"En Venezuela se vive con hambre y miedo" | El Nuevo Siglo
Domingo, 12 de Junio de 2016

Por Claudia M. Bermúdez

Periodista de EL NUEVO SIGLO

UNA maleta ligera de ropa pero sobrecargada de expectativas, US$80 dólares en el bolsillo y un celular en la mano, la única de sus pertenencias que no vendió para el viaje. Ese fue el equipaje con que María, una catira de 25 años arribó el martes pasado a Bogotá procedente de su natal, Cabima, ciudad  venezolana del estado de Zulia.

 

La lluvia que torrencialmente caía a esa hora sobre la zona del aeropuerto capitalino camufló las lágrimas que comenzaron a rodar por sus mejillas ¿Serían de nostalgia por lo que dejó o de ansiedad por lo que pueda lograr?

Sus manos temblorosas, tal vez por el frío al que no está acostumbrada por ser de una calurosa región venezolana, rápidamente fueron entrelazadas por otras, la del “morocho” de su novio, compañero de viaje y de aventura.

 

“Tenía muchos planes en mi país pero decidí salir, como muchos amigos y conocidos,  porque allá no hay futuro. Cuando tomé la decisión, comencé a vender mis cosas, lo que más pude  para reunir dinero para el pasaje y traer algo. Vine con US$80 y mi novio con US$550. Aquí los cambiamos y a la espera de otros amigos que todavía están allá vendiendo sus cosas, como televisores, equipos de aire acondicionado, computadores, celulares, ya pagamos el arriendo de una casa donde vamos a quedarnos todos. Ahorita nos queda para comprar comida y esperamos que lleguen para ver qué podemos hacer”, relata María a EL NUEVO SIGLO.

 

Ambos profesionales, ella licenciada en Comunicación Social, Publicidad y Mercadeo y él en Ingeniería Mecánica,  ambos con el ímpetu que da la juventud (25 años) y ambos con la frustración de no poder vivir en su país. Una expresión que no es una frase de cajón sino que, literalmente, es así, debido al caos que enfrenta Venezuela, donde cada día es más difícil conseguir alimentos y medicinas. Y de oportunidades laborales, ni hablar.

 

 “Dejé mi país por lo que todos en el mundo conocen, por la situación que estamos pasando. Siento que allá mi vida, como la de casi todos mis compatriotas, corre peligro y no solamente por la inseguridad, que cada día es mayor. Corremos peligro al enfermarnos porque no tenemos medicinas, corremos peligro porque a veces no tenemos qué comer. Y además le tememos hasta a la misma Policía  y a la Guardia Nacional, a esas personas que nos debían proteger es a las que más les tenemos miedo. No podemos vivir tranquilos”, comenta la joven dejando traslucir un comprensible dejo de preocupación en sus palabras, pero con la propiedad que le da su formación académica y la capacidad reflexiva que ella le permite.

 

Largas colas para conseguir…nada

Tras unos segundos de silencio, que aprovecha para tomar aire porque “la altura de Bogotá me está pegando muy duro”, María afirma que “en Venezuela, tranquilidad es lo que no tenemos” y reflexiona sobre las causas de la creciente inseguridad, esa que en las calles de su ciudad se pasea oronda.

 

“Cada día hay más malandros que roban, armados, desde un automóvil, un celular o un bolso hasta una bolsa de compras. Casos se dan a diario de personas que luego de comprar los pocos productos que se consiguen son asaltados. Y sabe, hay muchos malandros que en realidad son adolescentes y que roban para poder comer”, relata la joven mientras se frota las manos para hacer frente al intenso frío bogotano, ese que conoció apenas hace tres días pero que no le molesta porque, sin duda, frente a la asfixia de sueños provocada por la crisis de su país, termina siendo una bocanada de oxígeno para su futuro, por incierto que sea.

 

Con su rápido hablar  y el cadencioso  acento que caracteriza a los “patriotas”, María devela la realidad caótica que ella, su familia, vecinos y habitantes de su ciudad natal y, en general, todo el país enfrentan, que resume en una tajante frase: “Hoy en Venezuela vivimos con hambre, con miedo y sin oportunidades”.

 

“El día a día se limita a salir por la mañana, después de desayunar si se tiene con qué, para ir a hacer la compra, para la cual toca hacer cola en los supermercados. Son de dos a tres horas para ver qué productos llegaron y cuáles quedan cuando a uno le toca el turno. Y generalmente no se consigue casi nada. Siempre hay escasez de productos básicos, que son los regulados,  como el arroz, el aceite, la harina de pan…El jabón, la crema dental, el papel higiénico tampoco, los pañales, tampoco. Cuando después de una extensa cola se ingresa al supermercado, que siempre es vigilado por la Policía o la Guardia Nacional, no hay nada, se ha acabado todo y ahí es cuando la gente grita y pelea. La gente está desesperada” cuenta María, quien también se declara alarmada por los extremos a que se ha llegado para conseguir comida.

 

Mira -agrega- hay mucha gente que llega a las 2 de la mañana a lugares cercanos de los supermercados para poder hacer cola muy temprano y como eso está prohibido, para evitar el “bachaqueo” (reventa), la Guardia Nacional hace rondas por esos lugares. Cuando las personas los ven, se meten en una bolsa negra y se tiran entre la basura para camuflarse y evitar ser arrestados. Son “pipotes humanos de basura arrumada”, resalta.

 

Nueva dieta

A renglón seguido deja en claro que hay muchos productos que se consiguen pero que son inalcanzables para la mayoría de gente por su elevado costo. En un país donde el salario mínimo ronda los 30 mil bolívares mensuales, pagar por un kilo de carne 5.000 bolívares, o de queso unos 3.500 bolívares es un  lujo que solo algunos pueden darse.

 

Y es por razones como esa que la dieta de los venezolanos, la “patria de Bolívar” como orgullosamente la mientan los chavistas, ha cambiado. “En casi todas las familias hemos pasado de tener tres comidas diarias a dos o a veces una. Y el problema muchas veces no es por dinero, porque se puede tener pero no hay qué comprar. De esta forma, generalmente se come todos los días pasta, la que se consigue es la ronco que tiene un valor de 380 bolívares (es alto). Se acompaña con mantequilla, mayonesa, queso o lo que se tenga, pero generalmente no hay con qué”, señala María, al tiempo que evoca que en su casa optaron por dejarle el pan, cuando se consigue, a sus dos hermanos hombres, “a esos morochitos porque son deportistas y requieren más energía”.

 

La fuerza de las circunstancias convirtió a María en una novel y financista ama de casa. Por ello aconseja que “una persona que quiera hacer la compra tiene que hacerla selectiva, es decir adquirir  lo que más rinda y lo que sea más económico”, siempre y cuando se consiga.

 

El exilio, la salida

Sus grandes ojos miel se llenan de lágrimas, que tal vez por pena contiene, al contar las razones de su exilio voluntario, esa única vía que han encontrado cientos de personas a la situación de sin salida en la vecina nación, la misma que paradójicamente hace más de tres décadas acogió a gran cantidad de colombianos que soñaron y forjaron allí un futuro mejor.

 

“Llegué esta semana, hace dos días a Bogotá y me vine como lo han hecho y planean hacer otros amigos. Llegamos a aventurar, no tenemos trabajo pero sabemos que a donde lleguemos vamos a estar mejor que en Venezuela. Tras graduarme intenté en vano conseguir empleo y entonces decidí montar un negocio de publicidad, el cual tuve por más de año y medio hasta que la inflación me comió…Después nada”, explica la joven en medio de una visible mezcla de sentimientos, la nostalgia del antes y el allá y la expectativa del ahora y el aquí.

 

Minutos después sonríe al recordar que en tan solo dos días que lleva en Bogotá, donde se siente segura y tranquila,  pudo cumplir uno de sus mayores sueños: degustar una arepa con atún, su plato favorito.

 

“La comida me sabe a gloria al igual que las compras. He podido comprar pasta, harina, pan, atún. Quiero comer carne y pollo, el que no pruebo hace más de un año”, manifiesta María, que no oculta que se sintió “maravillada” al ver en un supermercado bogotano el surtido de jabón, crema dental y papel higiénico, esos artículos básicos que en su país son hoy día “un lujo”.

 

El panorama de su país esbozado por esta joven migrante es tan negro como el caer de la noche.  Y un asomo de tos le hizo evocar otra gran preocupación, la situación sanitaria agravada por falta de medicinas  e insumos hospitalarios que, incluso, llevaron a que el hospital público de su ciudad, Cabima, fuera cerrado. “A un grave problema de agua que se tiene en esa zona que, por estar ubicada en una parte alta, hay que bombearla, pero las bombas que se compraron hace 67 años se dañan en promedio una vez por semana, se sumó que la gente llegaba y no había con qué atenderla. No había suero, inyectadoras, gasa, medicinas… nada. Entonces prefirieron cerrarlo y hay muchísimas personas que no tienen a dónde acudir ni con qué tratar sus enfermedades. Hay gente que muere por falta de medicinas”.

 

Enfáticamente señala que “la gente ve las noticias y piensan que no es verdad lo que se dice. No son cuentos, yo lo he vivido en carne propia y es más triste de lo que se ve por la televisión”.

 

Hace un año, ni  María, su novio o amigos tenían planes de iniciar una aventura fuera de su país. El interés que al despuntar su juventud tuvieron por la política y la esperanza de contribuir al desarrollo de la entonces pujante Venezuela, fue, con el paso de los días, los meses y los años,  desplazado por la urgente necesidad diaria no de “vivir, sino de sobrevivir”, como ella afirma y los forzaron a buscar nuevos horizontes.

 

Y la situación de los exilios voluntarios de su generación la preocupa. “Venezuela se está quedando sola, en un futuro va a ser un país de ancianos porque gran cantidad de los jóvenes hemos salido, tanto los graduados como los estudiantes, porque no vemos futuro en nuestra tierra y decidimos buscar un nuevo rumbo.  La gente mayor es la que se ha quedado”, dice María, aunque asegura que como ella, serían muchísimos los que volverían si la situación política cambia.

 

El sueño: volver

“En mi caso haría lo imposible por volver si puedo sumarme a la construcción de un nuevo país. Si se fija una fecha para el referendo revocatorio (esta charla se dio antes de conocerse que las autoridades electorales dieron luz verde a ese proceso) planearé mi retorno para apoyar en esa causa.  Yo pienso que si se cambia el Presidente se abre una esperanza, pero si no ocurre cada vez vamos a estar peor”, manifiesta algo escéptica la joven catira, quien sin embargo confía en que la situación cambie.

 

Y advierte que “aunque se de ese cambio por cualquiera de la oposición, va a costar años para que seamos la misma Venezuela de antes”.

 

Los recuerdos, las frustraciones, los anhelos y los planes centraron esta charla que concluyó entrada la noche, cuando María había por fin dominado el frío capitalino y controlado la ansiedad que tenía por contarnos su historia. Esa historia que  encierra el padecimiento y el desespero de la mayoría de venezolanos, muchos de los cuales como María optaron por dejar el país pero que anhelan regresar –si la situación cambia-  no como dice la canción con “la frente marchita”, sino en alto y con el compromiso de trabajar para rehacer esa patria grande.