*Obligación de Congreso, partidos y Gobierno
*Impresentable llegar al 2026 con estas falencias
Terminada la campaña para los comicios regionales y locales, definidos ya el nuevo mapa político y comenzando el empalme entre mandatarios salientes y entrantes, es necesario que el país derive lecciones aprendidas de la que fue, sin duda, una de las contiendas proselitistas más controvertidas en los últimos años.
En primer lugar, resulta innegable que la competencia por los ejecutivos y legislativos territoriales estuvo marcada por la violencia e intimidación a los candidatos y los partidos, un flagelo que, sin embargo, no se puede considerar aislado o coyuntural, como tampoco caer en la ingenuidad de creer que terminada la campaña ese pico delincuencial desaparece automáticamente. Lo cierto es que los ataques con móvil político fueron un flanco más de una situación de inseguridad y desorden público creciente desde hace más de un año en muchos departamentos y municipios.
Por lo mismo, debe llamar a la profunda reflexión lo ocurrido en los meses recientes. No tiene presentación alguna que las denuncias de los entes de control, gobernadores, alcaldes y otras instancias sobre violencia electoral terminaran siendo subdimensionadas por el Gobierno nacional e incluso catalogadas de tener una motivación política. Esta fue una circunstancia muy preocupante y desinstitucionalizadora que evidencia los límites lesivos a los que está llegando la polarización política. Demorar la revisión seria y objetiva del impacto en la seguridad urbana y rural de los territorios que está teniendo la traumática implementación de la estrategia de “paz total”, solo lleva a una mayor victimización de una población civil en la que crece la percepción de que a la Fuerza Pública se le están imponiendo peligrosas restricciones en su operatividad y ello permite a los criminales andar a sus anchas.
En segundo término, como lo hemos advertido en estas páginas, no se recuerda otra campaña proselitista en la que la legislación electoral vigente haya dejado tan patente su limitada eficacia y capacidad para fijar y hacer cumplir las reglas del juego que garanticen una competencia política transparente. El que se hubiera llegado al borde de las urnas con muchas impugnaciones de candidaturas sin resolver, o el que a última hora se pusiera sobre la mesa por parte del Gobierno una improvisada medida de pago de recompensas por denunciar compra de votos, son apenas dos de las máculas con que cerró esta etapa proselitista. Y qué decir de los informes de esta semana en torno a que apenas una porción mínima de candidatos reportó sus fuentes de financiación, pese a ser una obligación legal.
Ya en un plano más estructural, es incontrovertible que la legislación electoral en Colombia, que se supone destinada a fortalecer los partidos y su identidad programática, tiene múltiples vacíos. La explosión de colectividades con personería jurídica no contuvo el alud de candidatos por firmas, un mecanismo que se ha desfigurado gravemente frente a la intención inicial de ser un instrumento para propuestas nuevas e independientes. Incluso, la extensión del coalicionismo como táctica electoral, mas no de coherencia ideológica, hace difícil descifrar el nuevo mapa político, pues muchas gobernaciones y alcaldías son contabilizadas por varios partidos y movimientos al tiempo.
Tampoco se puede considerar ‘normal’ la gran cantidad de tarjetones no marcados o de votos inválidos registrados en la jornada del domingo. Igualmente, es imposible seguir aplazando el debate en torno a darle más fuerza decisiva al voto en blanco, uno de los protagonistas en las urnas. A todo lo anterior habría que sumar los viejos y nuevos métodos de ‘guerra sucia’ proselitista, como las conocidas ‘bodegas’ digitales contratadas para atacar y difamar, la circulación de encuestas fraudulentas o incluso la utilización de herramientas de Inteligencia Artificial para desacreditar a los rivales…
Siendo claro que la reforma al Código Electoral que está bajo estudio previo de la Corte Constitucional no soluciona de fondo muchas de las falencias advertidas, y entrando el país en una tregua proselitista hasta el primer trimestre del 2026, le corresponde al Congreso, los partidos, la organización electoral, las altas cortes y al propio Gobierno abocar, de una vez por todas, un debate profundo y definitivo sobre la reforma política y electoral que necesita el país. Está sobrediagnosticado que la actual legislación es arcaica y poco eficaz, lesionando no solo la institucionalidad, sino la propia legitimidad democrática. No tendría presentación que se llegue a la próxima contienda parlamentaria y presidencial sometidos a una normatividad precaria y disfuncional como la vigente. Las tres ramas del poder público tienen la palabra. Ojalá estén a la altura del reto.