El “Bolillo”, del cielo al infierno | El Nuevo Siglo
Sábado, 13 de Agosto de 2011

El caso del técnico de la Selección Colombia demuestra cómo las posturas sociales colombianas van de pálpito en pálpito, no tienen proporcionalidad y no hay referentes colectivos.

Esta fue la semana negra de Hernán Darío Gómez, “el Bolillo”, técnico de la Selección Colombia de Fútbol de Mayores. Hace un mes había logrado poner en alto el nombre del país en la Copa América y sin duda también su estilo futbolístico se había caracterizado por estar entre los candidatos a la medalla del fair play. Todo esto cambió cuando, alicorado, golpeó a una acompañante, a la salida de un bar, y se desató una controversia nacional que lo puso de inmediato protagonista de las redes sociales, los grandes titulares, los programas y columnas de opinión, y el cotilleo permanente en todos los rincones del país, hasta que renunció en espera de una decisión final por parte de la Federación Colombiana de Fútbol, que aplazó su dictamen para dentro de unas semanas.


Al principio, el país se encendió, varios periodistas pidieron su renuncia irrevocable y “el Bolillo” fue expuesto a lo que comúnmente se conoce como picota pública. Había pedido perdón en un comunicado, pero no fue suficiente para conjurar la oleada de indignación.

Nada que no fuera una sanción extrema parecía tener cabida. Inclusive la firma Bavaria, patrocinadora de la Selección, se apresuró a cancelar los patrocinios si no se imponía el único castigo de destitución al “Bolillo” y fundaciones femeninas pidieron no volver a los estadios en caso de mantenerlo en el cargo. Algún abogado también decidió que lo demandaría de cuenta propia, sin que la víctima apareciera en el escenario, no se supieran los niveles de daño, ni cuáles eran las motivaciones del asunto. Hubo testigos, ciertamente, pero también comenzó a desenvolverse un chisme generalizado, sin datos fehacientes, y la comidilla llegó hasta historias de que ella era una prepago o a mofas de que podía ser un travesti, en lo que de otra parte se mezclaron relaciones sentimentales y familiares; en fin, un carrusel de dimes y diretes. En todo caso Gómez, de repente, era un monstruo, paradigma del mal trato a las mujeres, y en él recayó la presión que hace tiempo ronda el tema. Si alguien en ese momento hubiera pedido una sanción correspondiente, que incluso dejara algún saldo pedagógico por fuera de su renuncia, por ejemplo una suspensión con la obligación de coadyuvar la labor de los centros de protección femenina, habría sido catalogado, como mínimo, de contemporizador. Muy típico del país que suele ir de un extremo al otro sin puntos intermedios, fruto de una inteligencia emocional bastante epidérmica e irritable.


Al término de la semana, sin embargo, las encuestas, entre ellas una de Datexco, comenzaban a dar un viraje a su favor (alrededor de 57% por el sí al perdón; 32% por el no) y el plebiscito inicial en su contra se difuminaba paulatinamente. Entre tanto, 42% de encuestados pedían dejarlo en su puesto, es decir que la nación se dividía por mitades en este aspecto. Por igual, opiniones de media semana como la de la senadora Liliana Rendón, según la cual las mujeres también eran culpables de despertar éste tipo de reacciones, causaron hondas controversias y permitieron, de otro lado, que otras terciaran en no hacer del episodio un caso más allá de la órbita netamente personal. No hubo, pues, el alinderamiento entre sexos que inicialmente se avizoraba, mientras que igualmente muchos hombres pedían su dimisión otros solicitaban ver el asunto con cabeza fría.


En un país con una de las mayores cargas de violencia del mundo, no deja de sorprender que el caso del “Bolillo” cause más impacto que las matanzas y las muertes que en décadas, hasta hoy, han copado las primeras planas. Con unas cifras de desplazamiento forzado al mismo nivel de Afganistán, Chad y Sudán, y que rondan los cuatro millones de personas, podría pensarse, ciertamente, que eso es más grave que el asunto del técnico de la Selección Colombia. La nación, por igual, ha visto confesiones de paramilitares por las que se ha sabido del asesinato a sangre fría de 100 o 200 personas por mano propia de los jefes y del exterminio de 2.000 personas por un solo comando en lapsos de seis meses, en algunos casos con cámaras de cremación de por medio, al estilo nazi. En esa dirección, han llegado a confesar, incluso, que obligaban a sus tropas a beber la sangre de las víctimas para potenciar el odio y exorcizar semejantes actividades como buenas. Todo ello con sanciones máximas de ocho años de cárcel, según los postulados de las leyes de Justicia y Paz. En todo caso, ninguna de las conductas anteriores, y muchas más, han logrado los niveles de impacto mediático de lo acontecido con el “Bolillo” Gómez durante esta semana.


El hecho general, aparte del inacabable conflicto armado interno donde la víctima principal ha sido la población civil, es que Colombia se desenvuelve en medio de una sociedad agresiva y hostil. De acuerdo con los últimos informes de Medicina Legal (revista Forensis) las lesiones personales, en las que podría catalogarse el caso de Gómez, van en ascenso hasta llegar a la escandalosa cifra de 106.000 al año. Ese rubro, a su vez, podría duplicarse o triplicarse, pues en la gran mayoría de los casos las lesiones no son denunciadas. De otra parte, es común, ciertamente, que un porcentaje del consumo de alcohol termine en reyertas. Es más, un número importante de los 29.000 homicidios que se producen en el país (otra de las cifras más altas del mundo, incluidos los causados por accidentes de tránsito) son producto de trifulcas y líos pasionales, o se producen con el autor alicorado o bajo sustancias psicotrópicas. Y muchas veces son con arma blanca.


El hecho puntual es que, de acuerdo con las cifras presentadas por diversas autoridades y organizaciones no gubernamentales en recientes debates en el Congreso, alrededor de 8.000 mujeres y 900 hombres, trimestralmente, son víctimas de lesiones de pareja. Ello, llevado a cifras anualizadas, reporta alrededor de 32.000 mujeres y 3.600 hombres. De acuerdo con algunas organizaciones femeninas consultadas por EL NUEVO SIGLO, cuyo propósito son las políticas de género, los datos de mujeres podrían extenderse entre 45.000 y 50.000 al año. Lo cierto, en cuanto a las cifras oficiales (32.000 a 35.000 en mujeres), es que la mitad de los casos que se reportan a las autoridades ocurre en Bogotá, por tener la capital una cultura más proclive a la denuncia. Incidentes en otras ciudades, y mucho más en pueblos y veredas, no suelen tener el mismo registro de denuncias. Las querellas, no obstante, en muchos casos son desistidas por las víctimas. En 25% de los casos porque prefiere desestimar la vía judicial y resolverlo por su cuenta, y otro monto igual porque los daños no han sido tan graves, aunque sí propios del Código de Policía.


La sociedad colombiana viene siendo sacudida de cuando en vez por temas de violencia femenina o derivados de ello. En alguna ocasión, un caso de la alta sociedad barranquillera, en el Country Club, copó los titulares con las fotografías de la víctima apaleada pero, una semana después, ella prefirió perdonar a su pareja. Otro caso, en la misma ciudad, se dio por un homicidio de un hombre que en principio pareció aceptar que su mujer tuviera amante, en medio de un proceso de divorcio, y luego se arrepintió, asesinándola en una festividad navideña frente a todos los familiares. De otra parte, hace un tiempo, un hombre fue condenado a cuatro años de cárcel por haber palmoteado el trasero de una mujer. El hecho es que cuando no hay compromisos de impacto mediático, como en la grandísima mayoría de los casos, estos pasan completamente inadvertidos, salvo por el titular diario que requieren los impresos sensacionalistas. Pero cuando tiene las características de episodios como los del “Bolillo”, suben la cresta de la ola. Y ello abre el interrogante de si el asunto refleja cierto amarillismo periodístico para despertar el morbo de la gente o si realmente las denuncias, llamadas emblemáticas, es decir con algún sentido de pedagogía social, sirven para llamar, no el morbo, sino la atención y aplacar el fenómeno.


Con tantas noticias de la misma índole, que de una u otra manera entrañan violencia, Colombia padece un temperamento ambivalente. La proporcionalidad penal (a igual conducta igual sanción) hace tiempo perdió su característica de referente social, impactada por circunstancias como los procesos de paz con las guerrillas y los paramilitares, donde los hechos más graves para la sociedad han sido totalmente indultados o levemente sancionados. Así, los actuales referentes sociales son excesivamente heterogéneos y responden a motivaciones muy diversas. Por lo demás, los niveles de educación, y más de cultura, en Colombia son bastante divergentes. Y no exactamente los que pudieran presentarse por estratos, sino por una aproximación diferente a tantas manifestaciones de violencia.


En estos meses, por ejemplo, la senadora Gilma Jiménez propuso la pena de muerte a los violadores y vallas en los respectivos barrios; después hubo un cambio hacia la cadena perpetua y justamente en esta semana la Comisión Especializada correspondiente, conformada por notables, se opuso al proyecto. La sociedad está completamente dividida cuando se pensó que iba a mostrar homogeneidad al respecto.


Al término de la semana, pues, la sociedad estaba igualmente dividida en un caso de otro alcance, como el del “Bolillo” Gómez. El asunto principal ya no fue la agresión, sino la suerte de la Selección Colombia sin su comandancia. El “Bolillo”, en los términos de su comunicado, podría ser una gran herramienta pedagógica para afianzar cualquier política que impida la violencia contra las mujeres. Es claro que su conducta es reprobable y que de ella deben derivarse saldos pedagógicos que permitan homogenizar criterios contra el fenómeno, con él de protagonista y coadyuvante. No va a ser fácil, en caso de quedarse, para Gómez explicar y expiar su falta. Pero, igualmente, conjurar el debate simplemente con su renuncia, y cerrarlo así, podría ser la salida para no dar la cara, saldar sus acciones refugiándose en su dimisión, y olvidarse de un tema que podría servir de ejemplo colectivo sobre lo que no debe ocurrir y cómo arrepentirse, no de palabra, sino verdaderamente.