Las coaliciones políticas son las herederas fundamentales de la Constitución de 1991, pero antes de aclarar el espectro ideológico colombiano han ayudado a confundirlo, puesto que la diferenciación y el contraste entre los partidos y movimientos se han perdido en la amalgama incierta de las tácticas electorales.
Con ello, el espectro ideológico del país no tiene hoy mayor consistencia y padece, como diría Milan Kundera, de la eterna levedad del ser. Inclusive, hay coaliciones gubernamentales como la actual donde sectores discrepantes de derecha e izquierda cohabitan, fruto del triunfo en la segunda vuelta de quienes defendieron el proceso de paz, sin saber cómo terminarían las negociaciones, y que ahora resulta forzadamente catapultada bajo las premisas obligatorias de que los acuerdos entre el gobierno Santos y las Farc son omnímodos e intangibles, como parte del bloque constitucional y durante al menos tres mandatos presidenciales, según lo que está dictaminado por la espuria “vía rápida” en el Congreso. Son, por decirlo de alguna manera, las “vigencias futuras” de la política.
Este procedimiento de endogamia ideológica, a su vez, ha llevado paulatinamente a un batiburrillo de las ideas donde no se sabe qué piensa y quiere cada colectividad, salvo por el posicionamiento burocrático, la disposición hacia los gajes y privilegios personales, y el desarrollo político a través de la mera mecánica. De tal modo se han consolidado, como manifestación esencial del poder, el clientelismo, la componenda, la ausencia de deliberación, el atajo jurídico, el desgaste institucional y, desde luego, la tendencia abierta y atrabiliaria hacia la corrupción, en todos los niveles - nacional, regional y municipal-, donde se entra a saco como razón habitual y aceptada de la cosa pública. No es, pues, para nada ejemplar ni ejemplificante lo que, en todos los campos, está ocurriendo al respecto en el país bajo la excusa de las alianzas y las coaliciones.
Así sucede, ciertamente, en regiones y municipios donde se recurre perversamente a las dichas coaliciones en los concejos y las asambleas para elegir a personeros y contralores a fin, no de que exista el debido progreso de los organismos de control, sino exactamente para que ocurra lo contrario: que se tapen las corruptelas y se pueda adelantar el concierto para delinquir sin mayores traumatismos. Y lo mismo pasa de ahí para arriba. Basta con observar lo que ocurre en el Congreso, donde el coalicionismo ha sido la base del hedor que supura por buena parte de los poros nacionales.
Ahora de nuevo se anuncian, para las próximas elecciones, grandes coaliciones políticas a fin de conquistar el mayor número de adeptos con miras a las presidenciales de 2018, campaña ya en curso. Desde luego, las coaliciones son buenas si su propósito es el bien común, la búsqueda del interés general y la satisfacción de las demandas populares, así como los requerimientos de una economía sana y pujante y el mantenimiento de unas instituciones respetadas y respetables. Pero si las coaliciones son, otra vez, el caldo de cultivo para el pragmatismo, cuya base única consiste en aplicar la malévola doctrina de que el fin justifica los medios, ellas deben ser temidas como el enemigo público número uno. Porque está de base, en esa fórmula pragmática fruto del maquiavelismo contemporáneo donde lo que interesa es conseguir resultados a como dé lugar, el arrasamiento de la ética pública, tal cual consta en los hechos de los últimos tiempos y por lo tanto las coaliciones son el fermento donde aposentan los necróforos del presupuesto nacional.
Por ende, cualquier coalición que se adelante hacia el futuro debe tener como fundamento el “voto programático” del aspirante presidencial. Por desgracia, la Constitución de 1991 solo estableció esta condición en los niveles inferiores de la administración pública. Está visto, sin embargo, que la revocatoria debería también ser una posibilidad popular a nivel presidencial. Con ello no podría cambiarse, a mitad de mandato, la plataforma de gobierno que, además, debidamente inscrita ante las autoridades correspondientes, sería la base de cualquier coalición, cuyos pilares, entonces, tendrían que ser necesariamente ideológicos y programáticos. Y cualquier yerro en ello, bien por corrupción o elementos graves, podría ser motivo de sanción popular.
La moción de censura, como atribución del Congreso, ha sido un chiste dentro de los postulados constitucionales y de nada ha servido para el control político efectivo. Establecer el “voto programático presidencial” y la revocatoria del mandato, en caso de violarlo, podría al menos ser un aliciente para impedir el desborde de la administración pública por el precipicio de la corrupción, el clientelismo y la negligencia. Y una forma para darle cuerpo ideológico y ético a las coaliciones.
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