas hordas de ruidosos, y contaminadores turistas. Meses atrás nuestros voraces buscadores de rentas, ansiaban el petróleo de las todavía paradisiacas aguas caribes del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Calina; afortunadamente pudo más la resistencia de los nativos que el mediocre beneplácito de la Agencia Nacional de Hidrocarburos.
Quienes ahora padecen de virulento patrioterismo se quejan de que minúsculos cayos colombianos han quedado enclavados en aguas nicaragüenses. A ellos habría que mostrarles que, pese al controvertido fallo, los humildes y artesanales pescadores gozan de una todavía generosa porción de mar para pescar (aunque el mismo horizonte se queda chico para las pesqueras a gran escala).
También vale recordar que vivimos en un país de enclaves políticos y económicos: islas políticas o territorios independientes como la mayoría de los municipios nacionales han sido directa o indirectamente controlados por “señores de la guerra” como guerrillas, paramilitares y, las llamadas bandas criminales; espacios oficialmente patrocinados como la cárcel de alta comodidad de la Catedral en tiempos de Gaviria, la zona de distensión en la administración de Pastrana, y los estaderos de Ralito durante el largo gobierno de Uribe; enclaves económicos asentados en cerca de 22 millones de hectáreas de subsuelo (y aún de suelo) colombiano cedido en concesión a poderosas empresas mineras y petroleras canadienses, chinas, sudafricanas, brasileras, etc. También está disputado por señores de la guerra y mineros ilegales. Lugares como Muso, Coscuez, Marmato, Segovia, Cerro Matoso y Cerrejón son enclaves porque los minerales extraídos, la abrumadora mayoría de la mano de obra, y las astronómicas ganancias son para empresas foráneas o para privilegiados rentistas domésticos, aunque el hueco, la externalidades negativas y el sudor de la mano de obra barata sean, orgullosamente, colombianas.
Aversión a perder
El virulento brote de patrioterismo, sea contra Nicaragua o contra la Corte de Justicia de la Haya está anclado en un mal estructural de nuestra nación y de nuestra clase política, se trata de la magnificada aversión a perder. Y tal virulencia puede malograr el proceso de paz que se está tramitando en La Habana.
En cuanto al litigio con Nicaragua basta echar un vistazo, con lentes de sentido común, para entender que tanta agua y tan cerca del país centroamericano no podía ser toda colombiana y que en un conflicto negociado no todo es ganancia neta. En lo referente al prolongado conflicto violento con las Farc y el Eln, al igual que en lo relacionado con el conflicto social (la enorme desigualdad, discriminación e iniquidad que pulula en Colombia), o en la ya rutinaria negociación del salario mínimo, hay que entender que la paz es costosa y que, como en toda negociación, hay que ceder. Ojalá los opulentos y privilegiados entiendan que existe un mundo paralelo triste, brutal y aberrante en su propio país, y que si no se escuchan las razones de los que hasta ahora no han tenido ni parte ni voz, no existirá paz negativa (cese del fuego) ni paz positiva (justicia social), ni menos aún tranquilidad.