El rescate del Ethos de la política en la sociedad | El Nuevo Siglo
Domingo, 3 de Junio de 2012

Al recibir días atrás en Italia el título Magister Honoris Causa en Ciencias Políticas de la Universidad de Salerno por su lucha contra la corrupción, el jefe del Ministerio Público hizo una radiografía sobre la radiografía política de Colombia, sus puntos fuertes y débiles. Aquí los principales apartes de su discurso de aceptación

 

Ethos político y conflicto

 

“Vivimos en sociedades en conflicto: no es un problema exclusivo de mi patria, lo es de esta mi querida y admirada Italia, con la cual tantas cosas nos unen. Y es también un problema mundial. Si algo caracteriza a la sociedad actual es el ser enormemente conflictiva. No me refiero a los problemas engendrados por la complejidad inherente a su estructura y evolución  en el tiempo. Hablo de factores que amenazan seriamente su gobernabilidad. Basta mencionar la violencia generalizada y el fenómeno de la corrupción tan extendido. Por doquier hay conflictos en el Estado, en el gobierno, en la política, en la sociedad civil, en la empresa, en la educación, en la familia y en las personas, cuyos efectos se manifiestan en forma permanente. Ante esa situación, podría sonar como idealista aunque cierta, aplicada a la sociedad de hoy, la conocida definición de San Agustín: “Pueblo es el  conjunto multitudinario de seres racionales asociados en virtud de una participación concorde en las cosas que aman” (1).Parecería que ese maravilloso ideal se disolviera en la vorágine conflictiva de la sociedad contemporánea cuyo ethos político quisiéramos ayudar a rescatar para que pueda responder a las expectativas del pueblo que la integra.

La política, como ciencia de la filosofía práctica debe propender por el bien común.  Tan ambiciosa meta, nos ofrece hoy unos contrastes alarmantes, al menos en la sociedad colombiana, pues desafortunadamente hoy la prosperidad de la nación se mide más en términos financieros y contables que éticos.

A tal desviación del fin querido por la política contribuye la dictadura del libre mercado que la ha convertido -como lo afirman autores italianos (2)- en una especie de mandato constitucional en cabeza de la Organización Mundial del Comercio. Esa dictadura, que se ejerce, paradójicamente, dentro del sistema democrático, abre las puertas a la inequidad social. En Colombia esto es bastante patente: con un coeficiente Gini de 0.57 en el año 2010, el país se coloca entre los más altos del mundo en desigualdad social, por contraste con los avances económicos logrados en las últimas décadas. La política, por su propia esencia de búsqueda del bien común a través del ejercicio del poder, debe ir más allá de la economía.

Desde el punto de vista de lo que llamamos aquí el ethos de la política, nos encontramos palpable en los grandes países desarrollados, y también entre los países emergentes o en vías de desarrollo, con una dicotomía entre la cultura de los derechos y la cultura de los deberes, en detrimento de estos últimos.  Como si exigir el cumplimiento de los primeros fuera sólo obligación del Estado, y los segundos quedaran en manos de la buena voluntad de los individuos. Un caso colombiano que ilustra bien este punto es el relativo a las consecuencias que las normas constitucionales sobre libre desarrollo de la personalidad, y las interpretaciones normativas que se le han dado, han abierto un torrente de abusos y desafueros. Entonces el derecho, en lugar de fortalecer, debilita las instituciones y las personas mismas, como ha ocurrido con los cambios en la legislación sobre la familia, cuyas estadísticas indican una progresiva desintegración. No sólo las normas deben regir la sociedad; también los principios éticos que no dependen de los mecanismos electorales, los cuales son garantía para una justa convivencia.

Otro aspecto que quisiera señalar es que la política y los gobiernos están en serio déficit con las necesidades prioritarias de la sociedad, y eso lleva a que la ciudadanía se sienta engañada. Las movilizaciones políticas de diversas banderas partidistas o de grupos sociales afectados, están a la orden del día, y son fuente de perturbación social permanente. De ahí que no resulta extraño que, por ejemplo, un movimiento como el de “los indignados”, surgido en Europa en años recientes, se asome en diferentes formas en nuestras latitudes. O que el movimiento estudiantil surgido en Chile hace pocos años tenga un eco inmediato en otros países latinoamericanos, entre ellos Colombia, donde logró frenar el año pasado la reforma de la educación superior propuesta por el gobierno. En el país tiene una marcada significación política todo lo relacionado con los desplazados por la guerrilla, el paramilitarismo, las bandas criminales, el narcotráfico y el terrorismo. Son ya varios millones de personas con un inconformismo profundo frente al Estado y los gobiernos, que lleva a pensar que hay que buscar no sólo nuevas soluciones sino nuevas formas de hacer política.

En cierta manera, en nuestra sociedad, se evidencia el fracaso de las ideologías que han inspirado la política del mundo en los últimos siglos: la teoría del liberalismo surgido en la revolución francesa, el marxismo en sus diferentes formas de socialismo y comunismo, y el capitalismo que domina el acontecer político en buena parte de las sociedades actuales. Allí penetra con fuerza la ideología de la globalización, que se presenta como el tren de la victoria, como la gran fuente de las soluciones, pero estamos ante el mismo signo antes mencionado de la subordinación total de la persona al Estado, al punto de desnaturalizarla.

Sin olvidar que hay dos fenómenos que operan como dos cánceres que radicalizan los problemas y la inconformidad en forma que amenaza directamente la gobernabilidad del Estado y la institucionalidad de las estructuras de legalidad en ella: la violencia y la corrupción. No pretendo extenderme aquí sobre ellas, pero si debo recalcar que sus dimensiones ponen en vilo la seguridad del país, su credibilidad y fortaleza. También el ethos de la política es alterado por estos fenómenos. Puedo decir hoy aquí, que una parte significativa de mi tarea al frente del Ministerio Público se consume en la implacable lucha contra los corruptos, ante la cual, en ciertos momentos, lo he afirmado con dolor, constato la impotencia del Estado y de sus mecanismos de control que son desbordados por el delito. Los cánceres de la violencia y la corrupción ponen en evidencia, particularmente, las debilidades del sistema de justicia y reflejan el vacío de la falta de una ética pública arraigada en la cultura de las instituciones del Estado. Sabemos que el Estado no puede sucumbir, pero esta situación puede hacer nugatorios sus esfuerzos por restaurar el tejido social roto por la falta de paz.

Cultura de la legalidad

 

Colombia necesita una sociedad civil fuerte y operante para restaurar el ethos de la política y lograr hacer de ella auténtica comunidad humana. Comunidad, comunicación y participación derivan de la misma raíz etimológica (koinonía que significa comunión, puesta común). Esto nos recuerda que  la socialidad tiene raíces ontológicas que no se pueden dejar de lado porque nos permiten entender porqué las personas están hechas para convivir con los demás. La auténtica comunidad se forma cuando las libertades individuales se sujetan al común bienestar de los hombres, en cuanto a hombres. En palabras sencillas, cuando se procura por el respeto de su orden natural y se busca su perfección social con esos límites.

Para que de verdad las instituciones orienten su actividad al bien común, no a los intereses particulares, deben acatar una ley común, deben poseer tareas comunes, ofrecer resultados comunes y tener una vida y unas relaciones comunes. Una forma de fortalecer las instituciones es teniendo en claro que la  política es para servir a la sociedad, no para servirse de ella. Que su acatamiento viene dado por la eticidad   que despierta la virtud de la obediencia de los gobernados. Por eso, Aristóteles fundamenta el deber de obediencia a la ley en el ethos. El ethos de la política hunde sus raíces en la naturaleza humana que sigue unas reglas de conducta esenciales inscritas en el ser, que no dependen de las variables circunstancias de las ideologías políticas. En ese sentido se trata de algo universal, no globalizado como fruto de consensos partidistas.

En el caso de la sociedad colombiana teníamos hace unas décadas una ética de orientación católica que se ha perdido pero no ha sido remplazada por nada, es decir, las personas y las instituciones navegan sin horizonte moral, al compás de lo que les dicta el relativismo o la indiferencia ética. O de lo que beben en la fuente contaminada de una política en la que predomina la legalidad sin cultura ética, el cumplimiento de las leyes desprovistas del acompañamiento de los valores. De ahí que haya resultado inspirador para nuestra tarea al frente del Ministerio Publico en Colombia desde el comienzo de nuestra gestión, la tesis italiana de Leo Lucca Orlando, con su teoría sobre el estrecho vínculo entre legalidad y cultura, puesta en acción para recuperar la identidad de la sociedad siciliana secuestrada por la mafia, política exaltada por la ONU como un paradigma de la lucha anticorrupción en el mundo. Hemos contado incluso con su presencia en Colombia como un testimonio fehaciente de que es posible restaurar el ethos de la política devolviendo a la comunidad lo que por esencia le pertenece. Él nos recuerda que “cultura es en primer lugar, la conciencia de la identidad individual y comunitaria y su relación con respecto al ser humano” (12). Después de 3 generaciones sin formación ética hemos logrado que la sociedad adquiera conciencia de la necesidad y la urgencia de la cultura ética en lo público. Queremos una Colombia con la moral en alto, no sólo para contrarrestar la imagen negativa propagada por algunos medios de comunicación, sino porque es una necesidad social vinculada a la recuperación del autoestima como país y a la eficacia de la lucha contra la corrupción.

Hemos dicho que hay que mantener un equilibrio entre la persecución legal de la corrupción y una pedagogía de los valores a nivel social y a nivel del Estado. Es una forma coherente de disminuir la incidencia que la corrupción tiene en la violación de los derechos fundamentales, en la pobreza, en la violencia y en la destrucción de la familia.

Obrar así es partir igualmente de una firme y sincera convicción, profundamente afincada en nuestra experiencia de estos años  al frente del Ministerio Público, de que las inmensas mayorías de una nación como Colombia están conformadas por gente honesta y trabajadora que anhela vivir en paz y que con su vida demuestran que, a la larga, la acción de los corruptos y los violentos, será derrotada.

El loco, al ver soldados en marcha, pregunta al poeta: − “¿Adónde van?”

 

− “A la guerra”− le responde Petrarca.

 

El loco observa: “¿No es cierto que esta guerra terminará un buen día mediante la paz?”

 

−“! Cierto!”− replica el poeta.

 

Entonces añadió el loco: “¿Porque no hacen inmediatamente la paz antes de comenzar la guerra?”

 

Petrarca concluye melancólicamente: “ !Yo pienso igual que este loco !” Todos pensamos como este loco, y nos decimos, ¿por qué no?

El ser y la persona

“Toda persona tiene deberes respecto de la comunidad puesto que solo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad “(Declaración Universal de los Derechos Humanos). Dentro de este análisis del ethos de la política actual, nos toca considerar cómo es afectado por la situación de la familia en la sociedad y cómo se puede formar el ser de las personas desde la familia siempre que restauremos su verdadero dinamismo en la comunidad. La inestabilidad del Estado y la debilidad de sus instituciones reflejan de modo patente la inestabilidad de la familia. Según estadísticas actuales, más del 50% de las familias colombianas están desintegradas a causa del divorcio, de la separación o del abandono de uno de los cónyuges. El Estado mismo, parece paradójico, se ha dedicado a destruir la familia. Se facilita su disolución (separación, divorcio exprès, matrimonio homosexual con adopción) se debilita la autoridad de los padres, no se permite el oportuno cuidado de los hijos debido a los horarios laborales, se fomenta la legalización de formas de familia que no responde a su naturaleza fundamental, la educación no se ocupa de formar para la vida familiar.

El hecho mismo de que se busque legalizar uniones que no tienen naturalmente nada que ver con la familia, ni la han tenido históricamente, indica que ella es un ideal válido, desconociendo que “la familia [está] basada en el matrimonio de un hombre y una mujer es reconocida universalmente como un elemento natural y fundamental” (14) es decir, el referente indispensable de la sociedad. Destruyendo la Familia como institución, se provoca una ruptura con la propia cultura. Con ello, la nación queda despojada de su identidad, y queda obligada a imitar o adoptar la cultura de otras sociedades. Y cuando eso se hace (por el tipo de modelos anti-familia que penetran la cultura del país) se pierde la identidad, se pierde la razón de ser de la familia y a la larga se pierde la libertad porque son esos modelos foráneos los que deciden el tipo de familia, porque otros países y otras culturas invaden la existencia de la familia. Eso no es otra cosa que un colonialismo destructor.

Las ideas de familia y matrimonio que naturalmente se evidencian por sí mismas están siendo erosionadas por una minoría encriptada en los medios de comunicación o en los escenarios académicos controladas por cierta ideología contranatura. El matrimonio queda reducido a una relación afectiva sexual, a un simple hecho cultural. Lo que logran es que los jóvenes no se interesen en el matrimonio porque pierden libertad, según ellos, para cambiar. Y lo que se pierde es la continuidad de la familia y a la hora de la verdad el proyecto de ellos se vuelve solitario y egoísta, al margen de las necesidades de la comunidad.Si la esencia del matrimonio deja de estar vinculada a la heterosexualidad y se basa exclusivamente en los lazos sentimentales y en la voluntad de convivencia, por analogía pueden caber nuevas formas de unión como el matrimonio plural, ya que el número de personas tampoco tendría que considerarse esencial. Se pretende hoy por el pensamiento políticamente correcto convertir al matrimonio en un vínculo sentimental o sexual y no en la institución responsable de la generación de personas y de su educación. Tenemos que preguntarnos entonces ¿porqué el ethos político de la sociedad se afecta al afectarse la estructura de la familia como pilar primordial del orden social? Para eso es necesario que consideremos que el Estado debe reconocer y no crear la familia. Es decir, debe aceptar que hay unos principios verdaderos e inmodificables, lo cual implica un rechazo del relativismo, para el cual no hay verdad ni ética.

El Estado no debe promover leyes que atenten contra esos derechos inalienables, no debe promover la disolución de la familia al aceptar leyes que trivializan el vínculo matrimonial o den lugar a supuestas formas de familia, que van directamente contra los principios naturales y contra los derechos y la defensa de la dignidad antes proclamada.  Ello va en contra del reconocimiento que hizo la Carta de la ONU al decir que “la familia es elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y el estado” (18).

Cabe aquí la admonición de Chesterton: “Quién ataca la familia no sabe lo que hace porque desconoce lo que deshace”.  Tal vez ese es el llamado que se escuchó en mi País al aprobar una ley marco de la familia (19) que busca “fortalecer y garantizar el desarrollo integral de la familia, como núcleo de la sociedad”. Y en ella se dice que la familia es “el núcleo fundamental de la sociedad” que “se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla”. Sin embargo dicha ley es desconocida por las Cortes pues a través de sentencias particulares, basadas en reclamaciones de supuestos derechos individuales, cambian la legislación al aprobar decisiones que van directamente contra los principios naturales.

No estamos ante la puerta del infierno leyendo la advertencia fulminante del Dante: voi ch'entrate,lasciate cui ogni speranza” (22): “Vosotros los que entráis, dejad aquí toda esperanza” sino que, al contrario, nos inspiran otras palabras del canto poético más grande de la historia de la humanidad: “amor mi mosse, che mi fa parlare” (23), “el amor es lo que me mueve y me hace hablar”. Sí, y lo digo con la emoción que siento en este acto, y con la emoción que supone hablar de política en la Academia pensando en la sociedad.

Para terminar quisiera, desde esta histórica Universidad, reiterar una fervorosa invitación para que recuperemos el ethos de la verdadera política combatiendo denodadamente el sometimiento del inmanentismo, y teniendo en la política como referente indispensable la recuperación del ser integral de la persona y el respeto y protección jurídica de su ámbito esencial por excelencia, la familia. Eso es posible y es necesario, y lo lograremos. Con la solidaridad generosa de Italia y de  la comunidad internacional, Colombia avanzará en el fortalecimiento de su Nación. El drama de violencia que nos ha tocado vivir no es para siempre, y si yo lo he querido recordar con unas pinceladas fuertes en este recinto universitario, ha sido fundamentalmente para agradecer el honor que se me hace, y actuar en esta solemne y memorable ocasión como vocero del pueblo colombiano, y decirles de todo corazón que somos gente de paz, honesta, laboriosa y alegre, que comparte la esperanza de ser para el mundo una sociedad más pacífica y más justa. Tenemos  el convencimiento sincero y firme de que esa es nuestra vocación. Y yo, en mi condición de defensor de los intereses de la sociedad, les aseguro que no seremos inferiores a ese clamoroso llamado de la Historia”.