*Reelección: descalabro histórico
*Entrando a saco a las instituciones
Míresele por donde se le mire, haber impuesto la figura de la reelección presidencial inmediata, en aquel desbarrancadero constitucional en que participó la gran mayoría de la clase dirigente del país, arrodillada a un estado de opinión prefabricado, es uno de los más grandes descalabros históricos en todo el devenir republicano de la nación. Que, a más de las responsabilidades jurídicas del yidisgate hoy en cierre, debería sobre todo concitar las responsabilidades políticas de haber conducido, a capricho del embeleco histérico, al país por el abismo institucional. Y nos referimos, por supuesto, al bendito articulito que rompió las vértebras de la Constitución de 1991 y significó una distorsión tan grave que desbordó los diques legales que, al menos al respecto, se habían logrado construir en la compleja trayectoria de la historia colombiana.
De memoria nacional tan corta, seguramente en la actualidad ya no se recuerda el ambiente asfixiante que existía para aquello que no fuera la convalidación y perpetuación de la monocracia idólatra. Lo que, ciertamente, hicieron la generalidad de políticos y politicastros, en realidad sin distingo en los términos, con el acompañamiento alabancioso de editoriales, empresarios, iglesias e intelectualistas, y que no sirvió para nada diferente a solazarse con el poder. Un regusto, por supuesto, que se constituyó en el más grande desgaste del Estado sobre la base de feriar notarías, puestos y dignidades, sobornar parlamentarios, arrinconar a jueces y magistrados disidentes, y embadurnar de “mermelada” los piñones del régimen bajo la retórica altisonante en que se camufló el crimen de lesa patria.
Hoy está claro el alcance de la compraventa de la reelección presidencial inmediata y su creación espuria debería ser suficiente para derogarla automáticamente de la Carta por parte de la Corte Constitucional. Porque el “elefante” siempre estuvo a ojos de todo el mundo, inclusive de la propia corporación que terminó avalándola. Basta recordar el cambio intempestivo de las mayorías en la Comisión Primera de la Cámara, donde precisamente se produjeron las maniobras torticeras, para haber impedido la vigencia de una reforma que tenía tamaño pecado original. Pero la Corte Constitucional también cedió al estado de opinión y tal vez sea la máxima responsable puesto que dio vía libre a lo que por anticipado sabía anómalo y lleno de vicios de forma que no quiso ver por el prurito de congraciarse con la endemia demagógica.
No por ello, sin embargo, vale alegrarse con la situación jurídica que sufrieron los sobornados y hoy sufren los sobornadores. Porque son ellos, simplemente, los operadores y receptores de una maniobra dictada desde mucho más arriba en beneficio propio. A diferencia, por lo demás, de otras leyes de carácter general que no pueden confundirse con semejantes ardides de autofavorecimiento. La misma Corte Suprema de Justicia da el nombre del autor intelectual, en la última sentencia, de modo que con o sin juzgamiento de la Comisión de Acusación de la Cámara, las cosas están claras. En todo caso, muy diferente el país actual al de otras épocas con quienes tuvieron los mismos arranques mesiánicos de sentirse irremplazables y supuestamente dotados de una inteligencia superior, como en su momento sucedió con el general Rafael Reyes, que en vez del Senado salió al autoexilio, o el teniente general Gustavo Rojas sobre quien operó, en toda la línea, el sistema acusatorio parlamentario. Sin necesidad, por descontado, de tribunales de aforados o los artificios que con tanto ahínco e inanidad hoy se debaten en la materia. Demostración, asimismo, de que la facultad judicial del Congreso, como también en su momento ocurrió con José María Obando o Tomás Cipriano de Mosquera, es válida sin tanto perendengue y solo con cumplir la letra normativa. Pero, claro, eran otras épocas: unas de mayor vigor institucional y, aunque no se crea, mucha menor grandilocuencia.
Aun así, con todo y autor intelectual y autores materiales, falta la responsabilidad social. Aquella que permitió y aplaudió la maniobra, sin reparar en que la Constitución no es un estorbo ni mucho menos trompo de quitar y poner. Porque al menos esa enseñanza debe quedar: solo la ponderación, que equilibra la tradición y el cambio, hace de los países territorios mejores. Y no, por supuesto, entrar a saco a las instituciones.