Hay una ausencia de liderato político que se advierte a diario. La gente lo señala en las reuniones, en la prensa, en las esquinas de las calles. Es uno de esos casos en el que el vacío, que por su esencia tiende a ser imperceptible, se hace notar. Es un vacío que pesa, que suena, que duele.
La política se ensució hace ya dos décadas, cuando cayó bajo el dominio del clientelismo y se sometió a la preponderancia del dinero. Desde entonces se quedó sucia. Es la forma de dominio que ha tenido el Régimen imperante para poder doblegar la opinión pública y aprovecharse de las oportunidades de mando y de los gajes del poder.
El Régimen necesita que la política sea sucia porque es la manera de conseguir la amplia gama de complicidades que se necesitan para mantener su predominio.
Como la política tiene un mal aspecto, la gente de bien prefiere no enterarse de ella. Menos aún, empeñarse en restaurarla. Forma parte del establecimiento y es el vehículo contaminante de todo lo que a éste pertenece: el Congreso, los partidos, la prensa, los grupos económicos, los sindicatos, la policía y la enseñanza.
Todo tiene algo de política porque ésta ya no es un manejo de los conceptos sobre el Estado, sobre la libertad y sobre el orden, sino un enmarañado sistema de compromisos adquiridos.
Se explica, entonces, que no haya opiniones políticas, puesto que todo se reduce al tráfico de las componendas.
No es fácil preconizar la forma en que la política deba limpiarse. En el estado de descomposición existente, ninguna propuesta parece tener credibilidad. Y por eso las opiniones y las tesis que antes conformaban el oficio de la política, han desaparecido.
Factor de la decadencia ha sido la creencia de que no vale la pena opinar. Dada la omnipotencia del Régimen, también parece ridículo protestar. Y nos hemos resignado a un silencio cómplice.
Si hubiera coraje para exponer estas tesis, y si ellas encontraran la manera de difundirse a la opinión pública, todo cambiaría, y estaríamos ante una nueva oportunidad de salvación.
El Régimen
Debemos repetir que el responsable de la decadencia y de la corrupción del país es el Régimen, sistema de compromisos y de complicidades que está dominando la totalidad de la vida civil. Nuevamente decimos que el Régimen está integrado por diversos factores que operan en conjunto, en virtud de una red de compromisos de impunidad en torno al aprovechamiento de los gajes del Estado.
El Régimen es más fuerte y más duradero que cada uno de sus componentes. Tiene una omnipotencia ilimitada, que proviene de su irresponsabilidad. Como no tiene jefe, ni personería, no se le puede pedir cuentas. Ejerce sobre a sociedad un dominio oscuro, denso, amorfo.
A ese Régimen que se ha instaurado en Colombia, imitando al que existe en México desde hace 66 años con el nombre de PRI pertenecen, con distintos grados de afiliación, el Congreso, los partidos políticos, la prensa oficialista, algunos grandes bloques económicos y sectores minoritarios de los sindicatos, de la Iglesia y de los gremios. Y, claro está, el Gobierno.
El gobierno es el agente más activo de este conglomerado de solidaridades ilegítimas. Al mismo tiempo, actúa como un prisionero. Carece de independencia, no puede tener iniciativa. También, como en México, nada se obtiene cambiando el gobierno porque lo que sigue imperturbable es el Régimen.
La anarquía imperante en Colombia nos ha hecho pensar en que es indispensable tumbar el Régimen que, también aquí, ha corrompido la política. Y hace mucha falta que alguien convoque a una regeneración. El sistema existente se está cayendo sobre sí mismo, sin alternativas. Nos tocará sobrevivir entre los escombros de la anarquía.
Lo conservador
El problema actual de nuestra democracia es que el balance de los elementos que constituyen el equilibrio de la política está desquiciado. Los valores conservadores no tienen presencia en los escenarios donde se decide el manejo del país. No están gravitando en la administración, ni en el Congreso ni en la prensa. Ese influjo natural de lo tradicionalista, que debe existir en toda sociedad organizada, ha desaparecido en Colombia.
Hay, sí, un amplio sentimiento conservador, que es característico del pueblo colombiano; gracias a lo cual el país no se ha desintegrado. Pero la angustiosa situación de decadencia por la que atravesamos, se debe a que las posiciones conservadoras están siendo diariamente derrotadas, porque no han conseguido quienes las propongan y defiendan en el campo de la política.
Contrasta que, existiendo tan notorio conservatismo ambiental, no haya un partido conservador. Ahí está la raíz del desequilibrio que produce tantos estragos. La gravitación de lo conservador le está haciendo falta a la opinión pública. Este vacío adquiere paulatinamente la categoría de una catástrofe.
Lo conservador le hace falta a la Iglesia, que está hoy sometida a la corrosión del laicismo, que ha neutralizado la influencia religiosa en la organización institucional del Estado. Las enseñanzas del Papa actual, que tienen un creciente y justificado sentimiento político, no encuentran el apoyo conservador que les permita proyectarse sobre la sociedad.
Lo conservador le hace falta al Ejército, porque el liberalismo “izquierdista” le arrebató toda iniciativa y lo convirtió en una víctima pasiva de los ataques impunes del bandolerismo.
Al orden público le hace falta lo conservador para que se pueda recuperar la soberanía sobre el territorio nacional y relegar ese Alto Comisionado para la Paz, que ejerce la degradante función inconstitucional de dialogar con los delincuentes, cada vez que éstos cometen un crimen. Porque eso es esencialmente anti-conservador, por ser contrario al orden jurídico.
Lo conservador le hace falta a las relaciones internacionales, para no seguir en devaneos con el Castrismo, ni aceptando posiciones de sumisión ante los Estados Unidos.
Lo conservador le hace falta a la industria y a la agricultura, para que no sean sometidas a los caprichos de la imagen presidencial, como ocurrió en la pasada administración con la apertura económica indiscriminada, hecha con propósitos simplemente publicitarios.
Lo conservador le hace falta a la planeación, que el liberalismo no ha dejado implantar como lo manda la Constitución porque no quiere perder la disponibilidad caprichosa del presupuesto.
Lo conservador le hace falta al manejo del gasto público, para que no siga ocurriendo lo de ahora, cuyo desenfreno obliga a calcular nuevos déficit fiscales ya prever la amenaza de nuevos impuestos.
Dentro del Régimen actual, lo conservador no tiene ni puede tener vocería. Nadie realmente lo está representando. Se encuentran actitudes conservadoras aisladas, singulares y muy meritorias. Pero por fortuna, sin representatividad. No parece que lo conservador sea compatible con la decadencia actual de los valores que conforman la actividad política.
Nos deben la paz
El Régimen les debe a los colombianos la paz. Está en mora de hacer algo por recuperarla. Es lo que manda la Constitución. La represión de los alzados en armas es una obligación política, exigida por el consenso nacional que estableció el Régimen democrático; es una obligación jurídica, base de estado de derecho; es una obligación moral, porque corresponde a las autoridades defender a los asociados, entre los cuales está, nada menos, que el derecho a la vida.
En una sociedad ordenada hay que buscar el responsable de ese incumplimiento de los deberes primordiales del Estado. En los países democráticos, y, aun en los que no lo son, el que debe responder por el orden público es el gobierno. También aquí debería serlo. Hace cerca de doce años que nuestras autoridades han abandonado su misión, unas veces por cobardía, otras por afán populista. Se ha permitido que los delincuentes se apoderen por lo menos del 80% del territorio nacional, que es allí donde hoy no se puede garantizarles la seguridad a los colombianos. Es éste, desde el punto de vista del ordenamiento social, el período más desastroso de nuestra historia. Estamos avergonzados del tiempo en que nos ha tocado vivir y del desprestigio afrentoso que estamos padeciendo.
Hemos tenido, de tiempo atrás, un gran reclamo por hacer a nuestras autoridades. Ellas le deben al país nada menos que el cumplimiento de su función primordial. “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Eso dice la Constitución. Y eso es lo que el Régimen no cumple. Cada emboscada, casa asalto a un poblado, cada secuestro, es un hecho que se le debe cargar a la cuenta de quienes nos gobiernan. Y eso es materia grave. Porque la Constitución dice también que “el derecho a la vida es inviolable”. Y esto es lo que los bandoleros no cumplen.
El responsable oficial de esta violación de las normas jurídicas es el Gobierno. Es el mando militar que ha desprestigiado al Ejército, que ha demostrado una impotencia ocasionada por la política gubernamental de transar la ley, de pactar con los subversivos. Y ese mando militar incompetente incluye al Presidente de la República, quien a su vez es un prisionero del Régimen que usufructúa las inconsistencias del derecho y obtiene ganancia indebida de la negociabilidad de la ley.
El Régimen no quiere extirpar la subversión. La necesita como un recurso para obtener facultades de mando, para conseguir financiaciones extraordinarias. A este Régimen le va mejor distribuyendo caprichosamente recursos para rehabilitar las zonas devastadas del país. Los del Régimen no aceptan que, por la obligación constitucional que tiene el Estado de preservar la vida y honra de los ciudadanos, se pueda limitar o disminuir la participación que ellos tienen en los gajes del Estado y en los dineros públicos.
Debe adoptarse una política de paz, que hoy no la hay. Las autoridades y las fuerzas armadas han claudicado frente al negocio de las guerrillas, que siguen secuestrando y cobrando “vacunas” y que le dictan al Gobierno las condiciones que debe mantener para que ellos sigan usufructuando la impunidad. Los últimos episodios, y el tono altisonante asumido por los capos bandoleros, también le han hecho perder la dignidad a las autoridades. Y esa dignidad no sólo pertenece al Gobierno, sino a todos los colombianos, que tienen, por lo mismo, derecho a reclamar.
Es indispensable evitar que, después de cada emboscada, los representantes del Gobierno se precipiten a declarar que nada ha pasado y que están dispuestos a seguir tratando a los criminales como delincuentes políticos. Es urgente dejar sin funciones al Alto Comisionado para la Paz, cuya actuación tiene un significado desmoralizador para las Fuerzas Armadas y para la ciudadanía.
Los colombianos tienen derecho a pedirle al Régimen que le permita a su presidiario –el Gobierno- buscar seriamente la paz. Con el empleo de las Fuerzas Armadas, como es lo tradicional, y con los procedi8mientos de diálogo que permitan preguntarle a la guerrilla qué es lo que quiere y en qué condiciones estaría dispuesta a dejar las armas. Y cuando contestara, habría temario para un diálogo breve y público, en que se fijaran las respectivas posiciones: la de los subversivos y de la autoridad legítima. Y, entonces, que la opinión decidiera sobre ellas. Entonces habríamos llegado, por uno u otro camino, a la recuperación de la paz.
El negocio de la droga
En nuestro país son múltiples y dispares los juicios que diariamente se emiten sobre la política antidroga. Pero frente a la pretensión norteamericana de exhibir al país como un combatiente débil en ese campo, el rechazo es unánime.
Los Estados Unidos son cómplices de los narcotraficantes al empeñarse en prolongar la prohibición de la droga, que es la base del negocio para ambos. Es sabido que la mayor parte de los rendimientos del tráfico de estupefacientes se queda en los Estados Unidos y forma parte del sistema bancario de ese país. Si la droga se legalizara en el mundo y su precio bajara; si, por lo tanto, dejara de ser uno de los negocios más prósperos de nuestro tiempo, sufrirían, claro, todos los que comercian con droga, cuya mayoría está seguramente en el territorio de los Estados Unidos.
Colombia adhirió a los compromisos internacionales de la lucha contra la droga, patrocinados por las Naciones Unidas. Y lo ha hecho con toda decisión y a gran costo. El mayor que haya pagado ninguna nación, en vidas humanas, en perjuicios económicos, en quebrantamiento institucional. Estos sacrificios son tanto más valiosos cuanto no existe el convencimiento de que ese sea un buen camino, de que son débiles los fundamentos éticos que respaldan nuestra acción represiva y de que los Estados Unidos han resultado unos malos socios.
Hay que replantear la política antidroga, porque no sólo no está teniendo buen éxito, sino que las estadísticas oficiales suministradas por la Convención de Viena están demostrando que se halla al borde del fracaso: aumenta el consumo mundial, especialmente en los Estados Unidos; aumenta el valor global del formidable negocio del narcotráfico; se ha establecido que la persecución de la droga se debe hacer preferentemente en su etapa final (es decir en los Estados unidos, que es donde adquiere su mayor valor agregado) y no en las siembras y en el comercio inicial de agricultores y “mulas”. Se ha establecido también que el mayor número de drogadictos norteamericanos provienen de las drogas sintéticas que ellos mismos producen y no del consumo de la coca o de la amapola.
Todo ello se desprende de los últimos documentos emanados por el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas.
El rescate de la dignidad
Si esto es así, si Colombia está vapuleada por la DEA por causa de una política de represión mal planteada, que las últimas estadísticas demuestran que es obsoleta, el país necesita que el Gobierno haga un reclamo de trascendencia internacional, y que busque con estruendo un escenario donde existe la suficiente serenidad para valorar lo que está ocurriendo. La opinión nacional le exige al Gobierno que asuma una actitud que rescate la dignidad nacional, tan maltratada por la actitud defensiva que fue preciso asumir ante el ataque del os Estados Unidos.
No disponemos de tiempo para seguir exponiendo las insondables fallas de la actual operación administrativa de Colombia: la turbulencia fiscal, tratada por otros expositores de este recinto, la quiebra del sistema de transporte, la perturbación de los servicios de educación y de salud, la agonía de la agricultura….
Se requieren grandes objetivos
Para que vuelva a haber política se requieren grandes objetivos. Será preciso ponerse de acuerdo sobre cuatro o cinco propósitos fundamentales que muevan la opinión. La enumeración de estos puntos apenas se está empezando a hacer: la represión del bandolerismo, la restauración de la seguridad, la desnarcotización de las relaciones con Estados Unidos, la disminución valerosa de la cuantía del gasto público y una limpieza general de los sistemas del compromiso en la burocracia.
El desfallecimiento nacional frente a la decadencia de los valores tradicionales es una quiebra de la dignidad. La falta de iniciativas restauradoras, la resignación, esa tolerancia pasiva de la adversidad, están siendo producidas por la convicción de que no hay nada que hacer, de que todos los esfuerzos son inútiles y de que hemos sido condenados a la esterilidad.
Se registra que el Gobierno no puede, que el Congreso no cumple, que los jueces no culminan y los investigadores no ofrecen remediar el desmedro moral. Y cada impotencia se acepta como el cumplimiento de un hado.
Yo me atrevo a señalar que todo ello se debe a que no sabemos cuál es el enemigo. Algún notable político francés decía: “Busque el enemigo. Si lo encuentra, ¡ahí está la política!”. El enemigo de Colombia es el Régimen. No vale la pena acusar al Presidente o disolver el Congreso o zarandear a los jueces. Todo eso hay que hacerlo, pero dentro de un propósito nacional de terminar con el Régimen, para que las energías tradicionales de la política queden libres.
Disponemos de un par de años sin elecciones para convocar la opinión. A los liberales y conservadores, a los sin partido, a todas las minorías. A aquellos colombianos que puedan adoptar como propósito colectivo, un acuerdo sobre lo fundamental, porque son desinteresados, porque tienen coraje, porque no son sobornables…Y porque creen tener un compromiso con el futuro. Este tiempo de convocación es histórico. El destino está por ahí, al alcance de la mano. Y nos vamos a dedicar a patrocinar a quienes tomen la iniciativa.
Tenemos que recuperar la solidaridad como base de la política, para exterminar la complicidad. Proclamados los propósitos nacionales, vamos a ser solidarios con los que los propongan, con quienes los propugnen. Solidarios gratuitamente sin exigir sobornos.
Es necesario pasar de la enunciación abstracta de una política purificadora, a la ejemplarización de lo que ya se está alcanzando. Debemos verificar si es cierto que ya Barranquilla y el Atlántico todo se liberó del control del clientelismo, si algo similar está ocurriendo en Cartagena, o en Montería, si hay síntomas de restauración moral en Caldas; si perdura la formidable y grata sorpresa de que la maquinaria de corrupción y de ineficacia administrativa de la capital de la República, ha dejado de ser el territorio de las depredaciones del Régimen.
Probablemente ya hemos empezado el gran proceso de recuperación de la soberanía y de la dignidad nacional. Si es así, estaríamos en mora de producir esa solidaridad que proponemos.
Hay que descubrir dónde está el Régimen, cuáles son sus manifestaciones más ofensivas. Y señalarlo para ludibrio, para que la gente se motive, para producir una santa indignación. Cuando empecemos esa tarea nos daremos cuenta de que si estamos haciendo algo, de que sí se puede, de que, nuevamente, en Colombia, se puede hacer política.